jueves, septiembre 04, 2008

El péndulo improbable


A veces siento tristeza y las calles se disuelven lentas entre cenizas del viento y café con leche. Entonces leo sobre el olvido de Macondo, Arcadio pone nombre a las cosas para anticipar la muerte del recuerdo. Mariposas amarillas. Si la tristeza permanece opto por no pensar, sin embargo casi nunca lo consigo, las más de las veces me quedo dormido. Sueño. Y los sueños suelen ser aún más tristes. Gotas de alcohol que resbalan por las pupilas de los abstemios mientras el mar se destila poco a poco. El mar. No lo conozco, a veces creo que no lo necesito. Imagino los golpes de las olas contra los riscos de la costa y reprimo mi deseo de acariciar el cabello de la luna. A lo lejos el faro repite infinitamente su cantaleta de avisos oportunos. Periódico de luz. Entonces empieza el llanto. Lágrimas les llaman y nos son sino agua, sal y dolor de cloruro. Cielo arena agua muerte. Al final la muerte. Como vigilante extremo de la cordura empieza a taladrar mi mente la idea de la muerte y miro el árbol afuera de mi casa. Pienso en mi cuerpo columpiándose rítmicamente al compás de una lluvia que no llega. Es tentador el cuadro pero desisto de intentarlo al reconocer que si mi muerte es atractiva, el no poderla ver la vuelve inútil. A veces pienso en mí y me odio. Con ese amor tan particular de los que se saben infames e inocentes. Me odio hasta la locura, por decirlo de alguna manera. Sigo triste creyendo estar como quería y el silencio suena a tragedia griega. A veces siento tristeza, entonces leo sobre el olvido y Melquíades me ve al otro lado de la ventana.

Camino mucho. Quiero creer que así me siento más tranquilo y no tardo en convencerme de ello. A menudo prefiero sentir como se tensan mis piernas mientras las calles se deslizan bajo las suelas de mis zapatos que sentir ese dolor punzante en medio de las nalgas cuando un carro no advierte la cantidad de baches sobre el pavimento. Caminar alivia el espíritu, sino pregúntenle a Cristo. Yo lo he hecho, viéndolo fijamente a los ojos le pregunto por qué aun sobre el agua prefirió caminar. Él no responde, es un consuelo saber que no conozco a nadie a quien le haya contestado. Sólo se queda inmóvil, ahí, colgado de la cruz fingiendo que está muerto mientras escucha al mismo tiempo miles de Padrenuestros. Cristo seguramente nunca se cuestionó el por qué algunos días son más largos que otros, él quería salvar a la humanidad, los días para el no existían sino en almas que redimir. Su medida ciertamente no eran los días, sino las almas que lograba salvar cada minuto. Sin embargo se le acabó el tiempo y tuvo que pagar más de lo que estaba recibiendo. Murió. Pero todos somos salvos. Digo, yo que camino entre las piedras, soy salvo. ¿Pero salvo de qué? Pregunta mi alma agazapada al fondo del vacío. Lo pienso un momento y respondo “no sé”. El alma sonríe divertida mientras las gotas de sudor escurren por mi frente. Y es que es la verdad, nunca he sabido de qué estoy a salvo.

He decidido suicidarme. ¿Las causas?, si todo tuviera causas nadie tendría problemas. Diré solamente que es un asunto muy personal, íntimo pues. No quiero recordar, aunque por más que le doy vueltas al asunto no logro encontrar, en toda la maraña de mi memoria, un solo pretexto válido para quitarme la vida. A mi lado pasa la gente, esa masa informe que empuja y atropella, busco una mirada de la cual atarme y no veo más que órbitas inexpresivas, sogas que no resistirían ni el primer tirón. Estoy aquí, sentado en una banca del parque viendo pasar las mil palabras que nunca he pronunciado y reconociéndolas mientras el desdén de mi lengua se niega a repetirlas. Si gritara en este momento que tengo ganas de matarme, seguramente nadie me haría caso. Voltearían a ver quien es el loco que grita y seguirían tranquilamente su camino. Es una concesión mía darles la razón cuando afirman que estoy loco. La locura es algo tan misterioso que no creo tener el honor de poseerla. Aún hay cosas que me lastiman, cosas que hieren tan profundamente que es mejor no recordarlas. Diré que los recuerdos, mis recuerdos, son de las cosas que más me lastiman.

