miércoles, diciembre 08, 2010

¡Cómo no te voy a querer! (Mi vida contada en varias goyas cachuneras)


En los 100 años de la Universidad Nacional

Debo comenzar este texto con un absoluto: sin la Universidad Nacional mi vida no sería la misma. O no sería, si de ponernos absolutos se trata. Debo a la UNAM lo que soy como ciudadano, como estudiante, como escritor, como periodista, como maestro, como cinéfilo, como melómano, como lector, como investigador, como ser humano.
          Los últimos 17 años de mi vida están ligados de manera indisoluble a la UNAM. De hecho, al momento de escribir esto, me doy cuenta de que lo que parecía una crónica, y sólo eso, en realidad no lo es. Recordar es un trabajo arduo y un volver a andar el recorrido. Y las plantas de mis pies saben tanto el mapa de la Ciudad Universitaria que, incluso hoy, cuando paseo por sus senderos, puedo dejar que mis pies vaguen solos: tienen la memoria de la experiencia y de la costumbre. Me cuesta decidir por dónde comenzar a contar mi historia con la universidad. Y es que no basta la cronología para ordenar la cantidad de recuerdos, ideas, imágenes, sensaciones y sentimientos que me abarcan al pensar en mi alma máter. Porque más que nada y en el sentido más clásico del término, la UNAM es mi madre nutricia y generosa, la que alimentó el espíritu hambriento de un adolescente-casi-infante hasta dimensiones que no podía, ni siquiera, sospechar. En búsqueda, entonces, intentemos ir al origen, al principio de todo esto.

EN EL PRINCIPIO FUE EL VERBO
En 1987, durante las dos primeras semanas de julio, la SEP organizaba (y creo que sigue organizando) unas jornadas que en aquél entonces se llamaban, de manera genérica, "Viaje cultural", en donde se reunía a los estudiantes más destacados que egresaban de la educación primaria. El premio mayor consistía en una reunión con el presidente de la república. Tocar al poder en persona, en vivo y a todo color. Recuerdo la emoción de la mayoría de los niños que estábamos ahí al ver entrar por algún salón de la residencia oficial de Los Pinos al presidente Miguel de la Madrid (emoción hoy cuestionada y que genera, incluso, un sonrojo involuntario).
          A la distancia, hoy puedo asegurar que ése no fue mi mayor regalo de aquel verano. Al finalizar las jornadas, los funcionarios de la SEP repartieron entre las literas de la Universidad del Ejército y la Fuerza Aérea en Popotla (que fue donde nos alojaron) cuatro libros que eran el regalo último del gobierno por la dedicación mostrada. Dos libros eran una enciclopedia de conocimientos para niños editada por la Fundación Cultural Banamex. Los otros eran dos enormes libros rojos que tenían en su portada un grabado que simbolizaba a la Medusa griega y sobre éste el título: Lecturas clásicas para niños.
          Era una de las obras que se habían realizado durante el paso de José Vasconcelos por la Secretaría de Educación Pública. El original se había publicado en 1924, a nosotros nos daban un facsimilar impreso en 1984. En realidad, esos dos volúmenes fueron mi ingreso al mundo más allá de mi tierra natal. No quiero hacer menos a mis maestros de enseñanza primaria y secundaria, pero sí puedo decir que mucha de la educación que obtuve en esos años fue gracias a estos libros y a la biblioteca pública del municipio, que fue otro descubrimiento espectacular.
          ¿Qué tiene que ver esta anécdota con la Universidad Nacional? Dos cosas: la primera, que la contraportada de ese libro tenía el escudo de la Universidad Nacional pero que en lugar del nombre de ésta, aludía a la Secretaría de Educación. Luego me enteré que Vasconcelos había diseñado ese escudo y el lema que lo acompañaba. Después también comprendí que había planteado el sueño de llevar libros a todos los latinoamericanos como algo irrealizable en 1923, pero que la UNAM había conseguido llevar a cabo parte de ese sueño, que Vasconcelos describía en el tercer párrafo del "Prólogo" del libro mencionado:
Si los gobiernos de nuestros pueblos castizos tuvieran siquiera una noción de los deberes que impone el destino de una raza, si los gobernantes pudieran ver un metro más allá del ruin interés personal y de la corta preocupación del momento; si su patriotismo fuera de verdad un sentimiento elevado de decoro y de amor común, ya hace mucho tiempo que nuestras repúblicas se habrían puesto de acuerdo para establecer una casa editorial enorme, que diera a los noventa millones de hombres de habla española, todos los libros de que hoy carecen, escritos en su lengua y vendidos a mínimo precio. Urge fundar ya que no un gobierno común, por lo menos un Consejo educativo cultural, que dirija el pensamiento y el desarrollo espiritual de este pueblo.
Es casi seguro que en aquellos años, yo no haya entendido el significado profundo de esta reflexión, y es muy probable que al toparme con ésta, quizá hasta la haya eludido. Pero lo entendí después. En mi casa no había libros. Sólo los libros de texto que se utilizaban en la escuela. Ahora creo que la misión de ese Consejo Educativo Cultural al que aludía Vasconcelos fue realizada en gran parte por la UNAM. En mi caso, al menos, así fue.

