sábado, junio 07, 2008

Las primeras cenizas


So foul a sky clears not without a storm.
Shakespeare


Hablar del intelectual comprometido políticamente está pasado de moda. Como el marxismo. Como la lucha de clases. Como el imperialismo. Como la estupidez. Como el mundo que habitamos. El mundo es, hoy, el lugar más confortable que existe. Porque parece que ha dejado de existir. Porque el mundo NO es ya más el mundo.
          Arribamos al cronotopo cero, al no lugar, al necesito-un-concepto-que-me-permita-verme-inteligente-sin-que-tenga-que-comprometerme-con-los-demás. Porque al final, la idea de lo político alude a la capacidad y sensibilidad que tenemos para relacionarnos con los que nos rodean. Reconocer al otro como un ente que puede ser afectado por las acciones que realizo. De la misma manera que a mí me afecta lo que el otro hace. Si negamos nuestro ser político, negamos una parte indeleble de lo humano que hay en nosotros.
          Pero no. Resulta que uno es dos o tres o mil cosas a la vez. Uno es escritor. Otro es ciudadano. O profesor. O militante. O el güey que se la pasa viendo la tele sin más. Para el primero existe una realidad que no aplica necesariamente para los demás. Es decir, podemos estar “profundamente comprometidos con nuestra literatura” (?) sin tener que estar comprometidos con la realidad. Es decir, uno llega a la torre de marfil que puede ser el escritorio o la pluma o la pantalla de la computadora o la grabadora y se dedica a jugar con el lenguaje, a acomodar las palabras y los sonidos, a contar historias maravillosas de personajes harto complejos. Y ya. Después uno agarra, se baja de la torre de marfil y llega al mundo. Al suelo. Donde hay que comprar las tortillas y vigilar con cara de terror el medidor de la bomba de gasolina. Donde esto resulta una preocupación vergonzosa cuando nos damos cuenta que hay gente más jodida que nosotros. Donde uno sabe (porque a huevo que uno sabe) que hay personas que están en un nivel de vida tal, que nos avergonzaría ver en lo que nos hemos convertido como especie. Pero los flashazos duran dos segundos. La conciencia es una puta que se acalla apenas pensamos en la cama calientita y el desayuno al abrir el refri. Y, ¿para qué pensar en los demás si tengo que llegar a escribir mi obra maestra?
          Resulta que un escritor (o un cantante o un pintor o un filósofo (¡un filósofo!) o alguien relacionado con eso que se denomina intelectualidad) no está obligado a tener una postura política. Y voy a matizar aquí: la puede tener, pero no está obligado a expresarla. Así esté en un lugar privilegiado; sea éste el de la publicación en medios, el de los talleres literarios, el de un aula de cualquier escuela, el de una conferencia de prensa, el de una presentación de un libro, el de una plática del autor (¿tiene caso mencionar que la etimología de autor viene de auctor que significa “instigador” o “promotor”?) con su público; el escritor puede (y tan puede que ocurre frecuentemente) levantar la barbilla altivamente y decir que no tiene ninguna opinión acerca de determinado asunto de interés social. O que, simplemente, no le importa. O no decir nada. Y quedar muy bien. Como un semidiós que no se mezcla con asuntos mortales. La realidad no está a la altura de su arte. Que hablen de política los amargados, los insidiosos, los envidiosos, los otros. Que lo hagan los demás.
          Uno se preguntaría, ¿y por qué tanto escándalo si un autor quiere, para hacerse el chistoso, el interesante o el inmaculado, no expresar su opinión política? ¿Está obligado? Es obvio que no. Nadie le puede reclamar eso. Es su elección. Lo que resulta hasta cierto punto curioso es la reacción que tienen cuando alguien les cuestiona acerca de esa actitud. El escritor-que-no-tiene-porqué-ser-político podría mirar con desdén al cuestionador o simplemente decir: “no voy a contestar esa pregunta de mierda”. Y seguir tan campante su camino, su ascenso al Olimpo personal. Esa sería una actitud política irrefutable.
          Pero resulta que no. Que el escritor-etc. se siente ofendido en extremo y comienza a justificar por mil medios el derecho que tiene a no decir nada. Escribe páginas y páginas tratando de demostrarnos a los “amargados” y “envidiosos” que la razón lo atiende cuando toma su harto meditada decisión. Y entonces comienza a descalificar al otro. Y lo descalifica acusándolo de descalificador. Y se acomoda en la trinchera más cómoda: en la santidad intocable del fin artístico. El arte es la nueva Providencia y la nueva Trinidad. En el nombre del Arte, de sus hijos y de su santa protección. El Arte está por encima de todo. Al parecer, incluso, por encima de lo humano.
          Antes se decía que el Arte era, por definición, revolucionario. Tendía a cambiar el estado de cosas. A fundar nuevas formas de comprensión. Y el Arte unía conciencias, estimulaba discusiones y reflejaba, y se adelantaba muchas veces, a lo que el mundo estaba experimentando. A lo que los hombres y mujeres hacían para transformar ese mundo (no se malentienda y se quiera ver acá una proposición de que el hombre siempre ha buscado lo mejor para sí, ¿qué es “lo mejor”, a fin de cuentas?, la transformación implica el movimiento inevitable y la constancia que damos de éste). De repente el arte se volvió autónomo. Se volvió la comprensión que cada uno quiere construir alrededor del concepto. Se volvió algo desarticulado de la vida humana. O al menos se quiso convertir en eso. Porque, viéndolo con un poco de objetividad (o de pretensión de objetividad): ¿de verdad el arte puede desvincularse de su momento histórico, de su participación política, de su propia evolución?