Recuerdo la tarde en que mi madre me abandonó dentro de un cine. Era una película de dibujos animados, millones de perros corriendo por las calles de una ciudad inundada en lluvia. Yo miraba extasiado las imágenes en la pantalla, era la primera vez que entraba a un cine. Fue la última, mi madre se levantó de su asiento mientras me daba un beso en la mejilla y salía apresuradamente de la sala. Esto no lo recordaría sino años más tarde, cuando supe que mi madre me había abandonado y recordé la escena en que los perros no encuentran mayor felicidad que revolcarse en el lodo de la hermosa ciudad mientras un niño llora inconsolable lejos de ese lugar. El niño soy yo y la ciudad es aquella de la que mi madre nunca regresó para explicar mi odio por las salas cinematográficas.

Digo que quiero matarme y aún no conozco el mar. He renunciado a imaginármelo y tomo el primer autobús hacia la costa. Los paisajes se suceden unos tras otros sin que pueda apreciar cómo los árboles enredan al viento entre sus copas. Un gorrión se para en el quicio de mi ventana abierta, siento el viento golpear mi rostro y al gorrión observarme desde el fondo de sus cuencas vacías. Trato de lanzarlo para que esos ojos no sigan mirándome pero me he quedado inmóvil, el gorrión aletea cada vez más cerca de mi cara, siento su pico jalar uno de los pelos de mi bigote, intento gritar pero no sale ningún sonido de mi garganta. El gorrión se para sobre mi nariz y amenaza con picotear mis ojos, con vaciar mis cuencas para que sea igual que él. Cuando siento la sangre escurrir por mi cara una enorme oscuridad me cubre sin que sepa que hacer. Siento que me sacuden de los hombros y abro los ojos, una mujer me dice que hemos llegado y yo escucho las olas del mar que se estrellan contra los riscos de la orilla. La mujer sonríe y yo bajo del autobús, éste se aleja por la larga línea de asfalto mientras yo trato de ver el mar y no puedo. Escucho las olas y llego hasta donde siento el agua que intenta penetrar por mi boca, entonces camino hacia la orilla sin saber a dónde queda, porque por más que intento ver el mar, la oscuridad lo cubre todo y lentamente pierdo la conciencia. Cuando despierto es de noche, me levanto de la arena lentamente, el mar sigue golpeando las rocas y yo sigo sin poder verlo. Me dirijo hacia la línea de asfalto e inicio el largo camino hasta el árbol que está afuera de mi casa. La oscuridad me acompaña, siento al viento susurrar a mis espaldas.

No puedo conciliar el sueño. Trato de dormir y no puedo olvidar que las cosas no siempre son como uno las desea. Me revuelvo en mi cama llena de sudor y olores etílicos, el vaso de ron no esconde más que vacío y no entiendo porque aún no me he dormido. Mañana al amanecer es el día. En cuanto salga el sol mi cuerpo colgará de una soga resistente y la prensa inmortalizará para siempre mi imagen a contraluz. Parecerá una escena de película, un efecto dramático que no tiene nada que ver con los perros de mi infancia. Es raro que imagine mi muerte como una escena de cine si nunca he vuelto a ver una sola película, sin embargo pienso que así debe de ser. Todo lo que he leído se me aparece ahora como una enorme película en donde soy el editor y todas las personas a las que he leído son los guionistas perfectos. Los personajes se saludan entre sí mientras sus dueños discuten el asunto del protagónico. Hay gente de todas las calañas, ¡quién lo hubiera pensado!, que al final de su vida un hombre que siempre ha odiado el cine piense en su muerte como una película donde escriben para él aquellos seres formados de palabras que no son, a fin de cuentas, más que palabras. Jorge Luis, que ya está ciego, me toma de un brazo mientras me dice que no me preocupe, que la eternidad no debería molestarme, me sonríe. Kundera lo alcanza y musita algo acerca de lo liviano e inmaterial, yo les miro sus rostros llenos de tinta y sus manos que no son más que plomos de máquina de escribir y ellos se encogen de hombros, Milan ayuda a Jorge Luis a cruzar la calle mientras los demás deciden ocultarse en el telón intemporal de sus páginas.