BATALLA ENTRE LOS NÚMEROS Y LAS LETRAS
El destino probable que me esperaba en mi tierra natal, un pueblo en la Sierra Norte de Puebla, hubiera sido fácil de predecir por las pocas opciones a considerar: con algo de suerte, maestro de comunidad rural o integrante de la burocracia local; con nada de suerte, el cultivo de la tierra, el ingreso a la maquila o la migración en busca de empleo a los Estados Unidos. Es lo que, incluso hoy, se sigue viendo y se sigue viviendo en ese sitio. Yo tenía otra ilusión: ingresar a la Universidad Nacional. Parecía una cuestión complicada, sobre todo si tomamos en cuenta que provenía de una familia de lazos emocionales bastante fuertes. Que la separación del primogénito, en condiciones de incertidumbre total, hacia una ciudad que parecía más una amenaza que una realidad, era algo para lo que no se habían preparado.
          Aún recuerdo el llanto silencioso y doloroso de mi padre cuando transitábamos por las carreteras de Tlaxcala a bordo de un camión de pasajeros de segunda. Había aprobado el examen de selección para ingresar a la Ingeniería en Telecomunicaciones en la UNAM. Era el 2 de agosto de 1993. Esa fecha marca mi ingreso a esta historia. Es mi real fecha de ingreso a la Universidad. Ese día me di cuenta que no había vuelta atrás. Que lo que hacía, iba a modificar de manera irremediable mi historia de vida. Cuando bajé del camión en la central de autobuses de la ciudad de México, era otro distinto al que había subido.
          Me hospedé en casa de una hermana de mi madre, al menos mientras conseguía un empleo y la manera de poder conjugar la escuela y la necesidad de mantener mis gastos. Me desempeñé durante algún tiempo como ayudante de un taller de tapicería justo atrás de la Preparatoria número 1 de la Universidad Nacional. Siempre, como una sombra, la universidad me acompañaría.
          Los cursos en la Facultad de Ingeniería eran duros, nada que ver con la matemática básica y casi intuitiva que me habían enseñado mis maestros del nivel preparatorio. Avanzaba lento, me costaba aprobar los cursos. Recuerdo que sólo tuve un gusto enorme y una emoción intensa en un materia: "Taller de expresión oral", o algo por el estilo. Después de un semestre, me di cuenta que mi vocación era otra, que mi selección había sido errada. De poco a poco comencé a quitarle tiempo a la resolución de problemas matemáticos y configuración de supuestos abstractos para hundirme en la lectura de libros de literatura y periodismo que sacaba de la Biblioteca Central: un faro que alumbró con luz intensa mi decisión de cambiar de carrera.
          Tuve que volver a presentar el examen de admisión, esta vez para la carrera de Ciencias de la Comunicación, al otro lado de la Ciudad Universitaria. Conseguí aprobar el examen nuevamente y cambiar los números por las palabras.

