La primera
Fue real. Llevaba el camino del suicidio vía un puente peatonal altísimo que cruzaba el Periférico a la altura de Mixcoac. Ahí pasé la noche más larga/más corta de la que tengo memoria. Como en un loop visual interminable veía pasar los autos bajo mis pies. La razón fue, seguramente, la juventud y sentir los ideales traicionados. La primera razón en esos años fue que no había razón. Como un estadio en el que se quiere emular la bendita posibilidad de decidir si se sigue o si se explora en otro lado. Los dos igual de oscuros. La aurora me sorprendió al igual que una señora que comenzaba a poner su puesto de tamales en la esquina y un cuate que llevaba su diablito lleno de periódicos. Vi a una chica subir a un colectivo y desaparecer en las profundidades de lo que era la avenida San Antonio sin segundo piso. Lancé un largo suspiro y regresé a casa, donde nadie me esperaba.
La segunda
Fue por razones amorosas. No fue suicida, fue de caer y caer y caer en la desesperación. Fue para pedir explicaciones al cuate al otro lado del espejo. Fue para llorar, por primera vez, a solas por el motivo correcto. Fue el de no encontrar a nadie al otro lado del teléfono ni debajo de la cama. Derrumbarse en medio de un vagón del metro atestado de personas que no te harán el menor caso. Caminar sin rumbo, grandes distancias, por la noche, esperando que el cansancio, el sueño, la distancia, te permitan por fin descansar. Es el saber de la ausencia y notarla pegajosa, maloliente, no deseada. El de mirar a los amigos y no decirles nada. Solamente dejar que un hombro te soporte, que un abrazo te sostenga, que unas palabras no se dejen oír. El de quedarte en casa ajena porque no soportas los recuerdos que se respiran en la tuya. Ir a trabajar sin saber dónde estás, qué haces, por qué lo haces. El de pasar sin darte cuenta las horas de la comida, del sueño, de la fiesta. Atiborrarte de alcohol mientras deseas secretamente que la embriaguez no desaparezca nunca. Gritar en medio del desierto mientras el aire hace explosión en tu cabeza. Ahogarte en el silencio. Acariciar las sábanas muertas de inquietudes, de bromas, de proyectos. Desear que quien comparte tu cama sea otro completo, ajeno, extraviado, muerto en lo real. Besar con los ojos cerrados. Fornicar con los ojos cerrados. Sentir el orgasmo como una herida abierta que comienza a sangrar. El alivio es tardado. Las cicatrices no curan tan rápido. Se cierran lentamente y se abren a la menor provocación. El dolor no se deja exterminar, sigue escondiéndose en los lugares, los objetos, los recuerdos más inimaginables. De ese dolor, recuerdo, surgió una novela mía y como doscientas ajenas. Sentí a Cerati y su Bocanada; a Calamaro y su Honestidad brutal; a Spinetta y su Only Love Can Sustain; Fito me abría en canal con su Abre; el The fall of Ziggy Stardust and The Spider from Mars de Bowie alcanzó un nuevo significado; Patti Smith emputecía con el estribillo final de “Birdland” del maravilloso Horses (Pero nadie oyó los gritos de alarma del chico/ nadie excepto los pájaros de la granja de Nueva Inglaterra). Escuchando, bebiendo a mares, perdiendo el juicio y la cordura. Todo terminó el día en que vi las estrellas amenazando con caer sobre mi cabeza en el cielo de Malinalco. Estaba tirado en una cuneta por la que aún corría agua (toda la tarde había llovido). La borrachera desapareció. El dolor se volvió un cálculo sólido en algún lugar de mi memoria. Me levanté y, por primera vez en mucho tiempo, me abrigué para protegerme del frío.
La tercera
Comenzó ayer. Cuando me sorprendí a mí mismo hablar de mí mismo de “mi juventud”. Me siento viejo, inmensamente viejo. Y, como siempre ocurre, no sé por qué.
5 comentarios:
que miercoles tiene que ver esto con las elecciones??? si eres parte de mirada Publica haz tu trabajo, deprimete despues.
Wowwwwwww. que bueno, llevaba mucho sin leer algo tan bueno en la Red.
Gracia.s
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