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Cuando alguien comienza a hablar de las grandes masas populares acerca de su realización como individuos, una vez que todo está dicho y mostrado, aquellos que no son más que seres fragmentarios, incapaces de alcanzar su individualidad, acaban por convertirse en seres envidiosos, resentidos y rencorosos. Todo aquel que está próximo a los seres humanos sabe de su fragmentaria naturaleza, y trata de instaurar una estructura de poder en la que los hombres caigan por su propio peso en la colectividad, ya que no pueden alcanzar su individualidad. Es en esa colectividad donde alcanzarán su realización. Pero si se empeñan en buscar su realización como individuos, tienen que fracasar, porque son fragmentarios por naturaleza.Con esto, no asombra que Lawrence se muestre desconfiado de la democracia y de los mecanismos y supuestos que engendra. La carga publicitaria de la democracia como la libertad plena del individuo es cuestionada por el autor, al mencionar que ni siquiera el voto (personal, libre, secreto) está desprovisto de lo que el individuo es dentro de lo colectivo.
Ningún ser humano es, o puede ser, un puro individuo. La masa de los seres humanos sólo dispone de un mínimo atisbo de individualidad, si es que cuenta con algo así. Las masas viven, se mueven, piensan y sienten de forma colectiva, y no experimentan, en la práctica, ninguna emoción, pensamiento o sentimiento de dimensión individual: no son más que fragmentos de una conciencia social o colectiva. Siempre ha sido así y así seguirá.Esta visión aristocrática (con toda la carga que el término tiene para un heredero de la tradición romántica del siglo XIX) que hurga en una crítica profunda del individualismo como hedonismo separado de las necesidades de una colectividad, es por demás crítica del futuro que ve en las democracias modernas, ésas que a principios del siglo XX hacían patente su intención de hegemonía sobre las demás naciones. Es una cuestión de poder que atañe a los Estados, pero también a los individuos, poniendo un alto contraste en las contradicciones que tal relación representa.
El Estado, o aquello a lo que llamamos sociedad como totalidad colectiva, no goza en modo alguno de la dimensión psicológica del individuo. Por eso es un error afirmar que un Estado se compone de individuos. No es así. Está constituido por una serie de seres fragmentarios. Y ninguna acción de índole colectiva, ni siquiera algo tan íntimo como el voto, la realiza un individuo. Siempre se trata de una manifestación de la colectividad, y reviste unas características psicológicas diferentes de las del individuo.
Como ciudadano, como ser perteneciente a un colectivo, el hombre se realiza en la satisfacción de esa sensación de poder. Si pertenece a una de las así llamadas naciones dominantes, su alma se sentirá colmada en la medida del poder o de la fuerza de que goce su pueblo. Si además su país asciende de forma aristocrática hasta la culminación del poder y de la jerarquía, según una determinada escala, se sentirá más complacido por cuanto ocupa un lugar en ese orden jerárquico. pero si su país es fuerte y democrático, le obsesionará la idea de afirmar su poder, y se entrometerá y evitará que otras personas hagan lo que deseen, porque ningún hombre ha de ser más que otro. Tal es la condición de las modernas democracias, una perpetua intimidación.
En una democracia, son los matones los que, de forma inevitable, se hacen con el poder. La intimidación es una forma negativa del poder. El Estado cristiano moderno es una fuerza aniquiladora de almas, porque está formado por fragmentos que no constituyen una colectividad organizada, sino sólo una colectividad. En una escala jerárquica, cada una de las partes es orgánica y vital, igual que un dedo es una parte orgánica y vital de mí mismo. Pero, a la larga, toda democracia está llamada a convertirse en algo obseno, porque se compone de miríadas de fragmentos desunidos, cada uno de los cuales trata nde representar una falsa totalidad, una falsa individualidad. Las democracias modernas están hechas de millones de partes en conflicto que afirman que son una sola cosa.
Ése es el lado oscuro del cristianismo, del individualismo y de la democracia, el aspecto del mundo que se ofrece a nuestros ojos. Y es lo mismo que el suicidio, sencillamente. Suicidio individual y masivo y, si el ser humano así lo quisiera, llegaría a ser un suicidio cósmico. Pero, por fortuna, el cosmos no está al alcance de la mano del hombre, y el sol no se extinguirá sólo para darnos satisfacción.Con este texto, Lawrence se convierte en precursor y parte de esa secta que, partiendo de obras literarias, logran extrapolar las interpretaciones a cuestiones vivas que atañen a la cultura, a la política, al hombre mismo. Estirpe en la que Lawrence se acompaña de Edward Said o Ricardo Piglia, por ejemplo. La diferencia radica en que el inglés no reniega de su tradición, esa tradición del romanticismo sobreviviente (como sus hijos predilectos, los vampiros) a épocas y visiones del mundo transformadas por el tiempo y su efecto sobre los hombres. El final del libro es una mezcla gozosa entre el más fiel espíritu hippie, el humanismo renovado y una religiosidad de nuevas cepas, la de los tiempos que, hoy todavía, corren.
Sin embargo, tampoco queremos morir. Hemos de renunciar, pues, a nuestra falsa posición, como cristianos, como individuos y como demócratas. Y hemos de dar con un sistema que nos permita vivir pacífica y felizmente, en lugar de atormentados y rodeados de desdichas.
Mi individualismo es, pues, pura ilusión. Formo parte de un gran todo, del que nunca podré escapar. Pero puedo negar esas relaciones, romperlas y convertirme en una esquirla. Y seré un miserable.
Tratemos de acabar con nuestros falsos e inorgánicos vínculos, sobre todo aquellos que tienen que ver con el dinero, y restauremos las relaciones orgánicas vivas con el cosmos, el sol y la tierra, con la humanidad, con nuestro pueblo y nuestra familia. Comencemos por el sol, y todo lo demás, lentamente, vendrá por añadidura.