HOMO CULTURALIS HAMBRIENTO
Acudí a pocas clases del segundo semestre de ingeniería. No me sentía cómodo yendo a clases a sabiendas de que no concluiría los cursos, o de que las calificaciones que obtuviera, a esas alturas, eran irrelevantes. Fue así como comencé a utilizar mi tiempo en otras actividades. Descubrí la oferta cultural que la Universidad ofrecía para un provinciano hambriento de conocer expresiones distintas a las que había experimentado hasta entonces.
          Comencé a asistir a los cineclubes que providencialmente florecían a lo largo y ancho del campus. Descubrí el Centro Cultural Universitario, donde me enfrenté a cosas que siempre había pensado lejanas o inaccesibles: películas en idiomas desconocidos, obras de teatro verdaderas (y no los ejercicios de aficionados que había experimentado en la preparatoria), conciertos de música de cámara de primer nivel y libros, muchos libros. Recuerdo sobre todo un puesto de libros usados, de saldo y de oportunidad que se ubicaba en el exterior de las salas de cine. Lo recuerdo porque ahí tenía crédito y porque el administrador de esa librería es hasta el día de hoy un amigo cuyo único lazo es, precisamente, el que tendieron entre nosotros los libros.
          Puedo asegurar sin sonrojo que una de las épocas más enriquecedoras de mi vida fueron esos seis meses que me dediqué a vagar por la universidad en espera de entrar a mi nueva carrera. Los salones en penumbra, en contraste con los escenarios iluminados, generaron en mí la sensación de acudir a una revelación de algo apenas sospechado. Ahora que intento recordar esos momentos, acude a mi mente la imagen borrosa de unos ojos hurgando entre la semioscuridad lo que ocurría en la pantalla, en el escenario, en la orquesta. Hoy soy consciente que en estos recuerdos el protagonista soy yo. Debutante eterno que observa desde la oscuridad.

LOS AÑOS QUE VIVIMOS EN PELIGRO
Ingresé a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales en agosto de 1994. Para los que no alcancen a vislumbrar la importancia de la fecha, sólo diré que, después de observar diversas expresiones creativas y de pláticas interminables, pareciera que ese año es el que marcó a mi generación. Los que nacimos en los setentas y que coincidimos en la UNAM en los 90's.
          En enero de ese año, un grupo de indígenas del sureste del país se había levantado en armas para cuestionar lo que el gobierno en turno llamaba "la entrada al Primer Mundo". En marzo del mismo año, el candidato del partido en el gobierno es asesinado en un acto público. Menos de un mes después, un gringo proveniente de la marginalidad del sueño americano y que había generado una serie de marcas de comportamiento y de aspecto que podían ser emulados por casi cualquier habitante del mundo, Kurt Cobain, se pegaba un escopetazo en pleno delirio de drogas, de rock y de desilusión. Todo eso generaba diversos estados de ánimo combinados o autónomos en la facultad a la que ingresaba: de la indignación al idealismo, de la depresión a la toma de conciencia, del activismo a la observación atenta. Todo se conjugaba y convivía, no había espacios para la indiferencia.
          Estudiar Comunicación en ese ambiente era una de las cosas más estimulantes que podían existir. Vagar entre compañeros que utilizando un altavoz pedían apoyo para enviar a una delegación de estudiantes a la Convención Nacional Democrática en medio de la selva; entre experimentos de radio comunitaria que exponían la expresión de los grupos que conformaron la época de oro del rock latinoamericano consciente de su propia identidad; entre playeras con la imagen del subcomandante Marcos, panfletos que invitaban a la rebelión total, talleres funcionando al aire libre, puestos de libros de segunda mano; entre delegaciones de trabajadores liquidados del sistema de transporte público más importante que ha tenido la ciudad de México presentando sus versiones.
          La universidad me hizo tomar conciencia de mi naturaleza de animal político. De que uno y las acciones que realiza condicionan la manera en que se comprende al mundo y en cómo el mundo se amolda a nuestra propia comprensión. Entre textos políticos, históricos, de metodología; mesas redondas, conferencias, coloquios, festivales; pláticas con profesores y compañeros.
          La experiencia de estudiar en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales en esa época de efervescencia social e intelectual es algo que no se puede olvidar fácilmente. Es algo que pertenece no sólo a la historia personal de los que vivimos de manera cotidiana esa época, sino, también, de la manera en cómo la Universidad se reveló en puente de diálogo, comprensión y solidaridad con la realidad nacional. En cómo era espacio con la posibilidad de ejercer la crítica para generar sentido. La universidad me permitió concebir el sueño de pensar de manera distinta a la mayoría, y tener elementos para defender mi opinión divergente.

