martes, agosto 04, 2009

Diario


Domingo en la tarde:
Ha dicho claramente que no me quiere. Que pasa de mí. Que le caigo gordo. Que tengo la gracia de una gallina mientras pone un huevo. Que, por favor, la deje ya de molestar. Ha dicho también que soy pobre, feo y necio como una mula. Esto último que ha dicho no sé si sea un cumplido. Igual y no tiene gran habilidad para relacionarse con las personas. Igual y valora la perseverancia. En fin. La cosa se pudo poner pesada, pero los señores patrulleros se comportaron de maravilla, me llevaron hasta la puerta de mi casa y me pidieron, amablemente, que dejara de molestar a la señorita. Yo les dije que lo intentaría con todas mis fuerzas. Y no miento.

Domingo en la noche:
Las fuerzas me alcanzaron treinta minutos. Cuando los policías dieron la vuelta en la esquina llamé a un taxi. Y me encaminé nuevamente a su casa. Le pedí al taxista, un señor muy amable que me animó y me dijo que el verdadero amor sólo se da una vez en la vida, que me dejara dos cuadras adelante de su casa. Se negó a cobrarme un quinto. Creo que lloraba, puso un CD de Juan Gabriel y se alejó aullándole a la luna en su vocho verde bandera. Yo me deslicé por la noche hasta la puerta de mi amada. Cuando iba a tocar el timbre, una luz cegadora salió del lado opuesto de la calle, comenzaron a alternarse los destellos rojos y azules. Los mismos patrulleros. Esta vez no fueron tan amables, me dieron gentiles macanazos que por fortuna no tocaron mi cabeza. Después me subieron a la patrulla y, creo que a propósito, me golpearon la cabeza con el techo del auto al meterme por la puerta trasera. Después encendieron la sirena y lentamente comenzaron a alejarse de la casa de mi tormento, mi vida, mi todo. La vi asomada en la ventana de lo que, supongo, es su recámara. Nuestro futuro tálamo de amor. Es seguro que sufría al verme en esa situación.

Lunes en la madrugada:
Me trajeron al Ministerio Público. Los patrulleros alegaron con el encargado que me habían sorprendio acosando la casa de una señorita que pidió el auxilio de las fuerzas del orden. El Licenciado (así se llama, así lo llaman) me preguntó si eso era cierto, mirándome fijo. Con la mano en el corazón, le tuve que confirmar que los señores policías no mentían. Pero que estaba dispuesto a enfrentar las consecuencias de mis actos. El Lic. (así le llaman sus cuates) lanzó un suspiro y después le ordenó a otro policía que me encerrara. Me tocó una celda solitaria, llena de malos olores y graffitis en las paredes. Muchas obscenidades y albures. Los reconozco no porque esté habituado a ellos, sino porque, en esta vida, es necesario saber un poco de todo. Me han dado una cobija apestosa. Creo que alguien vomitó en ella. El lado que me echo encima del cuerpo está como rasposo. Quiero ir al baño, pero lo más parecido a eso es un retrete de porcelana que no tiene caja de agua. Me asomo al interior, hay caca pegada en toda la taza. Desisto. Me acurruco encima de la plancha de concreto que hace las veces de cama e intento dormir. Ella viene a mi encuentro. Me da un beso en la frente, me canta "El Rey" para que duerma y después se va y apaga las luces. No tardo en dormirme. Mañana la buscaré de nuevo.

Lunes 11 am
Diógenes vino a verme. Consiguió que mi madre le diera unos billetes para sacarme de la cárcel.
          -- Mira a lo que has llegado-- me dice--. Después de ser un ejemplo para todos, esa mujer te ha convertido en una piltrafa. Después de representar la esperanza del progreso, el conocimiento y la erudición, observa dónde has venido a dar.
          Yo lo escucho en silencio. Sé que es un buen amigo, que haría lo que fuera por mí. Ahora necesito llegar hasta ella. Encontrarla en su trabajo. Verla antes de que su recuerdo se me desdibuje y caiga nuevamente en la locura. Apresuro el paso. Diógenes me sigue sacudiendo la cabeza.
          -- Te traje tus cosas.
          Tomo la mochila en la que es probable que no haya más que unos cuantos libros y un suéter.
          -- Esto no es normal-- dice mi amigo y después comienza a mascar un chicle. Hace una bomba amarilla gigantesca que se le revienta en el rostro. Me mira y comienza a reir, divertido.
          Yo sigo caminando, me siento ligero, pleno, enamorado. Hoy la veré. Y eso le da sentido a mi existencia.

