—Este no es un cuento de hadas, detective —interrumpió otra vez—. Esta es una historia de amor.
—De desamor —lo corregí a mi vez.
Hacía
mucho tiempo que un libro no me hacía sentir tan bien. Porque los
libros también sirven para eso: para generar el placer que causa la
memoria, la empatía o la proyección de lo escrito sobre la vida.
Pasar la última página de El mal de la taiga de
Cristina Rivera Garza me ha dejado con una calma similar a la que se
siente abandonar un peso que nos abruma. No sé bien a bien las
causas, pero así ocurre. Puede ser la prosa limpísima, la historia
de redención, el personaje femenino que explora hasta por debajo de las
uñas, la remembranza de los altos árboles de mi infancia y el olor
a aserradero. Sí, eso podría ser.
***
Una
pareja escapa atravesando la taiga, una extensión de bosque que
semeja un mar de sombras, nieve, hojas y árboles, huyendo del marido
de la mujer. Éste le ha pagado a otra para que la busque y la traiga
de regreso. Esta es la voz que cuenta la travesía, el encuentro, el
retorno y la revelación. El mal de la taiga. La locura que se
alimenta de lobos feroces, hadas vomitadas en las afueras de una
cabaña maloliente, niños salvajes perseguidos con ferocidad
inusitada, burdeles donde criaturas minúsculas se confunden en un
coito frenético y por la inmensidad de un océano de ramas. Ese océano
que a veces se parece al desamor.
***
"Las niñas no deben ir al bosque y, si están en el bosque, las niñas no deben hablar con los extraños del bosque. No, no y no. Las niñas no". |
La
novela escapa de todas las clasificaciones posibles. No es una novela
de detectives, aunque la búsqueda sea uno de sus motores; no es un
cuento de hadas, aun cuando Hansel y Gretel aparecen en papel
estelar; no es una novela de amor, pese a que es la motivación
principal de algunos de sus personajes; no es un diario, aunque de
disfrace de tal. Un diario escrito al aire de las andanzas que
emprendemos todos por la taiga personal que cargamos a todos lados.
***
Cristina
Rivera Garza tiene una voz. Es potente, original y evocadora. Se
puede escuchar a su narradora como si nos estuviera contando su
historia en la soledad de una cabaña ante la tenue luz de una vela
que tiembla por el viento helado que se filtra a través de las
rendijas de las paredes de madera. Afuera, el niño que dibujaría
los pormenores de tales confidencias, estaría de acuerdo conmigo.
***
Escribe la autora: "Mira esto: tus rodillas. Se usan para hincarse sobre la realidad. Se usan para gatear, despavorido. Se usan para sentarse en flor de loto y decirle adiós a la inmensidad". |
Hay
elementos que reproducen y refractan la experiencia de lectura de
esta obra. Sorpresas continuas a la vuelta de la página. Un lobo
fugado de un zoológico donde lo que sobran son lobos, un traductor
tosco que afirma que las mujeres sólo piensan en sexo, tres
astronautas que avanzan entre los presagios de tormenta augurando el
fin del mundo, una adúltera que envía mensajes en apariencia
cifrados a su exmarido a través del telégrafo, desnudistas recién
paridas que permiten que los espectadores succionen la leche temprana
directo de sus pezones. Ambientes de extrañeza alejados de cualquier
aspiración realista. El realismo se encuentra, efectivamente, en
otro lado. En las sensaciones y emociones que la obra moviliza en el
lector.
***
El
mal de la taiga está significado en el camino. Si éste conduce a la
locura, al amor, al desamor, a la muerte o al deseo es algo que el
lector tiene que descubrir por sí mismo. Es un proceso que todos
deseamos (o llevamos a cabo) como destino, dice la protagonista en
algún lado que “todo mundo quiere un bosque alguna vez”. Sin
duda.
***
Al
final, un fragmento:
Recuerdo, sobre todo, la calma absoluta con la que nos tocamos. Recuerdo cómo habíamos llegado, exhaustos, hasta la cabaña. El silencio de la incredulidad. Cómo las yemas de sus dedos recorrieron las orillas de la boca. Los ojos están abiertos. El latir de algo en las muñecas, en la boca del estómago, en la punta de la lengua. ¿Hay también un corazón dentro de los pies? Recuerdo la tormenta, que no llegó. Recuerdo las altísimas copas de los árboles, su oscilar. La caminata tan larga. El momento en que les dijimos adiós y les dimos la espalda a todo eso. La lenta identificación de las migajas.
Cristina
Rivera Garza, El mal de la taiga, México,
Tusquets, 2012.