CANCERBERO DE LIBROS
Trabajé durante diez años como vigilante del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, lugar que alberga la Biblioteca y Hemeroteca Nacionales. Fue una coincidencia afortunada. En este país no se puede pensar en una biblioteca más grande (y no hablo en términos de tamaño, aunque también) como la Biblioteca Nacional. En ese entonces también albergaba el entonces Centro de Estudios sobre la Universidad.
          Es una experiencia distinta ser un estudiante a ser un trabajador de la universidad. Se es parte de la comunidad, pero la responsabilidad es distinta. En ese sitio me tocó observar la manera en la cual los esfuerzos humanos e intelectuales se conjuntan para conseguir ese hermoso ser vibrante que es la institución. Sus trabajadores, tanto los administrativos como los académicos, rara vez pueden disimular el orgullo que da portar la responsabilidad de ser parte del personal universitario.
          La convivencia es cercana y generalmente se reconoce que sin la participación de todos los trabajadores es imposible que la universidad funcione. A pesar de que algunas actividades parezcan superfluas o innecesarias, a la larga se llega a valorar la importancia que tienen para que todos los objetivos de la universidad se cumplan. Personal de intendencia, vigilantes, bibliotecarios, jefes de servicio, técnicos, becarios, secretarias, contadores, investigadores, autoridades.
          Para mí resultó una ventaja poder, al mismo tiempo, estudiar y trabajar en la Universidad. Cuando terminaba mi jornada en el Centro Cultural, me dirigía caminando hasta la Facultad y siempre fue una experiencia que juzgué invaluable. Por eso decidí hacer mi servicio social en la Universidad. Durante seis meses di clases de Ciencias Sociales y Español a los trabajadores administrativos del CCH Sur que buscaban concluir con su educación secundaria. Tengo un recuerdo muy lindo de esa experiencia. Me tocó atestiguar la certificación de dos estudiantes que ya eran madres (abuela, una) y convencerme de que ellas sabían que eso no lo hubieran conseguido más que trabajando para la universidad.
          Cuando terminé el servicio social, concluí los cursos. Pero comenzaba otro hecho que refería a reflexiones de otro tipo: la huelga de 1999.

CONCILIAR, COMPRENDER, CONVIVIR
El 20 de abril de 1999 comenzó la huelga estudiantil en la UNAM. En ese momento yo tenía casi concluida mi tesis de licenciatura y estaba en los trámites para solicitar fecha para sustentar la defensa oral del mismo. La huelga interrumpió ese proceso administrativo, pero abrió un nuevo proceso de reflexión. Los principios que defendía la huelga eran justos, lo que comenzó a fragmentar el consenso general fueron los métodos utilizados para conseguir los fines que la Asamblea Estudiantil primero y después el Consejo General de Huelga planteaban como el camino.
          Estuve en algunas guardias de brigadas que buscaban proteger los recintos del Centro Cultural Universitario (¿dónde más?), las brigadas eran de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, principalmente. Es probable que hoy, a diez años de los hechos, no se pueda establecer con total objetividad lo que ocurrió en este proceso. Durante algún tiempo, en busca de hallar una solución al conflicto que se había planteado, acudí a las asambleas de Políticas y también a las plenarias del auditorio Justo Sierra-Ché Guevara. Lo que pude percibir fue una radicalización que sintonizaba con los tiempos que corrían y, también, con el resto de la sociedad mexicana.
          La discusión no era sobre los fines, sino sobre los métodos. Los acuerdos no podían consolidarse debido al endurecimiento y a la paradójica ausencia de democracia al interior de los debates. Cuando comenzaron las clases y las actividades "extramuros", se me ofreció presentar mi examen profesional en las instalaciones que la universidad tenía en la colonia Del Valle, en las oficinas de Extensión Académica de mi facultad. Me negué, algo de lo que nunca me he arrepentido. Yo quería titularme en la universidad, en mi facultad y en las mejores condiciones. Participé como voluntario en el plebiscito del 20 de enero de 2000, como una alternativa para salir del callejón que se había ido estrechando de manera cada vez más evidente, con sentimientos encontrados acerca del destino que tendría el proceso.
          Después del desalojo de las instalaciones y ante el arresto de muchos compañeros universitarios, acudí a la marcha en la que se pedía la liberación de éstos y el retiro de la policía de la universidad. La huelga tuvo consecuencias no sólo en términos institucionales, sino también a nivel personal. Amigos o familiares que se sintieron traicionados o cuya lealtad fue cuestionada y juzgada. Las heridas de ese movimiento aún no cierran, en la memoria reciente de la universidad constituye un momento de animosidad y falta de consenso con respecto de los alcances institucionales y de participación social que la universidad, como un organismo dinámico y diverso, debería de tener.
          Puedo decir que el colofón a esta etapa lo constituye la presentación de mi examen profesional el 11 de julio de 2000. Mis padres, hermanos y amigos más cercanos acudieron a la sala Fernando Benítez, donde me convertí en el primer integrante de mi familia extendida en conseguir un título universitario. Y no era cualquier título.

