miércoles, septiembre 13, 2006

Lucha, lucha, lucha, no dejes de luchar...



Decía una frase muy famosa una cuestión que es cien por ciento cierta, era algo más o menos así: “Hay hombres que luchan un día y son muy buenos, hay otros que luchan una semana y son muy buenos, pero hay los que luchan todos los domingos... ¡ésos son los chidos!”. Cuando de repente nos preguntamos qué es lo que nos hace ser mexicanos más allá de la Virgencita de Guadalupe, la Selección Mexicana de Futbol y gozar de las películas de Pedro Infante.
          A todo esto hay que añadirle, sin lugar a duda, la pasión con la que el mexicano promedio incluye la lucha libre dentro de su dieta cultural. No importa la edad, lo mismo da añorar a El Santo en sus películas de antología, que emocionarse frente al televisor con las machincuepas con alto grado de dificultad del Místico (por cierto, nieto de aquél mito). La lucha libre encarna, en sus orígenes, la representación más transparente del mal contra el bien. Era como los Autos Sacramentales (aquellas obras que dramatizaban pedazos de la vida de Jesucristo y que eran representados en los atrios de las iglesias), sólo que en lugar de que lucharan los apóstoles contra la mísmisima encarnación de Satanás, lo que teníamos era al Santo, a Black Shadow o a Canek, haciendo frente a las artes diabólicas del Cavernario Galindo, del Killer o, en algún momento, del mismo Blue Demon.
          En aquellas tempranas épocas, siempre ganaban los técnicos. Es decir, el imaginario social se sentía a gusto y completamente feliz cuando los técnicos (léase los buenazos) le daban su tunda a los rudos (el mal encarnado). Pensemos que es lo que pasa hoy en esta representación. Ha cambiado por completo la posibilidad de predecir el triunfo de los bandos en ese enfrentamiento que sigue siendo coreográfico, teatral y altamente mediatizado. Se ha roto el romanticismo de que los buenos siempre ganan. Ahora los rudos también acarrean simpatías tras de sí, y pueden llevarse en triunfo con la misma facilidad con que se lo puede llevar un técnico.
          Qué nos está queriendo decir esta mudanza de los mecanismos de percepción de un deporte-espectáculo como lo es la lucha libre: ¿que por fin nos hemos dado cuenta que los buenos no siempre ganan? ¿que los malos han comenzado a ser admirados por ser la opción en contra de un mundo cuyos valores (el honor, la esperanza, la honradez, el sacrificio) han dejado de tener sentido? ¿que nos divierte más ser rudos cretinos y con autoestimas elevadísimas y sin argumentos, que un pobre técnico que no vive más que del aplauso de su público?
          Porque la lucha libre sigue teniendo el arraigo popular que siempre ha tenido. Más aún, el gusto por tan exótico pasatiempo se ha colado incluso en los discursos y haberes de buena parte de la clase media y media alta. Lo que antes parecía impensable, probablemente próximamante no lo sea: ver una zona VIP (es decir, para personajes de alto pedorraje) en una arena popular como la México o la Coliseo. O peor aún, que en vez de los shows seudofolclóricos que ofrecen los hoteles de nivel internacional (propiedad por otra parte de extranjeros) ofrezcan en sus menús ejecutivos funciones de lucha libre. Imagínense al cubetero gritando: “Champagne, caviar, bocadillos de salmón”.

No hay comentarios.: