Hay que tener valor para hacer trámites en este mundo.
Sé que la situación no está como para andarse quejando, pero una de las cuestiones que siempre tomo en cuenta para decidirme a hacer tal o cual cosa es la cantidad de trámites que eso implica. Odio los trámites. Odio las filas. Odio las fotocopias por triplicado. Odio las fotos "de estudio" en las que el que sale impreso es un güey completamente distinto al que se retrató. Odio las pinches siglas: el CURP, el RFC, la CLABE... Odio a los dependientes con genio de gorilas mal-desayunados cuya forma de comunicación esencial es el gruñido. Odio a las secres con postura de "me tienes que soportar con toda mi mamonería o paso tu fólder hasta el último turno". Odio a las y los secres discriminadores que creen que el tipo vestido de trajecito y corbata es menos hijo de puta que los que traemos nuestra playerita de Green Day. Odio a los cabrones que se meten a la fila. Odio a los pinches bien-recomendados-por-el-licenciado a los que le vale puritito pene de pollino el hecho de que yo tenga formado dos horas y mi turno aparezca allá por el fin de los tiempos. Odio las maquinitas repartidoras de turnos. Odio a los policías que te clavan la mirada como si lo que llevaras en tu mochilita fuera una bomba para derrumbar el pinche edificio. Odio llenar formas que luego nadie solicita. Odio tener que escuchar las explicaciones que le dan a un baboso frente a mí de cómo llenar una ficha de depósito ¡por cuarta vez!
Crónica de una de mis fobias que ni siquiera llega a ser trámite: acudir a un cajero automático. Los cajeros automáticos se pensaron inicialmente para paliar las inmensas colas que se hacían frente a los atribulados cajeros (personas) que atendían los retiros de los disciplinados ahorradores (y para que el banco corriera a un buen número de éstos, p.e.). Sin embargo, hoy en día las colas en los cajeros automáticos son una de las torturas más eficaces si tú no eres de los que se encuentran hasta enfrente de la fila. Si es un día de quincena, pobre de tí. Me ha tocado ver de todo: gente que lleva hasta cinco tarjetas y saca el sueldo de cinco de sus compañeritos tardándose lo que se tardarían dos babosas en aparearse (no lo sé con exactitud, pero ha de ser un chingo de tiempo); señoras que llevan sus lentes para leer la pantalla y el papelito donde llevan anotado su número confidencial y que deben necesitar tres graduaciones más porque siempre terminan pidiéndole a alguien que las ayude. En fin.
Lo que más me molesta, sin embargo, es lo más injustificable. Un tipo entra a los cubitos que sirven de refugio a estas maravillas electrónicas (porque de que son prácticas, son prácticas) e inserta su tarjeta. Lo que pasa en los siguientes veinte minutos es un misterio indescifrable. El tipo mira atenta la pantalla, presiona botones, menea la cabeza, saca la tarjeta, la vuelve a meter, imprime algo, pulsa más botones, retira algo de efectivo, vuelve a imprimir algo y así hasta que el primer neurótico, que suelo ser yo, grita: ¡Las transacciones a Suiza o las Islas Caimán las tienes que hacer con el ejecutivo, pendejo! Después hago como que no digo nada y a veces, pero sólo a veces, el interfecto se sale del cajero explorando caras de posibles sospechosos. Yo me hago buey, me meto al cajero y tardo los exactamente 31 segundos que la máquina se tarda en entregarte tus billetitos para salir del lugar. ¿Por qué el otro tipo se tardó tanto para retirar cien varos? Misterio.
1 comentario:
Los cubìculos de cajeros en el centro històrico son hogar y benèvolo refugio de varios vagabundos... Por otro lado, es inhumano que las grandes compañìas bancarias sigan contratando contorsionistas nipones para que trabajen dentro de cajeros y màquinas de fotos; Los alimentan a travès de una rendija y los amenazan con regresarlos a los buques atuneros..
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