Siempre he tenido problemas con la cursilería. Se me hace una cosa que no debería de existir en este planeta. La cursilería me ha puesto en tantas situaciones penosas que no guardo más que malos recuerdos. Mi madre fue la primera cursi con la que me topé en la vida. Le encantaban los bordaditos de corazones sobre las servilletas de la mesa, y las carpetitas de hilasa sobre casi cualquier mueble de la casa. Nada se salvaba de sus tejiditos rosas, blancos y azul cielo: la tele, la consola, la alacena, las cabeceras de las camas. Absolutamente todo debía de tener ese toque cursi que yo alucinaba.
Por fortuna, no me tocó convivir con mi hermana porque cuando me salí de la casa ella era demasiado pequeña. Las evidencias de las visitas esporádicas, sin embargo, auguran que la mayor parte de la cursilería materna encontró eficaz depositaria.
Siempre he sido un cínico y eso se contrapone con la cuestión cursi. Es imposible pasar por alto los olanes de los vestidos de quince años; o los encajes exagerados en la ropa interior; o el maquillaje excesivo en un rostro agraciado; o los surcos de pintura que deja todo ese maquillaje corrido a causa de lagrimones de múltiples orígenes; o los besos de piquito de los recién ennoviados; o los arrumacos en lugares públicos y poco aptos para estas manifestaciones como la cola de un banco o los separos de una delegación de policía; o los pañuelos con las iniciales del dueño bordadas; o las películas románticas que terminan en matrimonio; o los besos enviados con la manita; o los besos tronados por teléfono; o, en ese mismo teléfono, las declaraciones apabullantes como “sólo llamé para decirte que te amo” o “no puedo dormir si no escucho antes tu voz”; o las cartitas perfumadas; o ver Titanic con una caja de Kleenex a un lado; o escuchar con devoción discos de Kenny G, Air Suply, Luis Miguel o Pablo Milanés; o cantarle al oído a alguien cosas como “Te amaré” de Miguel Bosé o “La historia entre tus dedos” de Lucio Dalla; o enviar rosas rojas (el cliché) con una tarjetita que diga “Para el amor de mi vida”; o creer que existe “el amor de tu vida”; o tratar de convencer a otros de que existe “el amor de tu vida”; o tener un perro french poodle; y, peor aún, llamarlo Tesoooro; o leer Arráncame la vida de Ángeles Mastretta o Cómo agua para chocolate de Laura Esquivel y creer que son “novelas feministas”; o creer que el feminismo consiste en castrar a todos los hombres; o pensar, como la Susanita de Quino, que los hijitos son lo más importante, aún por encima del valor intrínseco que las mujeres tienen de por sí; o casarse de blanco y por la iglesia; o casarse, simplemente.
Los anteriores son una buena muestra de cosas que no tienen que ver, según yo, con el amor, y sí mucho con la cursilería. La cursilería me ha traumado. La experiencia más recordada es la de las novias que nunca entendieron que me llamaba Edgar o Adrián, y que insistían en llamarme “Pollito”, o “edgarcito” (que entre otras cosas suena a “pendejito”); o la que insistía, en el día de mi cumpleaños, en que todos los miembros de la cocina del Vips Miramontes me entonaran Las Mañanitas mientras yo traía una cruda espantosa y lo único que quería era echarme mis chilaquilitos en paz. En fin.
2 comentarios:
Mmmh, a mí también me zurran las cursilerías... y sin embargo gira.
Chínguese compadre, no hay di otra.
Ah y felicitaciones dobles triples y cuádruples por lo que viene siendo su cumpleaños, que ya está próximo o ya acabó y usté ni mi invitó, mugroso.
También felicito al becario, pero a ese lo respeto, no me vaya a sombrerear.
Kamarade, buenas noticias. Con ánimo de babieca y un poco suicida, se puede ser cursi y cínico. Una vez, a mi universidad (UAQ de querétaro), asistió un chico de porte varonil con un vestido de quinceañera y una varita de hada mágica. A petición del consejo de alumnos, tuvo que desnudarse frente al rector...
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