Dice Roberto Bolaño en uno de sus textos de Entre paréntesis: “Los soldados, finalmente, tienen su guerra, su mejor guerra: frente a ellos estamos nosotros, desarmados, pero mirando y escuchando”. Habría que añadir a la frase anterior “y sin hacer nada”. Lo anterior lo saco a colación después de leer las noticias acerca de la anciana indígena presuntamente (palabra políticamente correcta) violada por elementos del Ejército Mexicano; y cuya muerte ha sido justificada y avalada inclusive por el ombudsman nacional.
Más allá de la crónica que rodea la historia de Ernestina Ascensión, cabe hacer una reflexión acerca del papel que los ejércitos han tenido en América Latina. El protagonismo que han adquirido en este sexenio parece muchas cosas: el premio por la lucha continua y supuestamente incorruptible contra el narcotráfico; la posibilidad por parte de Felipe Calderón de amarrar a uno de los poderes fácticos más importantes para su causa; el mantenimiento del control en zonas de alta marginación para evitar sorpresas desagradables como la del primero de enero de 2004.
Los soldados siempre me han dado miedo. Cuando era pequeño, convoys militares atravesaban el pueblo en camiones de rediles donde una espesura verde olivo asomaba sus caras requemadas y sus ojos oscuros a través de las rendijas. Mi madre me decía que si me portaba mal me iba a regalar a los militares. Allí empezó mi temor.
El miedo creció cuando leí las atrocidades de los militares en diversas regiones latinoamericanas: ratas introducidas en las vaginas de las presas; niños arrancados del vientre de sus madres y subastados en adopción; violaciones tumultuarias; manejo de la picana como deporte nacional; secuestros a diestra y siniestra; asesinato de miles de personas; desapariciones; abusos...
Las atrocidades de los militares parecen, inclusive, parte de lo que los convierte en la imagen de defensores de la patria que este gobierno les ha querido construir. Me imagino a los cuatro hijos de puta que “presuntamente” violaron a Ernestina. Sacados por la noche por sus jefes, todos vestidos de civil, ante el temor de que los habitantes del pueblo los pidieran para hacer justicia. Defendidos por la alta jerarquía de las fuerzas castrenses. Apoyados por una caricatura de presidente que seguramente tiene bien claro cuál es su política en cuestión de Derechos Humanos. Tan claro como lo tiene el propio ombudsman nacional al afirmar, sin supuesto asomo de dudas, que la anciana murió de anemia y una úlcera intestinal. Una úlcera que, inclusive la violó y le golpeó la cabeza. Si el encargado de defender los derechos humanos (y al cual se le paga por esto) se vuelve parte de la maquinaria que desprestigia e intenta sumergir en la ignominia a los hombres y mujeres que se rebelaron ante tal injusticia; ¿en qué puto país estamos viviendo?
La última del Ejército es acusar a los hombres que insisten en que se esclarezcan los hechos de guerrilleros y peligros para la estabilidad social. Es lo que hace temblar al grueso de la burguesía y la clase media sumergida en su ilusión de vida asegurada. Unos locos revolucionarios que vienen a cortarnos el cuello protegidos por la oscuridad. Pedimos protección. Le damos (por omisión o complicidad) poderes amplios al ejército. Nos sentimos a salvo. Al menos hasta que un día nos arrastren a un oscuro sótano en donde las ratas y los demonios chillan por salir de nuestro cuerpo. Si no quieren salir, ya los obligarán. La cobardía de no hablar para defender al otro será nuestra propia máscara de simulada felicidad, o la lápida de nuestra muerte presagiada.
Más allá de la crónica que rodea la historia de Ernestina Ascensión, cabe hacer una reflexión acerca del papel que los ejércitos han tenido en América Latina. El protagonismo que han adquirido en este sexenio parece muchas cosas: el premio por la lucha continua y supuestamente incorruptible contra el narcotráfico; la posibilidad por parte de Felipe Calderón de amarrar a uno de los poderes fácticos más importantes para su causa; el mantenimiento del control en zonas de alta marginación para evitar sorpresas desagradables como la del primero de enero de 2004.
Los soldados siempre me han dado miedo. Cuando era pequeño, convoys militares atravesaban el pueblo en camiones de rediles donde una espesura verde olivo asomaba sus caras requemadas y sus ojos oscuros a través de las rendijas. Mi madre me decía que si me portaba mal me iba a regalar a los militares. Allí empezó mi temor.
El miedo creció cuando leí las atrocidades de los militares en diversas regiones latinoamericanas: ratas introducidas en las vaginas de las presas; niños arrancados del vientre de sus madres y subastados en adopción; violaciones tumultuarias; manejo de la picana como deporte nacional; secuestros a diestra y siniestra; asesinato de miles de personas; desapariciones; abusos...
Las atrocidades de los militares parecen, inclusive, parte de lo que los convierte en la imagen de defensores de la patria que este gobierno les ha querido construir. Me imagino a los cuatro hijos de puta que “presuntamente” violaron a Ernestina. Sacados por la noche por sus jefes, todos vestidos de civil, ante el temor de que los habitantes del pueblo los pidieran para hacer justicia. Defendidos por la alta jerarquía de las fuerzas castrenses. Apoyados por una caricatura de presidente que seguramente tiene bien claro cuál es su política en cuestión de Derechos Humanos. Tan claro como lo tiene el propio ombudsman nacional al afirmar, sin supuesto asomo de dudas, que la anciana murió de anemia y una úlcera intestinal. Una úlcera que, inclusive la violó y le golpeó la cabeza. Si el encargado de defender los derechos humanos (y al cual se le paga por esto) se vuelve parte de la maquinaria que desprestigia e intenta sumergir en la ignominia a los hombres y mujeres que se rebelaron ante tal injusticia; ¿en qué puto país estamos viviendo?
La última del Ejército es acusar a los hombres que insisten en que se esclarezcan los hechos de guerrilleros y peligros para la estabilidad social. Es lo que hace temblar al grueso de la burguesía y la clase media sumergida en su ilusión de vida asegurada. Unos locos revolucionarios que vienen a cortarnos el cuello protegidos por la oscuridad. Pedimos protección. Le damos (por omisión o complicidad) poderes amplios al ejército. Nos sentimos a salvo. Al menos hasta que un día nos arrastren a un oscuro sótano en donde las ratas y los demonios chillan por salir de nuestro cuerpo. Si no quieren salir, ya los obligarán. La cobardía de no hablar para defender al otro será nuestra propia máscara de simulada felicidad, o la lápida de nuestra muerte presagiada.
1 comentario:
Pútrido continente, milicos leyenda negra, casquillo y cráneos pisoteados. ¡Qué nos lleve la mierda, como nos ha seguido llevando! además ahora los fachos se han reforzado, menuda glaciación histórica, ¿no?
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