Yo no pedí conocerla. No pedí que su sonrisa fuera como el anzuelo infalible que usaba mi padre para atrapar peces imaginarios. Ni que su cuerpo estuviera en apariencia a mi alcance. No tengo idea de las causas, ni de los motivos. El universo siempre ha conspirado contra mí. Nací en un viernes de lluvia, un día que Dios no estaba cuerdo. Debí llamarme Tristán. Ella no tiene que ser Isolda. Tal vez Brunhild. Poderosa. Invencible. Con el andar poderoso de los que, al final, terminan por vencer. No pedí saber de sus ansiedades, ni de sus demonios. Pedí ser espectador. Y, como a todo espectador, la función se le terminó de repente.
En este cuento no hay gatos, ni iguanas. Lo que existe es una araña. Ella llegó un día en que las cortinas se mecían al ritmo de un viento que anunciaba lluvias allá en la lejanía. El faro giraba sobre sí mismo. Como un perro que quiere atrapar su cola. Como mi sombra persiguiendo a mis fantasmas. Ella llegó con un abrigo negro y un sobretodo empapado. No dijo nada. Miró la mesa llena de papeles revueltos y se coló hasta la cocina. La estufa se llenó de azules, rojos y amarillos. La canela se olía sobre la magia del agua salada. Se acomodó en el dintel de la puerta de la cocina. El pelo mojado. Como una sirena recién expulsada del mar. Prófuga de un Poseidón más ruidoso que efectivo. Yo miraba el espacio que había bajo su cuello. El agujerito que parecía, en la penumbra que comenzaba a devorarnos, el ojo somnoliento de un dragón extraviado. Huérfano del fuego. La tetera zumbó y las luciérnagas salieron a achicharrarse en el farol de la calle. El faro seguía dando vueltas en los riscos de la costa. Los barcos esperaban en la orilla del mundo. Se despeñaban a las profundidades de la nada. Ella sirvió dos tazas humeantes. Dejó caer la miel como las palabras que alguna vez creí escuchar. En sueños. Cuando aún no la conocía. Se chupó un dedo. Su cabello chisporroteó. Sólo entonces mi corazón comenzó a latir. Encendí una vela. Caminé a la habitación del fondo. Ella dio un largo sorbo de vapor e incertidumbres. Entramos tomados de la mano.
En la orilla de la cama entiendes que el abismo no está en el vacío, sino en la cama misma. Los besos ofician de brújulas. Brújulas sin Norte. Las manos los remos. El astrolabio las miradas. Ella era marinera experta. Intuición de siete mares. Los ojos se buscan entre las velas arruinadas y los barriles de bastimento. Navegamos por el Océano. Como dos niños perdidos en la tierra del azúcar. Hartándonos hasta que la cabeza nos dolía. El mar turbulento caía sobre el puente. Olía a madera mojada. A sal. A ríos perdidos en las montañas. Mi lengua recorrió una cartografía presentida. Y se extravió a propósito más de una vez. Las coordenadas no valían, sólo el sonido de su respiración a sotavento. El poste del vigía moviéndose en peligrosos círculos, siguiendo el vaivén de las nubes oscuras, furiosas, celosas del espejo en que no podían reflejarse. El barco se iba a pique. Y Dios se burlaba de nuestros inútiles esfuerzos. Al final de la tormenta la calma reina. Y el mar queda inmóvil, como si nada hubiera ocurrido. Como si el mundo no hubiese estado a punto de acabarse. Como si mil planetas no hubieran muerto en el vano intento de arrancar un poco de paz a fuerza de mirar el universo. Así, encima del mar en calma, ella se dormía acurrucada a mi cuerpo. Y el otro Yo. El marinero de velas agotadas. El de prehistorias terrestres y caminatas interminables, la veía sin luz. La sentía sin piel, las dos eran una. La vivía como el tiempo, viejo zorro, se vive de repente: sabiendo que ni siquiera él es eterno.
