lunes, octubre 20, 2008

Recordar no es volver a vivir, es vivir


Conocí a Gabriel Vázquez, el escritor Gabriel Vázquez, en el momento justo en que su visión de la vida dio el giro que lo hizo convencerse de ser lo que comienza a ser: una voz fuerte dentro de un territorio inhóspito llamado “nueva narrativa mexicana”. Como si la novedad sólo estuviera marcada por la edad o la novatez dentro de un medio que muchas veces no puede ser calificado más que de caníbal. Somos tremendamente críticos de nuestros contemporáneos escritores. Sobre todo con los que ya publicaron. Que es como decir: los que publicaron antes que yo. La envidia corroe a más de uno y, tal vez inconscientemente, se preguntan por qué a ése ya le publicaron. Ni que escribiera tan bien. Los argumentos para explicar la ausencia de publicación se manifiestan por el lado de los favores recibidos por el publicante, las “palancas” en las editoriales, incluso, la posibilidad maliciosa de los favores sexuales. Y ahí va el escritor no publicado con su consciencia tranquila y tan ufano como siempre. Convencido de que ser talentoso no es lo importante. O de que, precisamente por ser talentoso, nadie lo publica.

La mayoría de los enemigos que un novel escritor se gana en el ejercicio de su vocación, la mayoría de las veces son gratuitos (algunos ni se conocen entre sí) y también otra gran mayoría determina que no es necesario leer el libro del escritor publicado para poder llegar a la conclusión de que tal documento no tiene mérito. Para qué leerlo si con verle la cara, o escuchar lo que otros tienen que decir sobre él, ya es argumento (¡argumento!, ¡háganme el reginchado favor!) para comenzar a defenestrarlo. Y los críticos que no leen comienzan una concienzuda tarea de destrozar los textos que no han leído, y de los que sólo tienen referencias de oídas (que es decir: después de oír a otros críticos espontáneos que, de seguro, tampoco leyeron el libro).

En fin, todo esto para decirles una cosa muy simple: antes de juzgar u opinar acerca del libro de Gabriel Vázquez convendría darle una lectura. Lectura atenta si se buscan elementos para cuestionarlo. Lectura gozosa si lo que se busca es pasar el rato leyendo una serie de historias unidas por un referente geográfico que inscribe al autor en la categoría de observador extranjero de una realidad observada: Cancún. Y lo hace tan bien, que al lector se le olvida que Gabriel es un observador extranjero, se siente dentro de los límites que con singular habilidad logra configurar. El Recuerdo de Cancún se dibuja de tal forma diverso que funciona como un fresco narrativo; que de fresco tiene el lenguaje y, también, la sensación de estar en la playa de arena blanca con una piña colada. Claro, eso mientras los cuentos no son acerca del huracán Wilma o de las caminatas interminables en medio de la selva antes de llegar a la “civilización”.

Decía que conocí a Gabriel en esa etapa en que ya había decidido, contra todo o a pesar de todo, ser escritor. Eran los últimos días de enero de 2007. Días fríos en San Luis Potosí. La tierra del tutor que el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes nos había asignado: David Ojeda. Total que durante el año que duró nuestro contacto y el conocimiento de ese grupo de escritores dedicados a escribir “cuentitos”, se llevaron a cabo cambios radicales en la percepción que teníamos, tanto de nuestro ejercicio artístico como del de nuestros compañeros.

He dicho ya en otro lado que la personalidad que creció más durante ese periodo fue Gabriel. Y no lo dije como mera fórmula retórica. Sus cuentos fueron tomando consistencia y configurando una poética que rozaba la autobiografía, el ejercicio periodístico, la conciencia política, el desagrado ante el deterioro ecológico, la postura de rechazo frente a los excesos del poder y un sentido del humor acidito y picosón. Sus primeros textos eran parecidos a las temáticas que planteaba: ciclónicas, huracánidas, devastadoras. Hasta para el lector. El texto era lluvia (coma) saqueo (coma) desastre (coma) ineptitud política (coma) soledad (coma) vacío exiestencial (coma), y comas y más comas. No había un puntito en el cual detenerse para tomar un respiro, parecía realmente que las aguas del Caribe se estrellaban contra los ojos atónitos del lector y no le daban segundo de reposo. Terminé de leer ese texto como quien llega al albergue y lo reciben con una botella de agua y un plato de sopa. Una sensación encontrada entre alivio por encontrarse a resguardo (finalmente uno no puede leer en medio de la lluvia) y una tristeza muy grande por lo que ese texto dibujaba: la orfandad, la miseria, la rabia contenida, la impotencia ante lo que parecía una mala broma de la naturaleza y no era más que el recordatorio de nuestra propia indefensión.

Debo reconocer que una de las cosas que me llamaron la atención de la poética construida por Gabriel en sus escritos fue el marcado tono periodístico que algunos de sus textos tienen. Y no lo digo en sentido negativo, como sí lo dicen muchos críticos acerca de quienes escriben siguiendo tal método de percepción y exposición. Lo digo en términos de un auténtico interés. Me explico.

Hoy, en la llamada posmodernidad (de la cual la presente crisis económica mundial se presenta como su más evidente réquiem), decía, en la llamada posmodernidad escribir se trata de evasión total. Evasión del lector, que siempre ha existido, pero también, y esto es lo paradójico, de la evasión del artista, del escritor. A partir de la búsqueda del denominado cronotopo cero, que es, según sus defensores, la capacidad de un relato para ubicarse en cualquier lugar y en cualquier época, el escritor rehúye la posibilidad de hacer evidente la realidad de referencia a partir de la cual plantea sus historias. Es decir, ocurren allá y siempre, que es decir, en ningún lado. Se trata de desdibujar los referentes. De jugar con el lenguaje. De permitir al lector alejarse de su realidad inmediata, para ubicarse cómodamente en ese sitio que es el Cronotopo Cero. O sea, la nada (y el todo).

