jueves, septiembre 09, 2010

Las praderas trepidaron con metales y galopes


Una de las cosas más difíciles del mundo es un día, cualquiera, plantearnos preguntas profundas que tengan que ver con nuestra identidad como personas. ¿Quiénes somos? ¿Por qué somos así? ¿Cuál es la razón para comportarnos de determinada manera? ¿Por qué hay cosas que nos gustan y otras que no? ¿Cómo elegimos esas cosas?
         Somos lo que otros y nosotros mismos hemos construido. No es fácil llegar a conclusiones definitivas sobre las razones por las que un día hicimos tal cosa, y otro dejamos de hacer cualquier otra. Esto en el plano de lo individual. En lo colectivo, la cuestión se vuelve más complicada.
         Si pensamos que nuestra historia, como realidad cultural, tiene un poco más de cinco siglos, hablar de doscientos años es plantear casi la mitad de nuestra vida como expresión histórica. Y desde acá comienzan las complicaciones: ¿cuándo nacemos como nación? ¿Cuando los conquistadores españoles lograron establecer una sociedad que surgía totalmente distinta de sus antecesores indígenas y europeos? ¿O cuando ese dominio cultural fue sacudido violentamente con el movimiento de separación de lo que quedaba del imperio español? ¿Qué papel tienen este evento histórico dentro de la configuración actual de lo que llamamos México?
La historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen. Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, “pocho”, cruza la historia como un cometa de jade, que de vez en cuando relampaguea. En su excéntrica carrera ¿qué persigue? Va tras su catástrofe: quiere volver a ser sol, volver al centro de la vida de donde un día -¿en la Conquista o la Independencia?- fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura coincidencia de que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación.
Octavio Paz,
El laberinto de la soledad
Es claro que, a pesar de los entusiasmos esencialistas de muchos, resulta disparatado ubicar nuestra identidad con respecto de los grupos indígenas que habitaron originalmente el territorio que ocupa actualmente nuestro país. La enorme cantidad de etnias y pueblos, originales en sí mismos y, en determinados momentos, sometidos unos a otros, no representan un referente que podamos tomar como equivalente de nuestra definición como mexicanos. Los grupos indígenas en México representan una memoria viva de lo que los procesos históricos han sacudido en la configuración de nuestra identidad pero, al mismo tiempo, una imagen vívida de realidades nacionales que han logrado conservar muchas de sus raíces y resistir con éxito las amenazas que pretendieron, en determinados momentos, destruir (“asimilar” se dice eufemísticamente) sus manifestaciones identitarias.
         Así pues, el debate se centra entre la Conquista/Colonia (procesos consecuentes pero con características distintivas cada uno) y la Independencia como relatos que puedan darnos respuestas acerca de lo que somos. Culturalmente surgimos con la primera, pero como nación, se afirma, nacimos con la segunda. A partir de la independencia fuimos “otra cosa”. Un grupo humano que requería de manera urgente la construcción de un marco de referentes y significados que pudiera denominarse con un nombre distinto, “mexicanos”, y que dejaran la denominación de “americanos” que, genéricamente, era utilizado para definir al conquistado más allá de las tierras europeas del reino español.
Para conocer y comprender la marcha de la humanidad o de un pueblo no son los detalles los que deben presentarse, sino el movimiento, las tendencias, los choques de las grandes agrupaciones, que de no ser así tratados escaparían a la inteligencia.
Vicente Riva Palacio
Y la tarea comenzó de manera titubeante. Sin un proyecto claro. O, visto de otra manera, como una contraposición de proyectos que no pudieron conciliarse de manera positiva. Al sabernos separados de España, de la Madre Patria como afirma alguna parte del discurso histórico, esta nueva Patria que nacía se reconoció inmersa en una soledad vertiginosa que ocasionó algo más que mareos a los protagonistas contemporáneos del proceso que pretendía inventarse un país. Y fue una constante improvisación a fin de hallar la mejor manera de pensarse como producto exitoso. Y la falta de consenso y de acuerdos inviste no sólo a los protagonistas de las pugnas ideológicas del momento, sino también a los intérpretes posteriores de las gestas que dieron a luz a lo que posteriormente se llamaría México.
Pero mi patria, ¿es acaso el barrio en el que vivo, la casa en que me alojo, la habitación en que me duermo? ¿No tenemos más bandera que la sombra del campanario? Yo conservo fervorosamente el culto del país en el que he nacido, pero mi patria superior es el conjunto de ideas, de recuerdos, de costumbres, de orientaciones y de esperanzas que los hombres del mismo origen, nacidos de la misma revolución articulan en el mismo continente, con ayuda de la misma lengua.
Manuel Ugarte,
La Patria Grande
Los historiadores no hallan acuerdo, por ejemplo, en el nombre correcto para designar el proceso de separación de la metrópoli española: unos lo denominan “guerra de independencia”, otros “lucha independentista”, unos más “revolución de independencia”. Todos muestran sus argumentos para justificar el nombre. Y todos tienen parte de razón. Algunos desdeñan cuestiones que para otros son importantísimas. Otros aluden a las virtudes de los hombres que participaron en el proceso, otros acentúan sus defectos. El equilibrio es algo difícil de lograr, la objetividad una utopía en la interpretación de un hecho que tiene infinidad de aristas.
Nuestra tierra, ancha tierra, soledades,
se pobló de rumores, brazos, bocas.
Una callada sílaba iba ardiendo,
congregando la rosa clandestina,
hasta que las praderas trepidaron
cubiertas de metales y galopes.
Fue dura la verdad como un arado.

Pablo Neruda,
Canto general
En estas reflexiones, intentaremos ordenar los hechos que se relacionan con el proceso de Independencia de México a partir de ubicar los diversos momentos que, como bloques que pueden ser caracterizados de manera particular, conforman la evolución conflictiva de algo que duró más de una década. Porque el imaginario popular remite a un hecho histórico, la Independencia, como “lo que ocurrió el 16 de septiembre de 1810”. Como si las consecuencias del proceso se hubieran desarrollado y hubieran concluido en un solo día. Algo debe de quedarnos claro: el Bicentenario conmemora el inicio del proceso de independencia, no su realización total. Intentaremos describir, en las líneas que siguen, las causas y consecuencias de los hechos puestos a andar esa madrugada de hace dos siglos.

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