El otro día escuché a un tipo decir
que si viviera alejado de esta ciudad una de las cosas que más
extrañaría son sus sonidos. Después hizo una apología de la
manera en cómo la ciudad es un caleidoscopio, así dijo
“caleidoscopio”, de texturas sonoras. Que si el personaje
principal de Historia de Lisboa de Wim Wenders (un tipo que se
encarga de recolectar sonidos a lo largo y ancho de la capital
portuguesa) viviera en la ciudad de México quedaría extasiado
(sí, también dijo eso). Yo le di un sorbo a mi vino de cortesía,
lo mire con cara de estar de acuerdo y sonreí falsamente. Él puso
cara de haber realizado una obra filantrópica que no pedía
reconocimiento y siguió en el intento de ligar con una mujer que
traía el arcoiris en su cabeza (no es metáfora, la señorita en
cuestión tenía al menos cuatro distintos colores de cabello). Yo
pensé que el tipo era un caleidoscopio de estupidez y que, la
verdad, ya me había “extasiado” lo suficiente. Imaginé que
decía “Hasta nunca, mamón”, pero en realidad agradecí la
compañía y salí por las puertas de la galería que ofrecía una
exposición de cédulas re-interesantes acompañados de unos cuadros
incomprensibles (o al revés, la verdad nunca pude develar ese
misterio). Al llegar a casa dejé caer mi humanidad sobre la cama y
decidí olvidar los profundísimos conceptos que el Señor
Caleidoscopio Extasiado había expresado, pero la realidad no lo
permitió.
La realidad, o una parte inclemente de
ésta, se proyecta en 4D sin necesidad de equipos costosísimos a
través de un fenómeno químico-biológico que se llama cruda
(guayabo, para los colombianos; ratón, para los
venezolanos; resaca, para los mamones). En la cruda, la
realidad se magnifica. Uno se vuelve un Peter Parker en potencia.
Podemos oír, inclusive, cómo nos crecen los cabellos y las uñas.
En ese estado de alerta total los colores se vuelven más brillantes,
los aromas más intensos, los sabores más potentes. Y los sonidos
más escandalosos.
Si hay algo que se magnifica con la
cruda son los sonidos. Trataba de servirme un café con las manos
temblándome como si fuera maraquero de trío (el tacto también se
afina con la cruda) cuando recordé las ideas del teórico de los
sonidos citadinos. Justo cuando esto ocurría llegó el novio de la
vecina para disfrutar con ella de su sábado-distrito-federal. La
manera en que hizo notar su presencia, no sólo a su novia sino a la
colonia entera, fue tocar su potentísimo cláxon. No fue una vez.
Cada que sonaba la maldita chicharra, yo me imaginaba dentro de la
campana de Dolores en medio de un zócalo atestado de
patriotas-viva-México en ceremonia del grito de independencia
mientras los cohetes explotaban escandalosos en el cielo. El
malparido tocó la bocina cada medio minuto hasta que, un cuarto de
hora después, la amada amante bajó con una sonrisa de
perdóname-gordo.
En el desayuno de control de daños,
mientras intentaba recuperar cierto control de mis habilidades
corporales básicas, vino la segunda situación. Sin mediar
advertencia, a lo lejos comenzó a oírse un sonsonete que se acercó
hasta posarse a media cuadra de mi ventana. Era como el anuncio del
Apocalipsis en bocina semidescompuesta. “Estufas, refrigeradores,
fierro viejo, ropa usada que vendan”. El mantra se repetía de
manera periódica mientras en el fondo sonaba la música con la que
el payaso Peyotín hacia su entrada triunfal en el circo. “Estufas,
refrigeradores…”. Deseé tener uno a la mano para arrojarlo por
la ventana y que silenciara al camión de redilas que sin más había
decidido hacer base donde yo lo escuchara. Cerré la ventana, me puse
una almohada encima de la cabeza, ensayé los ejercicios de
respiración de las clases de yoga. Todo inútil. Decidí levantarme
y alejarme de ahí. Salí a la calle y me dirigí a una placita donde
hay una cafetería que, según yo, era la mar de relajante.
Llegué, pedí un latte y me
instalé con un libro al que le traía ganas desde días atrás.
Justo cuando pasaba la hoja comenzó a oírse algo que semejaba el
momento justo en el que a un microbús le truena la caja de
velocidades y comienza a desarmarse. Probablemente por eso les dirán
cilindros. El sonido era patético y desesperante. Entonces se acercó
un tipo que traía una gorra en la mano y que me espetó: “¿Coopera
para la música?”. Me rendí. Le di las últimas monedas que traía
en los bolsillos y decidí regresar a mi casa.
Dos cuadras antes de llegar me recibió
un sonido nocturno que la mayoría reconoce porque tiene el mayor
rating sin tener que pagar payola: "Ricos y deliciosos
tamales oaxaqueños, pida sus ricos…". Ese día me cené una
guajolota de mole.
Semanas después me volví a topar al
Sr. Caleidoscopio. Ahora intentaba ligar a una subcomandantita (botas
mineras, playera estampada con estrellita roja en el medio,
pulseritas de chaquira huichola) con el mismo discurso del
"extasiamiento" sonoro de la ciudad. Es probable que nunca
sepa el porqué se llevó esa trompada.
1 comentario:
esta ciudad es ingrata pero también maravillosa... te acoje, te da la bienvenida aunque sea en un clima invernal..
yo lo ùnico que opino es que a ciertas personas no deberìan facilitarle un clàxon en sus autos...
:(
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