viernes, diciembre 14, 2012

Caleidoscopio sonoro extasiado



El otro día escuché a un tipo decir que si viviera alejado de esta ciudad una de las cosas que más extrañaría son sus sonidos. Después hizo una apología de la manera en cómo la ciudad es un caleidoscopio, así dijo “caleidoscopio”, de texturas sonoras. Que si el personaje principal de Historia de Lisboa de Wim Wenders (un tipo que se encarga de recolectar sonidos a lo largo y ancho de la capital portuguesa) viviera en la ciudad de México quedaría extasiado (sí, también dijo eso). Yo le di un sorbo a mi vino de cortesía, lo mire con cara de estar de acuerdo y sonreí falsamente. Él puso cara de haber realizado una obra filantrópica que no pedía reconocimiento y siguió en el intento de ligar con una mujer que traía el arcoiris en su cabeza (no es metáfora, la señorita en cuestión tenía al menos cuatro distintos colores de cabello). Yo pensé que el tipo era un caleidoscopio de estupidez y que, la verdad, ya me había “extasiado” lo suficiente. Imaginé que decía “Hasta nunca, mamón”, pero en realidad agradecí la compañía y salí por las puertas de la galería que ofrecía una exposición de cédulas re-interesantes acompañados de unos cuadros incomprensibles (o al revés, la verdad nunca pude develar ese misterio). Al llegar a casa dejé caer mi humanidad sobre la cama y decidí olvidar los profundísimos conceptos que el Señor Caleidoscopio Extasiado había expresado, pero la realidad no lo permitió.
       La realidad, o una parte inclemente de ésta, se proyecta en 4D sin necesidad de equipos costosísimos a través de un fenómeno químico-biológico que se llama cruda (guayabo, para los colombianos; ratón, para los venezolanos; resaca, para los mamones). En la cruda, la realidad se magnifica. Uno se vuelve un Peter Parker en potencia. Podemos oír, inclusive, cómo nos crecen los cabellos y las uñas. En ese estado de alerta total los colores se vuelven más brillantes, los aromas más intensos, los sabores más potentes. Y los sonidos más escandalosos.
        Si hay algo que se magnifica con la cruda son los sonidos. Trataba de servirme un café con las manos temblándome como si fuera maraquero de trío (el tacto también se afina con la cruda) cuando recordé las ideas del teórico de los sonidos citadinos. Justo cuando esto ocurría llegó el novio de la vecina para disfrutar con ella de su sábado-distrito-federal. La manera en que hizo notar su presencia, no sólo a su novia sino a la colonia entera, fue tocar su potentísimo cláxon. No fue una vez. Cada que sonaba la maldita chicharra, yo me imaginaba dentro de la campana de Dolores en medio de un zócalo atestado de patriotas-viva-México en ceremonia del grito de independencia mientras los cohetes explotaban escandalosos en el cielo. El malparido tocó la bocina cada medio minuto hasta que, un cuarto de hora después, la amada amante bajó con una sonrisa de perdóname-gordo.
       En el desayuno de control de daños, mientras intentaba recuperar cierto control de mis habilidades corporales básicas, vino la segunda situación. Sin mediar advertencia, a lo lejos comenzó a oírse un sonsonete que se acercó hasta posarse a media cuadra de mi ventana. Era como el anuncio del Apocalipsis en bocina semidescompuesta. “Estufas, refrigeradores, fierro viejo, ropa usada que vendan”. El mantra se repetía de manera periódica mientras en el fondo sonaba la música con la que el payaso Peyotín hacia su entrada triunfal en el circo. “Estufas, refrigeradores…”. Deseé tener uno a la mano para arrojarlo por la ventana y que silenciara al camión de redilas que sin más había decidido hacer base donde yo lo escuchara. Cerré la ventana, me puse una almohada encima de la cabeza, ensayé los ejercicios de respiración de las clases de yoga. Todo inútil. Decidí levantarme y alejarme de ahí. Salí a la calle y me dirigí a una placita donde hay una cafetería que, según yo, era la mar de relajante.
       Llegué, pedí un latte y me instalé con un libro al que le traía ganas desde días atrás. Justo cuando pasaba la hoja comenzó a oírse algo que semejaba el momento justo en el que a un microbús le truena la caja de velocidades y comienza a desarmarse. Probablemente por eso les dirán cilindros. El sonido era patético y desesperante. Entonces se acercó un tipo que traía una gorra en la mano y que me espetó: “¿Coopera para la música?”. Me rendí. Le di las últimas monedas que traía en los bolsillos y decidí regresar a mi casa.
       Dos cuadras antes de llegar me recibió un sonido nocturno que la mayoría reconoce porque tiene el mayor rating sin tener que pagar payola: "Ricos y deliciosos tamales oaxaqueños, pida sus ricos…". Ese día me cené una guajolota de mole.
       Semanas después me volví a topar al Sr. Caleidoscopio. Ahora intentaba ligar a una subcomandantita (botas mineras, playera estampada con estrellita roja en el medio, pulseritas de chaquira huichola) con el mismo discurso del "extasiamiento" sonoro de la ciudad. Es probable que nunca sepa el porqué se llevó esa trompada.

1 comentario:

Jo dijo...

esta ciudad es ingrata pero también maravillosa... te acoje, te da la bienvenida aunque sea en un clima invernal..

yo lo ùnico que opino es que a ciertas personas no deberìan facilitarle un clàxon en sus autos...

:(