Lunes 7 pm
Mi madre se ha extendido más de lo acostumbrado. Mi padre ni siquiera se ha atrevido a opinar nada.
          -- Habrase visto semejante cosa.
          Así es mi madre, no necesita argumentos para convencer de algo. Le basta llenarse de las frases que aprendió de memoria de su madre y de su abuela.
          -- En qué cabeza cabe, deveras.
          Siguen los reproches, los "a mí esa mujer no me gusta nadita", los "qué te pasó, mijito, si tú no eras así". La miro sin escucharla. Hoy me echaron del trabajo de ella. No les importó que tuviera derecho a estar ahí. Que mi amor me otorgaba todas las prerrogativas para esperarla a la salida e intentar acompañarla a su casa. Estoy seguro de que si me deja explicarle lo que siento por ella, reconsidere las actitudes que ha tomado conmigo.
          Hoy llamaron nuevamente a la policía. No me gustó la noche que pasé en la apestosa celda, por lo que logro escabullirme antes de que los oficiales crucen la puerta del trabajo de mi amada y me lleven otra vez.
          Mi madre sigue hablando. Lo que me dice lo sé de memoria. Es lo mismo que ha repetido los últimos veinte días. La misma cantaleta. Finalmente, concluye:
          -- Ave María Purísima.

Viernes
Me he quedado sin nada que hacer. Me han corrido de todos lados. A veces pienso que incluso mis padres se sentirían aliviados si un día, de repente, desapareciera de su vista. Que en un parpadeo, en una sílaba, me perdiera definitivamente de la faz de la Tierra. Hoy miro televisión, leo un libro. Mi madre me ha comprado muchos. Los estantes del librero están rebosantes de las novedades más recientes del mercado. Leo por agradecerle de manera sorda lo que intenta hacer conmigo. Distraerme. Pero eso no es suficiente. Finjo que leo, pero no me puedo concentrar. De hecho, creo que ya terminé un tratado de Kirkegaard y al final no supe ni de qué se trataba. Leí de corrido El amor y Occidente, de Lautreamont, pero no hubo una sola palabra en todo el texto que me permitiera comprender cómo podría renunciar a lo que siento por ella. Me siento como en el Romanticismo. Como si estuviera destinado a sufrir miles de desventuras antes de poder encontrar, finalmente, la felicidad.
          Mi padre ha insinuado en la comida que me debería consultar con un psiquiatra. No se les ocurre nada más original que la locura para explicar algo que no debería ser calificado de anormal o raro. Finalmente, el amor no escoge su naturaleza. Romeo y Julieta, según la versión de Shakespeare, no necesitaron más que quince años para amarse con una pasión envidiable. Me recuerdan a Carlitos en Las batallas en el desierto de Pacheco. Y a él hasta canción le hicieron los ésos músicos de Satélite.
          Yo no sé porqué tanto escándalo.

Martes en la noche
La esperé afuera de su casa. Ya no había patrulleros. Hoy llegó más tarde que de costumbre. Justo cuando metía la llave para abrir la puerta de su casa, la sorprendí por la espalda y puse el pañuelo empapado. Ella se resistió durante un instante, pero mis fuerzas fueron suficientes para dominarla. Lo complicado fue poder cargar con ella hasta la bodega. Si mi padre se entera, seguro que no le gustará nadita. La he amarrado a la silla por pura precaución. Necesito que escuche lo que tengo que decirle. Que no puedo vivir más sin ella. Que me dé una oportunidad. Que nada le cuesta. Hoy dormiré aquí.

Miércoles por la mañana
Diógenes me trajo una maleta con ropa. Ella todavía no despierta. El Dio la ve amarrada a la silla. Sacude la cabeza. Le quita unos mechones de cabello del rostro. Ella no reacciona. Mi amigo sigue mascando su chicle. Abro la maleta, creo que no necesitamos nada más. El Diógenes se amarra el suéter a la cintura. El pantalón de cuadritos está planchado impecablemente. De toda la secundaria, creo que él es el único que va tan arreglado a tomar clases. Hoy no tiene a qué ir. Nuestra maestra está aquí. Y pronto no lo será más. Le propondré que escapemos hacia algún sitio. Donde nadie nos conozca. Y ahí podremos empezar algo. Lo que nuestro amor nos aconseje hacer. El Dio se va. Me mira otra vez y vuelve a sacudir la cabeza. Yo me quito el uniforme y me pongo la ropa que estaba adentro de la mochila. La volteo a ver. El sol le ilumina el rostro. Pero ella no reacciona.

2 comentarios:

Ombligo-Mandinga, de José Velasco dijo...

Fantástico por el lìnk de Villoro. Muchas Gracias.

Jo dijo...

alguien pasa de mi... y lo llevopensando casi toda la semana