EL OTRO-NUEVO MUNDO
Pensar en qué (quiénes) somos es un proceso que inicia la reflexión acerca de la identidad. La identidad personal que toca también lo colectivo. Esa búsqueda del ser me llevó a buscar nortes para explicarlo. Ingresé en 2001 al Posgrado en Estudios Latinoamericanos. Durante dos años conocí formas de concebir el mundo que convergían en ese espacio que la UNAM había construido para reflexionar sobre la naturaleza del ser de América Latina.
          En ese lugar fue mi primer contacto no turístico con personas que venían de otras realidades, de otros mundos. Extranjeros que acudían a la UNAM por lo que ésta significaba en el contexto latinoamericano. Que referían con asombro la generosidad de la institución con ellos y, en general, con la construcción del conocimiento en nuestra región. Fue la primera vez que comencé a reconocerme mirándome en los otros y, al mismo tiempo, tomando conciencia de lo que había en mí que también estaba en los otros.
          Terminé los cursos de la maestría en 2002, pero tendrían que pasar seis años para que obtuviera el grado. Lo que pasó en medio fue la vida: necesidades urgentes de conseguir el sustento, de buscar nuevos caminos, de explorar ambientes distintos. En esos seis años mi vida se transformó de manera radical, comencé a dar clases en una universidad en donde se reconoció mi capacidad por el hecho de ser egresado de la universidad más importante de América Latina. Daba clases en una universidad privada en la que se gestaron varios de los líderes económicos y políticos del país. En donde la tarea, como egresado de una universidad pública, es buscar la manera de que la experiencia de vida de los estudiantes de esa universidad no se cierre en un universo exclusivo, finito y falso construido por su contexto inmediato. Ahí me encontré a Otros, que a veces no tenían idea del país que habitaban o de las condiciones de su gente.
          En esos seis años tomé la decisión, también, de dejar mi trabajo en la universidad. Otros proyectos me llamaron y por su naturaleza me arriesgué a asumirlos. Un proyecto educativo que buscaba dar educación de calidad a sectores de la sociedad urbana que históricamente habían sido desplazados de esa posibilidad. Un trabajo duro, idealista, utópico y no pocas veces lleno de inconvenientes y desilusiones. Pero donde la experiencia y la formación que la universidad forjó en mí, permitió que persistiera y tratara de conseguir, con otros recursos, por otros caminos, algo de lo que la UNAM había conseguido conmigo. Lo disfruto. Intento con mis estudiantes allanar un poco el camino que yo descubrí un tanto desde el azar y el autodidactismo.
          Del posgrado de la UNAM conservo el conocimiento (mucho más del que podría pensar, y esa sensación de asombro es algo renovado de manera infinita por las posibilidades que la universidad crea) y cómplices en nuevos proyectos. Una revista independiente que, dentro de su autonomía, no puede negar el origen que la UNAM le dio y la resonancia que puede tener en sus muros en personas a las que esas ideas les resultarán conocidas porque invitan a la discusión y a la crítica. A la búsqueda de la comprensión densa del mundo que nos ha tocado habitar.