          Entonces el escritor-sin postura-(o-expresión)-política vive para ese Arte. En los comentarios que se vertieron en varias bitácoras de personas que están reflexionando acerca de este tema surgieron en algún momento (por parte del bloguero o por parte de sus comentaristas) algo con lo que no puedo estar de acuerdo: el desprecio total por la gente “común y corriente”. Los que ven telenovelas y los que no leen lo que escribimos. Resulta que “estamos debatiendo para nosotros y sólo entre nosotros”, “nada va a solucionar este chisme de lavadero”, “los escritores sólo leemos a los escritores”. Siento una profunda tristeza cada vez que leo algún comentario en este sentido. No concibo pensar que alguien pueda hablar así sin que se degrade un poco.
          Refuerza la idea que expresaba líneas arriba. La del escritor que se siente (y cree que está) por encima de los demás, sólo porque puede escribir, hablar o pensar mejor que el otro. “Sigamos en la catarsis, al menos podremos pensar mejor entre nosotros”. La imagen es la de un grupo de chamacos en un baño de vapor jalándosela para ver quién es el que llega más lejos (o la tiene más larga, ya que la alegoría lo permite). Onanistas cuya máxima victoria consiste en denostar con mayor contundencia al otro.
          ¿De qué se trata entonces?, dirán los escritores. ¿Deben los intelectuales hacerse del poder y organizar la política de un país? No. Definitivamente, no. Y la prueba tajante de esto es el capítulo de Los Simpson en donde los intelectuales gobernaban. El EGO de unos comenzó a pelear con el ego de los demás. Y al final todo se fue a la mierda. Estos personajes estaban convencidos, también, de que eran mejores que los demás. Nos molesta la ingenuidad de Lisa y nos divierte el cinismo de Homero. Eso ya debería de decirnos mucho.
          Hablar de por qué un intelectual puede o no puede ser (expresamente) político es, ahora, un chisme de lavadero. Mostrar la frustración y la rabia que este hecho conlleva es, a lo más, una acción de pura envidia. Seré sincero: he estado en más de un lavadero de más de una vecindad. Y los chismes no se resumen a quién se acostó con quién y por qué. En esos lavaderos, tan despreciados y estereotipados, se habla, también, de lo caro de los frijoles, del no respeto al voto, de la cantidad de ropa ajena que habrá que lavar para sacar el gasto, de la injusticia que se ensaña con ésos que no están en un medio o en una editorial o en una conferencia. Ésos que no tienen voz. Los otros, los que están arriba y tienen el micrófono, no pueden rebajarse a comparar el lavadero con el Arte. Es cierto que me dan envidia. Harta. No puedo comprender cómo se puede ser tan indiferente. Tan arrogante. Tan poco humano (o demasiado humano, si entendemos el egoísmo como valor fundamental por encima de la solidaridad con el otro). Y mi envidia es auténtica porque espero, con convicción, nunca ser igual a ellos.
          Puedo entender la renuncia a pensar en el otro. Está bien. No hay obligación. Puedo intentar creer que pugnen por una “literatura pura” (?). No alcanzo a discernir, más allá de la retórica fascinante, la consistencia de sus argumentos y la multiplicación de éstos cuando son llevados a extremos que lindan con lo místico. Tampoco puedo entender que se citen tantos nombres de escritores como prueba irrefutable de su postura. Siquiera escójanlos bien. Nombran a gente que, en algún momento de su vida (su vida, no su carrera, como a algunos les encanta acotar), tuvieron una militancia política dentro y fuera de su obra literaria. “Éstos sólo vivían para su arte”, dicen enarbolando las citas como el predicador La Biblia o el militante El Capital (o Mi lucha, que para todo hay militantes).
          En fin. Que me he metido al lavadero y nos han cortado el agua. Y la luz. Y la voluntad (ya no el derecho, funciona más el silencio autoimpuesto que la represión dirigida) de decir las cosas. Escribo esto no para convencer a nadie de cambiar su forma de ser. O de pensar. O de vivir. Escribo solamente para expresar mis convicciones. Para reflexionar en voz alta. Escribo mientras afuera cae un aguacero y, seguro, más de uno como yo estará empapado, hambriento, con agujeros en los bolsillos como los que yo tengo en el alma. Abrí un flanco para rebatirme: la cursilería. Un escritor no debe ser cursi. Tiene que estar sólo “comprometido con su arte y con el lenguaje”.
          Las cosas están mal acá abajo. Y todos tenemos la culpa de que estén así. Incluso los que crean su obra maestra “en solitario” (“Un escritor siempre crea a solas”. No es cierto. Siempre estamos rodeados. Siempre estamos juntos. Siempre hay alguien al lado. Si no, ¿para qué escribir?). Las cosas siguen mal acá abajo. No mencionarlo no lo cambia. Mencionarlo, hacerlo evidente, denunciarlo; acciones que igual nos harían sentir menos solos. A las cosas se las está llevando la chingada. Cuando aparezcan las primeras cenizas, a nadie le va a importar lo que tengas que decir (o lo que hayas escrito)…

2 comentarios:

Jo dijo...

justo ayer termine empapada sola... como un perrito mojado sin animos ni fuerzas, tuve que darme una ducha caliente y al final... en la penumbra seguia sola.... quiza no importe ni estoy sola o acompañada, tal vez menos importe lo que escriba o lo que tenga que decir, total... a quien le importa la diferencia es que yo no me dedico al oficio de la escritura....

Anónimo dijo...

Hola, Edgar. Gran tema. Justo hace muy poco, un artista plástico amigo —Lucas Di Pascuale, de Argentina— hizo un trabajo muy interesante sobre esto del "artista comprometido". Puede servir para ampliar la discusión. El trabajo se explica por sí solo y se encuentra en:

http://www.lucasdipascuale.com.ar/textos/artistac.htm

¡Saludos!