jueves, enero 21, 2021

Los pequeños infiernos de la noche

 


Familia de medianoche (México, Luke Lorentzen, 2019) es un documental crudo sobre una realidad que, en el contexto actual, ayuda a documentar el desastre que es el sistema de salud no sólo de la Ciudad de México, sino del país entero. La cinta abre con un dato que requiere verificación profunda pero que no resulta sorprendente: la capital del país sólo cuenta con 46 ambulancias administradas por el gobierno para dar servicios de emergencia, traslados y primeros auxilios a 20 millones de habitantes.

         El relato que vemos en pantalla nos muestra a la familia Ochoa, padres e hijos, que aprovechando la escasez de servicios públicos de emergencias, regentean una ambulancia privada que cuenta con los requisitos básicos (o ni eso) para trasladar a víctimas de accidentes, peleas y urgencias médicas.

         No es esta una historia que hurgue en la heroicidad de sus protagonistas o cosa parecida. Sin voz en off, sin alocuciones directas a cámara, sin una trama central que seguir, lo que hacemos es asomarnos a un territorio que el necrocapitalismo ha generado: una situación terrible que, sin embargo, posibilita la sobrevivencia de quienes han encontrado en esta actividad un asidero precario pero que les permite mantenerse a flote.

         Nos asomamos a la intimidad de los Ochoa. Al hacinamiento de todos los miembros de la familia en un pequeño departamento en donde la ausencia de camas y los colchones en el piso dicen mucho de la necesidad económica en la que viven. Discusiones constantes de las parejas constituidas de manera provisional y siempre en conflicto, negativas del miembro más chico (un niño que atestigua el México de la sangre accidental de manera cotidiana) para asistir a la escuela, un joven de 16 años que se vuelve piloto intrépido y con una maravillada vocación por lo que hace.

         En la calle, acudimos a la necesidad de buscar los pagos de los traslados, se adivinan tratos semiclandestinos con clínicas privadas, se atestigua el acoso constante de la policía (ese pulpo corrupto de mil tentáculos que exprimen a todas las clases y a todo lo que de exprimible encuentran), la competencia feroz con otras ambulancias en su misma condición que convierten las calles solitarias de la noche urbana en escenografía de Fast & Furious. Pero vemos también la decepción, el trabajo sin retribución, la atención sin recompensa. Estremecedora la escena de un adicto a solventes que mira aún en el viaje cómo su bebé está a punto de morir de un paro respiratorio, mientras uno de los improvisados paramédicos consigue devolverlo a la vida (pinche gente mierda, dice el hijo mayor de la familia).

         Del otro lado se mira también la complejidad de una ciudad que vive a todas horas y cuyos habitantes se encuentran con la sorpresa, mala sorpresa, en el momento menos imaginado: una chica cuyo novio la golpea en la calle y le fractura la nariz, además de dejarle varias lesiones; otra joven que cae desde un cuarto piso hacia un patio y que no tiene demasiadas esperanzas de vida; una madre que junto a su hijos viajan al hospital después de un accidente automovilístico causado por el marido que es conducido al Ministerio Público; un motociclista con fractura expuesta.

         No es una cinta amable. Es descarnada. Compleja. Busca la mirada empática y crítica del espectador. Impresionante y desoladora. Al terminar de verla lo único que se puede desear es que la sorpresa, la mala sorpresa, nunca se aventure a intervenir nuestra vida.

 

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