Entonces pasó lo de la araña. Ella, de espaldas a mí, comenzó a murmurar sonidos ancestrales, a rezar oraciones de tiempos muertos, a invocar la furia antigua de las aguas. El fuego primigenio que pesaba en nuestras manos. El que creíamos inmortal. El que tratábamos de proteger del viento, del agua. De las paletadas de tierra que los duendes solían arrojarnos a escondidas. De los gatos envidiosos que nos reclamaban haberles arrancado la noche. La llamé como solía hacerlo. Con esas palabras que son el último resto de la memoria. Las que se quedan prendidas con sus deditos de una cuerda invisible. Que se entierran hasta que el recuerdo no tiene más remedio que cohabitar con ellas. Ella dejó de respirar, llevó su mano hasta su hombro y salió disparada de la cama. En la blancura de las sábanas brilló una mancha negra que, paradoja cromática, iridiscente caminó con millones de minúsculas patas hacia la pared. Una araña de ojos enormes y pelambre luminosa. Trepó con una agilidad sorprendente, con la urgencia de alcanzar las vigas que sostenían el techo. Ella gritó. Corrí a prender velas y a empuñar la escoba. Buscamos a la araña por todos los rincones de la casa. Entre las bisagras de la puerta, en el techo de tejas rojas, moviendo cajas de libros, botes de pintura, ollas vacías. Nunca apareció. A ella le pareció un mal presagio. En vez de dormir, otra vez, acurrucada contra mí, decidió atrincherarse en una manta gruesa, dormir con calcetines, tener una vela encendida. Me la pasaba despierto buscando a la araña entre las palabras, debajo de las uñas, en medio de los dedos de los pies, bajo la cama, en las caracolas del tocador. No me rendía y, sin embargo, la araña no apareció. A veces creía oír su risa atravesar el aire de la habitación. La imaginaba fumándose mis puros y escupiendo el tabaco en la duela del estudio. Corría con una pantufla en la mano. Pero era demasiado rápida. Nunca la alcanzaba. Regresaba a la cama y miraba el barco hecho trizas. Las velas arriadas, el puente destruido, el timón tostado por el sol. Abría la ventana sin luna y me dedicaba a estar despierto.
A ella le gustaban las historias resueltas. En las que se sabe quién es el culpable o quién jaló el gatillo. Por eso se fue una mañana en que el cielo apareció extrañamente despejado. Yo ya no pensaba en el bicho, pero ella decía que no podía dormir. Que era mejor así. Que me escapara con ella. Me lo decía a mí, que no conozco más que lo que puedo interpretar con mis dedos. A mí, mutilado de oraciones a fuerza de balas de realidad. Y quise seguirla. Pero no me dio tiempo. Un globo aerostático se posó frente al jardín. Aplastó de paso mis alcatraces. Ella subió a la barandilla. El piloto sin rostro alimentó el fuego y el globo inició su ascenso. Comenzó a elevarse. Intenté gritar, pero las palabras se atropellaron en el túnel de mi garganta y murieron aplastadas. Ella agitó una mano. Sobre la palma pude ver una rosa de los vientos. Sus manos eran el repertorio de las direcciones que, más que nunca, no podía seguir. Pasó junto al faro y se perdió en la línea del horizonte. Allá, hacia el fin del mundo.
Un día pude dormir. Entonces sucedió. Sentí un cosquilleo en mi espalda. No me moví. Podían ser los dedos de ella que se movían sigilosos de mi hombro hacia mi cuello. Podían ser sus labios. Podía ser la araña invisible. La araña metafísica. La cabrona venenosa. Sentí un escalofrío. Y, sin embargo, permanecí inmóvil. Cerré los ojos y dejé que la noche se metiera entre mi cuerpo y las sábanas.
2 comentarios:
Vuelvo a leerlo y me sigue encantando. Aunque no tenga final...
me agrada que no haya habido gatos, y aunque los aracnidos me asustan mucho mas, definitivamente a mi me encanto.
hiciste que recordara ese rito de seduccion entre dos personajes siempre, lo habia almacenado en un rincon de mi subconsiente pero el muy maldito siempre aprovecha cuando me encuentro indefensa de esos traidores recuerdos que soy incapaz de luchar contra ellos, y vuelven a atormentarme igual que una araña
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