lunes, julio 17, 2006

¿Qué pasará?

Estoy solo aquí y no sé que va a pasar. El tiempo es inclemente. Uno a uno, los segundos se van derramando en la clepsidra de la angustia y la desesperación. Un reloj sin marcas, sin referencias. Como una esfera que da vueltas y mas vueltas sobre su propio eje sin que sea posible contar cuantos giros ha dado. Igual que el trompo con el que jugaba de niño. Hay, en el mundo, un montón de cosas soportables: el hambre, el dolor, el llanto, la angustia. La muerte. O la sapiencia de la muerte para expresarlo de mejor manera. Pero lo que no se puede soportar, lo que es imposible de medir, de prever o de calificar es la incertidumbre. ¿Qué va a pasar? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Qué va a pasar!

Estas paredes serán testigos del inicio de algo, o del fin de algo. Tres paredes, dos ventanas. Inmensas ventanas. Ventanas a las que nadie se asoma. A las que nadie observa. De las que nadie salta. No son, ni siquiera, ventanas espejo, no te puedes mirar en ellas. Desde el principio lo sabía. Esto no podría tener buen fin. Ellos llegaron de día, con el sol esplendoroso. Vestidos por completo de azul. Sucio azul. Maldito azul. Mugrosos. Asquerosos. Cerdos. Y me sacaron de mi casa. Igual que a un mueble. Como si fuese un viejo sofá al que le rechinan los resortes y los años. Y el camión. Una caja cerrada por todos lados, sin ventanas, sin barrotes, sin aire. Y se atrevieron a subirme en la parte trasera. Malditos. Allí, en total oscuridad, con el rostro pegado al helado metal de las paredes. Con toda mi vida empaquetada en aquella caja de metal. Rebotábamos sobre el pavimento. Extraños caminos. Sólo podía distinguirse el ronroneo del motor.

Al llegar me subieron hasta aquí. Un tercer piso. Sólo uno me acompañó. Tras de mí. Como una sombra maldita que no se atreve a abalanzarse sobre su víctima y engullirlo. “Creo que ya conocía el lugar, ¿no es cierto?” Y yo negando con la cabeza. “Es la primera vez que estoy aquí. Otra persona vino antes. Yo no.” “Bueno, pues parece un buen lugar. Bien ubicado. Excelente para lo que quería hacer. Ahora veamos si lo puede terminar, señor.” El trato me congela la sangre. Demasiado respeto. Ninguna intención de establecer vínculos. Ningún resquicio que permita una negociación. Se abre la puerta de éste, el cuarto en el que estoy. No hay nada. Sólo una silla al centro. Bajo unas lámparas que tintinean y dejan escuchar de vez en cuando un ronroneo molesto. “Espere aquí, enseguida suben los muchachos.” Los muchachos.

Y aquí estoy, sentado en esta silla rígida, incómodo. Viendo el cielo salpicado de nubes que presagian una llovizna para más tarde. O una tormenta, nunca se sabe. Los oigo venir por las escaleras. Como reptiles: arrastrándose, rozando contra las paredes, enredándose en el barandal, susurrando, siseando, sacando la lengua, probando el aire, el gusto del aire. Tocan a la puerta. ¿Tengo que abrir? ¿Yo debo de abrir? Por fin lo hago. Un sillón verde manchado de rojo comienza a deslizarse por la abertura de la puerta. Uno de los hombres de azul lo deja caer pesadamente sobre el suelo. El otro lo reprime: “¡Con cuidado, que no son cualquier cosa!”, después se dirige hacia mí: “¿Dónde vamos a poner sus pinturas, maestro?” Señalo hacia un lado, cualquiera. Después se retiran. Los muchachos de la mudanza bajan hasta el camión estacionado allá abajo. Sigo creyendo que me han cobrado demasiado. Careros. “Volveremos”, dice el que parece jefe de todos. Yo no puedo sonreír. Ellos se alejan.

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3 comentarios:

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