lunes, diciembre 18, 2006

Mi reino por una musa


Lunes 5:57 am

Aquí nunca amanece. Los días se transcurren unos a otros con la misma monotonía con que las arañas tejen sus nidos sobre mi cabeza. Miro el parpadeo constante de los dos puntitos que en este cuarto son lo único distinguible. Incansable péndulo que mide con sus latidos la inmensidad del abismo que separa a la rutina de la muerte. Falta poco para que ese parpadear continuo me acerque irremediablemente a la orilla de la cama. A la búsqueda a tientas de las sandalias que como barcos involuntarios me conducen solícitas hasta el baño. A la caída rítmica de los restos de mi cuerpo condenados a perderse entre las cañerías profundas de esta ciudad, allá junto al perdido cabello cortazariano. Los puntos siguen parpadeando. Sigo en duermevela al acecho de la sonora e intempestiva aparición de las notas del himno nacional en el desvencijado radio—despertador. Millones de chispas estelares brillan en la oscuridad. Luces existentes sólo en los márgenes de mi atribulado cerebro. A lo lejos se oye una sirena policíaca. Los que nunca duermen. La luz tímida se asoma entre las rendijas de mi persiana carcomida por el tiempo y maculada por el polvo. En algún lugar del edificio alguien arrastra una silla. El monstruo de concreto gime ballenamente causándome un sobresalto. Tengo el cuello adolorido y la boca seca. Días sin poder descansar plenamente. Dicen los especialistas televisivos que es estrés urbano. Yo digo que es la vida: incansable jodedora. El foco de la vecina se enciende e imprudente se cuela por la persiana liberada de oscuridad. Ya casi es el tiempo. Sin existir, retumba en mi cabeza un eterno tic—tac, tic—tac, tic—tac. Repaso mentalmente el itinerario a seguir. Agenda gastada la que hay en la memoria. Borrador ingenuo de las acciones que se llaman LO MISMO. Si no hay golpes de timón, el barco llega al mismo puerto. Allá arriba se azota una puerta. Pasos apresurados por las escaleras. Zumbido que sacude el poco sueño que tengo atorado en los cabellos. “Mexicanos la grito de guerra / el acero aprestad y el bridón...”. Me quiero levantar de un salto pero el impulso sólo da para un empujón. Como siempre, una sandalia se ha ido por debajo de la cama. Tanteo por el suelo frío en busca del plástico ortopédico. La encuentro. Me estiro con la energía suficiente como para dislocarme un brazo. Los huesos crujen con un sonido seco y desagradable. Estornudo. Prendo la luz del baño, lo que por un momento me deja inmóvil en lo inesperado del resplandor. Rutina. Me cepillo los dientes mientras el sonido del agua llenando el vaso amenaza con regresarme al sueño. Cierro la puerta del baño y de un tirón enérgico lanzo la persiana hacia el techo. La luz del amanecer, esa de un sol siempre invisible, inunda mi habitación a medias. No hay ninguna vista. Sólo la de ladrillos descubiertos de pintura, tuberías que aprisionan aquí y allá las aguas y los gases. La ventana de la vecina que da al mismo “cubo de luz”. Nada que ver más que los tendederos improvisados. La mano de mi vecina aparece de repente mientras sus ojos descubren sin esperarlo mi rostro asomado en esa madrugada de camiones ronroneando y regaderas musicales. Toma del mecate unas pantaletas rosas mientras los colores se le suben al rostro divertidos. Yo la veo sonrojada y siento un impulso inconcluso en el bajovientre. Sonrío y, en la distracción, le doy un sorbo al vaso lleno de la porquería que mis dientes reunieron durante toda la noche. Otro día más...

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