La luz que se filtra por mi ventana anuncia que de nueva cuenta algo se tendrá que hacer. Abro las cortinas y descubro, no sin sorpresa, que la línea que se dibuja en el horizonte parece el mar que nunca pude ver. Por un momento pienso en la justicia y todos mis temores guardan silencio. Es un bello amanecer, bueno, eso creo. Nunca ha sido uno de mis pasatiempos favoritos observar la salida del sol en el horizonte que cada vez parece más mar, más agua. Tomo la soga reluciente que compré ayer, fue difícil decidir entre la soga que ahora sostengo y una cadena que a gritos pedía que la llevara conmigo, sin embargo, se me hizo demasiado salvaje y pervertido utilizar una cadena, la soga se me hizo más sofisticada y tradicional, no me he caracterizado por ser precisamente un transgresor de la moda. Tomo la soga entre mis dedos y artificio un nudo a mi gusto, un nudo que no dé la posibilidad de deshacerse ni de arrepentirse, un nudo a prueba de arrepentidos, puedo soportar ser un hombre solo y estúpido, pero el adjetivo cobarde no suena muy bien en mis oídos y menos cuando es mi propio silencio el que la menciona. Termino mi tarea y parece que el sol decide ocultarse un momento tras las nubes que auguran una lluvia para más tarde. El día empieza a oscurecerse pero no me importa, he decidido matarme hoy y lo haré. Me cuelgo de la soga para probar su resistencia y ésta se tensa sin que siquiera rechine. Sonrío. Las cosas bien hechas no han sido una de mis especialidades. Las nubes siguen llegando mientras las dudas comienzan a volar alrededor de mi cabeza, como aves de rapiña en espera de que el cadáver de mi culpa quede tendido entre el pasto de mi jardín y el cielo que aún no ha encontrado dueño. Las espanto con el humo de mi cigarrillo pero no se van, es como si al fin tuvieran algo que decirme. Las veo a lo lejos. Como si no existieran sigo fumando mientras dejo que mi alma se despida de cada uno de mis recuerdos.

