martes, abril 12, 2011

Estación soledad

(Fotografía de Pringarica)

—Nos dejaron solos.
          La voz de Iván me irrita cada vez más. Sólo abre la boca para quejarse. Para confirmar algo que los demás sabíamos. Los hijos de puta nos han olvidado.
          —Estación R467, transmitiendo. Si alguien escucha este mensaje, responda por favor.
          La voz de Giordano. Intenta encontrar a alguien que nos pueda sacar de este hoyo. Como si no hubiera sabido desde el principio que estábamos condenados a morir aquí. Que el precio de explorar este rincón del universo era precisamente perder todo lo que nuestra vida normal representaba.
          —Hoy tenemos pepinos, monstruos. Bueno, sobrecitos de pepino. ¿Quién va a querer que se los prepare?
          Diego. De todos, creo que es el más imbécil. Es el psicólogo de la misión y parece el más loco de todos. Trata de mostrarse alegre, optimista. Hace bromas a la tripulación y se ríe de sus chistes simplones. Funciona como una máquina. Una jodida máquina de juegos. Las más inútiles de todas.
          —Tendremos que salir, colegas. Es probable que si movemos el equipo de transmisión a una zona con menos incidencia de tormentas de arena, alguien nos pueda ubicar y baje a buscarnos. No arreglamos nada acá encerrados.
          El buen John. Siempre tiene un plan. Siempre sabe qué es lo que hay que hacer. Tiene calculado todo. Pero nunca se atreve a ir más allá de la punta de su lengua. Observa con atención si alguien secunda su idea. Todos le dirigen miradas de soslayo, pero nadie le contesta. Él retorna a una especie de mutismo que dura unas cuantas horas, antes de darle otra vez a la cantilena que los demás nos sabemos de memoria.
          —Las probabilidades de sobrevivir se han reducido en un 45/700 con respecto de la guardia de ayer. Tendremos que administrar oxígeno de manera tal que podamos garantizar un estado de lucidez por lo menos durante los siguientes once meses. Después no se puede hacer nada. Habrá que evacuar…
          Los cálculos de Wolf. Eficiente como la mejor computadora. Él y su tabletita llena de estadísticas y funciones de probabilidad son la pesadilla de cualquiera que se precie de ser un poco normal. Wolf vuelve a hacer sonar su aparatito y nos muestra la gráfica de riesgo. La pendiente ha disminuido dramáticamente durante los últimos cuatro meses.
          —Desátenme, hijos de puta. No pueden tenerme así, desgraciados. Si me logro soltar los mataré a todos, pueden estar seguros. Son unas mierdas. Cabrones. Malnacidos.
          Le arrojo un tornillo a Jorge. El loco. Unas semanas antes intentó degollar a John mientras éste dormía. Llevaba una espátula de las que utilizamos en las expediciones de campo. El musculoso Iván impidió que el homicidio se consumara. Con la muerte de Mariana, en la tercera salida programada, tuvimos más que suficiente. Las tormentas de arena son frecuentes. Azotan sin avisar y arrastran consigo piedras enormes. Mariana no tuvo oportunidad. Una roca rompió la visera del casco y la cabeza le explotó antes de que se enterara de lo que le había ocurrido. Probablemente fue lo mejor que le pudo ocurrir. No puedo pensar que le hubiera pasado de haber permanecido aquí, encerrada entre hombres. En medio de este calor y con la tensión rompiendo los límites de todos. El otro día sorprendí a Giordano, compartimos habitación, masturbándose mientras miraba uno de los manuales de montaje de las antenas exteriores. Se percató de mi presencia. Me mostró el pene y sonrió. Salí de ahí.
          Todos están volviéndose locos. Pareciera que las cosas marchan, pero no es así. En cualquier minuto alguno explotará y sus sesos salpicarán a los demás. Alguno tomará el boleto de ida y nos arrastrará por la escotilla. No estoy dispuesto a que otro decida mi destino. Sé que voy a morir. Lo tengo claro.
          —Nos dejaron solos.
          Otra vez la voz de Iván. Me ha irritado lo suficiente. Giordano mueve por enésima vez los controles de la radio. Diego me acerca un sobre con pepinos “preparados”; niego con la cabeza, sus enormes dientes me sacan de quicio. John se mueve hacia el interior de la estación, finge buscar su equipo de exploración. Entonces escucho la voz de Wolf, siempre en búsqueda de la eficiencia:
          —Marco, ¿dónde pusiste los explosivos que sobraron de la última salida?
          Lo miro fijamente.
          —Nos dejaron solos— le digo.
          Aprieto el botón.

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