A mis estudiantes egresados:
los que resistieron hasta el final de la tormenta.
Cree
que de sus labios brotan palabras. Frases nerviosas como su propio,
inquieto, pie. Como sus manos que no entienden de reposos o de
comportamiento. Que se mueven a su propio aire, divertidas por la
mala jugada que le están haciendo pasar. Como la luz que se vuelve
borrosa-clara-borrosa. La luz que le lleva la mirada de los cien ojos
que lo miran con atención como, tal vez, nunca lo han visto. También
lo escuchan. Con los mismos cien oídos pegados a la misma cabeza de
los mismos ojos. Frente a lo que considera multitud no sabe lo que
está diciendo. Apenas lo sospecha. Inversión de tiempo, de estrés,
de discusiones. De biblioteca, de borrones, de malas caras. Cien,
doscientos o más días. Y todo se reduce a este momento, a estos
segundos disfrazados de eternidad. A esta semioscuridad que alumbra
la pantalla donde sus diapositivas se presentan con disciplina
militar, justo como se les pidió: bien peinadas, una detrás de
otra, ninguna atropellando a la anterior. Se oyen los murmullos de un
grupito al fondo del auditorio, el llanto apagado de un bebé, los
incipientes ronquidos del abuelo, los dientes castañeados del mejor
amigo, el abrir y cerrar de ojos del prematuro amor. Y él (o ella)
se mantiene en pie. En medio de una tormenta que durará poco tiempo,
pero que, de sobrevivirla, lo llenará de dicha y nuevos horizontes.
Se mantiene a pie firme sosteniendo el timón. Cuando parece que el
barco ladea, hace agua y amenaza con voltear, un golpe certero lo
regresa a la verticalidad. Se mantiene. Aguarda el interrogatorio,
ése que incluye los por qués y los cómos, los así y los de otro
modo. Y él (o ella) mira de frente. Seguro de sus respuestas
(después afirmará que no se acuerda qué fue lo que dijo; que la
memoria de sus hazañas les corresponde a los demás). Viene la
espera. El veredicto. El momento en el cual los más funestos
presagios le nublan la frente. Sabe que no puede ocurrir cosa fatal.
Aquí está: ha vencido a los demonios funestos. Al final escucha con
atención lo que ya supone. Lo que sospecha porque otros que han
enfrentado lo mismo se lo han dicho. Al final no hay nada. Sólo la
vida. Y la posibilidad de hartarse de ella, de consumirse en ella, de
fundirse en ella. Se acerca el primer amigo, el primer amor, el
primer maestro, uno de los padres. Y el sollozo aflora. Y abre la
boca. Y de ésta salen en estampida las luciérnagas.
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