Susana está ahí. Al filo del deseo me pregunta si acaso me habré olvidado de ella. Le respondo que sería imposible olvidarla, que su mismo recuerdo se vuelve carne y camina sobre cada uno de los vapores de mi cuerpo, si la exhalo en cada aire que denigro y la sudo con cada calor que me consume. Ella sonríe, nunca me ha tomado en serio y ahora menos. “Te ves patético” me dice. Yo bajo los ojos apenado y no atino a responder nada. Entonces ella acaricia uno de mis cabellos y siento correr una descarga eléctrica que no descansa hasta que poso mis labios sobre uno de sus hombros desnudos y ella ríe divertida mientras mi voluntad se encuentra perdida en el mítico laberinto. Mis manos exploran cada uno de sus rincones mientras ella se abandona y su cuerpo parece ligero, parece aire mojado sal harina humo mentira fuego muerte. La veo de frente y no deja de admirarme su cara angelical, su cuerpo flexible y lleno de sinuosidades, su ingenuidad que me hace rabiar por la sapiencia de que es falsa. La sigo besando con todo el tiempo que me queda y me descubro ante el espejo en que se han convertido sus ojos, espejo que me asusta intempestivamente porque no alcanzo a ver dentro de él más que mi cuerpo hundido al fondo de un pozo de oscuridad, un pozo que de tan negro parece que no acaba nunca. Susana no para de reír a sabiendas que el misterio que provoca en mí su risa no continiará sin antes gritar que no soporto su maldita forma de demostrar algo que no sé que significa, precisamente cuando está conmigo. Me dirá que siempre tengo que preguntar lo mismo, que nunca voy a cambiar y que, a fin de cuentas, ella no tiene ninguna obligación de estar conmigo, que me vaya a la mierda y no la vuelva a buscar nunca más. Le prometo que no lo haré con la triste convicción de que lo dicho es cierto. Susana se viste apresurada mientras no para de dirigir su rabia hacia mi sombra proyectada en la pared. Yo no he dejado de observar cómo el humo de mi cigarrillo diluye lentamente la imagen de la mujer que siempre amé y nunca pude conocer. Unas gotas caen sobre mi cabeza anunciando la presentida lluvia. “No hay nada más que hacer”, y la frase se confunde en mi cabeza al no saber si lo he preguntado o estoy seguro de esto. Tomo la soga y la coloco en mi cuello, volteo a ver por última vez la casa en donde he habitado los últimos años y por un momento siento la tentación de decir “adiós” cuando me percato de lo ridículo de tal despedida. Sonrío como se le sonríe a un amigo del cual nunca volveremos a tener noticias. Dejo escapar el cuerpo hacia la tierra que tarde que temprano reclamará mis carnes para fabricar gusanos. La soga se tensa y fiel a mis cálculos, resiste hasta el final, cuando la oscuridad cubre mis ojos inicio el lento descenso hacia lo inevitable.

He muerto hace dos minutos, lo sé porque desde aquí el reloj de la iglesia se ve de una manera perfecta. La manecilla recorre uno a uno los espacios que escapan del centro de la circunferencia. Puedo ver a las palomas cagar los ladrillos rosas de cantera y escuchar con una nitidez inesperada el tañido lúgubre de las campanas que anuncian mi muerte. Lo más fascinante de todo es que desde aquí puedo ver el mar. Creo que es el mar. La visión no me deja mentir, el sonido es inconfundible, las olas siguen arrastrando sirenas y conchas marinas para azotar las costas que esperan cada día que un barco traiga a la esperanza que partió hace años. La esperanza perdida. Mi alma dice que me deje de cursilerías, por mi propio bien le hago caso y bajo de la horca para acomodar todo el tiradero que mi muerte ha dejado a su paso. Escucho los gritos de las mujeres que han descubierto ¡por fin! mi cuerpo. Las sirenas de las ambulancias no tardarán en escucharse y la policía vaciará cada uno de los cajones de mis muebles en busca de la causa de mi muerte, en mi apresuramiento he olvidado dejar una nota que alivie el espíritu de las personas que me conocieron. La gente se empieza amontonar a ver mi cuerpo colgado del árbol balanceándose debido al viento que cada vez trae más agua consigo. Estoy parado justo detrás de una señora que se persigna repetidas veces deseándome el infierno entre dientes. El cuadro es conmovedor, definitivamente pienso que si hubiera estado seguro de poder ver mi propia muerte, me hubiera decidido de inmediato, mientras no me queda más que esperar y disfrutar de la lluvia que, como un mar particular, inunda cada uno de los poros de mi desnudo cuerpo. Allá vienen las sirenas y con ellas las fotos, y la celebridad, y la triste experiencia de ser uno más de los casos de suicidio inexplicado en los gigantescos anales del noticiario de las nueve. Allá viene Dios, yo espero...

3 comentarios:

Jo dijo...

yo te tengo que leer a sorbos o a tragos pausados...

no como cuando uno decide tomarse de tajo el frasco de barbituricos o quedarse dormido en una tina con las venas cortadas... no asi...

con calma, improbable

Anónimo dijo...

Uyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy

Anónimo dijo...

Que loco, muchas pastillas poco alcohol, mucha locura de aparador...