PIENSO, LUEGO ESCRIBO, LUEGO EXISTO
En la UNAM fue el primer lugar donde me sentí escritor. Escritor de a de veras. Es decir, con textos publicados y el aval que la universidad ofrece. En enero de 1998, la revista Los Universitarios publicó uno de mis cuentos. No hay palabras que puedan expresar lo que sentí. El sobresalto de reconocerse, no en una fotografía o un nombre, sino en un texto. Esa publicación me animó a seguir escribiendo y a seguir buscando que la universidad mostrara lo que yo tenía que decir.
          Lo que siguió fue el Concurso 33 de la revista Punto de partida. Yo sabía desde mucho antes la importancia de la publicación. Tenía conocimiento de los escritores que habían obtenido alguno de los premios. Gente a la que leía y admiraba. Concursé en dos ocasiones sin resultados memorables. Pero en el concurso 33, la vida me deparó una sorpresa tremenda: de cuatro géneros en los que había concursado, obtuve dos premios y una mención. Es uno de los triunfos más grandes que he obtenido en mi vida y algo que no dejaré de presumir nunca.
          La UNAM me hizo escritor y no hay nada más que decir.

EN EL INTENTO DE HACER HABLAR AL ESPÍRITU
No puedo hablar de mí sin hablar de la universidad. Mi biografía está ligada a la universidad. No me puedo pensar de otra forma más que como un ser humano que tuvo la enorme fortuna y responsabilidad de formar parte de la comunidad universitaria.
          No sé qué tanto de ensayo tenga este texto. Pero no se me ocurrió otra forma de expresar lo que la UNAM significa en mi vida más que contando mi vida, una vida chiquita que tiene como uno de sus escenarios principales a la universidad. Tampoco sé si sea de cierto un ex-alumno. No me siento así; tal vez administrativamente lo sea, pero mi espíritu nunca han abandonado lo que la UNAM representa.
          Porque la UNAM es más que sus aulas, es todo lo que la rodea y la constituye: su gente, sus bibliotecas, su estación de radio, su canal de televisión, la cantidad enorme de publicaciones, la opinión de sus egresados, el debate de sus estudiantes, el espacio privilegiado de la vocación crítica del conocimiento y de la voluntad de comprensión de esta sociedad cada vez más compleja y diversificada. Seré un estudiante vitalicio de la universidad. Porque todavía me sigue enseñando maneras de aprehender el mundo. El mundo que me reveló y que no tiene nada que ver con el del muchacho de 17 años que llegó a una ciudad desconocida a ocupar su lugar en el mundo. Es decir, a estudiar en la universidad.
          Soy un convencido, junto con Vasconcelos, de que la educación es el camino, el método y el destino. La igualdad, la democracia y la libertad se construyen desde el conocimiento. La equidad no puede ser posible sin la posibilidad de discernir de manera adecuada las opciones que a una persona o a una nación le corresponden. Y eso sólo se consigue con la educación. También creo que es una responsabilidad del Estado, como materialización de la necesidad del bien colectivo, ofrecer la posibilidad de que esa educación esté al alcance de todos sus integrantes. La excelencia de la UNAM demuestra que eso es posible. Goya, por siempre.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo recuerdo que se llamaba "Ruta Hidalgo", no "Viaje cultural". A mí me tocó en 1986, pero no alcancé a saludar a MMH porque sólo aguanté dos días y me escapé del Colegio Militar (también me quedé sin regalos...). Las condiciones eran similares a las actuales: échale un ojo a este link:
http://www.jornada.unam.mx/2008/07/22/index.php?section=sociedad&article=040n1soc

Alfredo Carrasco Teja

Victor Jurado Acevedo dijo...

Hay me gusto...

S E B A S T I A N G O M E Z dijo...

Edgar, muy inspirador!
Me sentí identificado 300%

plastyko dijo...

Bastante bueno mi estimado Mora, pero creo que olvidó un pasaje que también le dió la universidad, su carrera (efímera) como músico, letrista y cantante de un grupo de rock. Gracias a la UNAM usted conoció a Leo y a un servidor, amistad de la cuál puedo presumir hasta el día de hoy. Felicidades me encantó el relato.