El argumento de escoger tal camino viaja desde “la necesidad de experimentar”. “Necesitamos experimentar nuevas formas de expresión, ver mi mundo interno, imaginar cómo sería que mi personaje en lugar de maya, tzotzil o chilango, sea alemán o francés o marciano”. A mí, esa forma de comprender la literatura (que, debo decirlo, algunas veces reditúa en obras ampliamente reconocidas y enormemente atrayentes), a mí no me interesa. Yo veo un poco la escritura como la ve Gabriel, como la posibilidad de expresar algo que ocurre aquí y ahora. O sea, aquí y ahora.

Quienes se atrevan a leer el libro de Gabriel se van a encontrar con un discurso que escapa un poco de las actuales tendencias, pero que tiene poco de tendencia y mucho de actualidad. A partir de ese escenario nada imaginario que es la ciudad de Cancún, logra conjugar una serie de situaciones, cuadros, anécdotas e historias con las que más de uno tiene afinidad o con las que se puede establecer, sin mucho problema, cierta complicidad o identificación.

El lenguaje es llano, directo, nada rebuscado. Como tiene que ser el lenguaje que busca desnudar a una serie de personajes tan variados: taxistas kamikazes, curas corruptos, spring breakers calenturientos, guías nihilistas, albañiles sudorosos, animadores desanimados, pilotos de aviones, guías de turistas, ingenieros acomodados, cantantes de moda, saqueadores de mercado, luchadores con máscara (y sin ella), administradores de hoteles, mucamas, meseros, extranjeros, turistas, pederastas, periodistas, rescatistas, hombres engañados, alcohólicos anónimos, borrachos reconocidos, mudanceros, almas nómadas, cuerpos sin alma, miembros del jet set cancuniqué, cubanos balseros, chiapanecos perdidos, veracruzanos fiesteros, chilangos de a chingo, presidentes municipales, gobernadores, diputados… ah, y una iguana.

Los temas son variados, pero sobresalen la reflexión acerca de la vida cotidiana, los conflictos domésticos, la migración, la pobreza, la riqueza, la distancia entre ambas, la explotación, la soledad, la desesperanza, el abuso de los medios con los espectadores y de los espectadores con los medios, el paraíso en la tierra temporal y en dólares, y mucha, mucha sensibilidad acerca de eso que se denomina: “la naturaleza humana”.

Así pues, ya tengo dos cosas buenas que decir acerca de Gabriel: la primera es que es un melómano con conocimiento de causa; la otra es que ha crecido enormidades como escritor. Un escritor cuyos textos tienen vida, destilan sensibilidad, se desbordan de su capacidad para observar y traducir sus observaciones. Los textos de Gabriel, por lo menos a mí, me dejan un gran sabor de boca y una enseñanza: la de mirar en el entorno con mayor atención; la de tener los sentidos abiertos no para inventar la gran historia, sino solamente para traducirla; la de reconocer en cualquiera la posibilidad del conflicto y la aventura.

Si alguien me dijera que las siguientes palabras, palabras del uruguayo Eduardo Galeano, las dijo Gabriel, yo no pondría reparo en creerlo, diría también que reflejan un mucho de verdad y un tanto de coincidencia con la imagen que tengo de mi amigo, el escritor Gabriel Vázquez. Dicen así:

“Creo en mi oficio; creo en mi instrumento. Nunca pude entender por qué escriben los escritores que mientras tanto declaran, tan campantes, que escribir no tiene sentido en un mundo donde la gente muere de hambre. Tampoco pude nunca entender a los que convierten a la palabra en blanco de furias o en objeto de fetichismo. La palabra es un arma, y puede ser usada para bien o para mal: la culpa del crimen nunca es del cuchillo.

Creo que una función primordial de la literatura latinoamericana actual consiste en rescatar la palabra, usada y abusada con impunidad y frecuencia para impedir o traicionar la comunicación. "Libertad" es, en mi país, el nombre de una cárcel para presos políticos y "Democracia" se llaman varios regímenes de terror; la palabra "amor" define la relación del hombre con su automóvil y por "revolución" se entiende lo que un nuevo detergente puede hacer en su cocina; la "gloria" es algo que produce un jabón suave de determinada marca y la "felicidad" una sensación que da comer salchichas. "País en paz" significa, en muchos lugares de América Latina, "cementerio en orden", y donde dice "hombre sano" habría que leer a veces "hombre impotente".

Escribiendo es posible ofrecer, a pesar de la persecución y la censura, el testimonio de nuestro tiempo y nuestra gente - para ahora y después -. Se puede escribir como diciendo, en cierto modo: "Estamos aquí, aquí estuvimos; somos así, así fuimos".

Lentamente va cobrando fuerza y forma, en América Latina, una literatura que no ayuda a los demás a dormir, sino que les quita el sueño; que no se propone enterrar a nuestros muertos, sino perpetuarlos; que se niega a barrer las cenizas y procura, en cambio, encender el fuego. Esa literatura continúa y enriquece una formidable tradición de palabras peleadoras. Si es mejor, como creemos, la esperanza que la nostalgia, quizás esa literatura naciente pueda llegar a merecer la belleza de las fuerzas sociales que tarde o temprano, por las buenas o por las malas, cambiarán radicalmente el curso de nuestra historia. Y quizás ayude a guardar para los jóvenes que vienen, como quería el poeta, "el verdadero nombre de cada cosa"."

Gabriel Vázquez, Recuerdo de Cancún, México, Tierra Adentro/Conaculta, 2008.

1 comentario:

vagabo dijo...

gracias por todas estas palabras