Camino por el Eje Central y tengo un dèja vû. Los autos avanzan impulsados por neurosis y mentadas de
madre. Normal. La sensación no me abandona. Están los pregoneros del
lleve-lleve y los dealers del qué
programa necesitas. También normal. Sobre mi cabeza el letrero vertical del
cine Teresa y justo abajo otro que anuncia Centro Cel Teresa. Eso es nuevo.
Descubro que, bajo lo que era el
portal de la taquilla, en lugar de posters de mujeres desnudas en actitud
lúbrica, hay el figurín de cartón de una güera falsa que anuncia su mayor
felicidad: un teléfono que reproduce mp3 en sus audífonos rositas.
Nada de púberes que babean ante los anuncios
con escenas de sexo. Nada de la taquillera obesa que engulle su torta de
longaniza aderezada con esteroides radiactivos mientras hojea su revista de
notas del espectáculo. Nada de cortinas de terciopelo gris (o negro avejentado)
que daba pudor tocar.
El cine Teresa
fue, desde 1994 y como secuela de la aparición de las videocaseteras que
redujeron el público de las salas, uno de los templos del cine porno. Esa fama tenía
cuando, en los noventas, ingresé ahí para escribir una crónica para la materia de
géneros periodísticos. Las otras opciones eran el Tianguis del Chopo (un
cliché) o un partido de la Selección Nacional (una hueva). Además, acababa de
leer a Charles Bukowski (un escritor que, yo creía, siempre estaba borracho y
que tenía fotos con prostitutas que enseñaban las tetas y los pelos del
sobaco). Pensé que era tiempo de meterse a los bajos fondos de la ciudad. También
me da ternura recordarlo.
Me planté un
sábado en la taquilla y, con mi mejor cara de póker, pedí un boleto. La cometortas
ni volteó a ver. Crucé el umbral de terciopelo y me interné en la oscuridad. La
sala estaba semivacía. Tres corredores conducían al espectador entre las butacas
a fin de que éste eligiera el mejor lugar. En el piso había una hilera de
foquitos que tuvo tiempos mejores; permanecían encendidos sólo unos pocos y
parpadeaban a punto de morir.
Tardé en
habituarme a la poca luz. Busqué un lugar donde pudiera tener una visión amplia
para documentar lo que ahí ocurría. En la pantalla se proyectaba una versión
libérrima de las desventuras de Justine,
la obra del Marqués de Sade. Cuando entré, un sacerdote con un pene de veinte
metros intentaba convencer a la protagonista de la conveniencia de renunciar a la
virtud. Ella, por los gemidos emitidos, tomaba en cuenta la recomendación.
Me senté hacia
la mitad de una de las hileras en medio de la sala. Varios hombres solos; esparcidos
por toda la sala con la inmovilidad y atención que cualquier director desearía
para sus películas. Más allá una chica flaca y de abundante cabellera sentada
en la tercera fila; a ratos pegaba brinquitos en su butaca, como si tuviera
hipo. Había también una pareja dos filas detrás: un tipo casi calvo, obeso, vestido
de traje; lo acompañaba una mujer generosa de carnes que comía de un bote de
palomitas.
En uno de los
rincones del cine estaba la mayor parte de la acción. Ya me habían comentado
que ese cine era el preferido de cierto sector de homosexuales que acudían ahí a
ligar y pasar un buen rato. Y lo pude corroborar.
En los intervalos, cuando la luz de la cinta proyectada
iluminaba a medias esa zona de la sala, pude ver a una pareja que cogía pegada
a la pared. Se veían cuerpos arrodillados frente a otros que movían la cabeza
como si oyeran música electrónica. Era una fiesta. El barullo cesaba cuando la
linterna del acomodador-vigilante verificaba que eso que estaba en curso no
ocurriera. Paseaba la luz de la linterna por la zona sin detenerse demasiado y
luego la apagaba. Los otros cumplían su parte al bajar el volumen de la
gozadera; el acomodador concluía que todo estaba en orden. Con el ruido de la
cortina de terciopelo que anunciaba el retiro del vigilante, volvía a
escucharse el ruido.
A punto de
retirarme, un hombre con cuerpo de rinoceronte bípedo se sentó en la butaca
próxima a la mía. Me congelé. Al mismo tiempo, otra sombra de dimensiones
similares se sentó en el otro extremo de la fila. Me había cortado la retirada.
Hice como si nada ocurriera y pretendí ver la película. Entonces sentí una mano
en mi pierna. Me levanté como impulsado por un resorte. Al pasar frente al tipo
que cerraba la fila tuve un dilema: dar el frente u ofrecer las nalgas. Me
dispuse a salir del lugar. Al pasar a un lado del calvo y su pareja, me percaté
que él le había sacado una chichi a ella y la frotaba de manera lúbrica. Ella
seguía comiendo palomitas. Salí, la luz del sol lastimó mis pupilas.
Retorno al
presente. Un diablero me atropella con su vehículo lleno de playeras de equipos
de futbol del Primer Mundo, confeccionadas con materiales del Tercero. Miro hacia
el interior de la plaza. Fundas y promociones insuperables ocupan el espacio de
mis recuerdos. Continúo mi camino. En la esquina, un negocio ofrece bolsas de
palomitas humeantes que salen de una máquina antigua. Sonrío.
1 comentario:
Simplemente: genial. Eres la "puritita Ostia". Ya pues, firma un libro y mándamelo a Huatulco, ¿no? Un abrazo, Édgar.
Publicar un comentario