miércoles, septiembre 05, 2007

Conocer a Ricoeur

Dedicado a los primeros morrales de mezclilla de Gandhi.

Tomar un poco del mejor Irvine Welsh, el de Acid House y Trainspotting; aderezar con el Bukowski de La senda del perdedor; insinuar algunas de las reflexiones de Douglas Coupland acerca de la sociedad contemporánea (ésa de Generation X y Planeta Shampoo); quitarle a Bret Easton Ellis la obsesión por el asesinato serial y dejarle la ironía filosa y depiadada de Glamourama. Esta mezcla se acerca peligrosamente a lo que Giuseppe Culicchia nos entrega en su primera novela, Todos al suelo (Barcelona, Thassàlia, 1997).
          A lo largo de las páginas de esta historia, podemos acompañar a Walter por la larga vereda mediterránea del desempleo y el nihilismo característico de principios del siglo XXI. La obra no está exenta de humor. De hecho éste es uno de sus principales motores. El personaje, a través de una persona diáfana, con esa voz que hace difícil disociar la foto del autor del relato que observamos, deambula por las calles de Turín en espera de que algo ocurra. Nunca sabe a ciencia cierta qué es lo que espera, pero en esa espera perpetua es donde nos damos cuenta de que Walter es un ser común y corriente. En eso radica su singularidad. En eso recae su interés. En que piensa como pensamos la mayoría de los mortales. En que le aflijen las mismas cosas que a los jóvenes que a los veinticinco no saben qué quieren ser. Ni quién son. Ésos que piensan que su futuro está en las letras y van y le dejan su libro de relatos al escritor famoso que conocieron en una feria de libro. Y el escritor famoso nunca llama. Y la oportunidad nunca llega. Y el destino nos ha traicionado nuevamente.
          Walter deambula sin problemas por los más disímiles lugares, buscando simplemente no realizar el servicio militar. Así es como se enrola en una ONG q ue se dedica a darle asilo, sustento y prestaciones a un grupo de gitanos que, desde la prosa de Culicchia no aparecen más que como carne de cañón de políticos oportunistas que tratan de explotar las desgracias de todos los demás. El protagonista se matricula en la universidad, estudia, lee, pero nunca consigue pasar un examen. En esta parte, Walter ironiza sobre las formas arcaicas y francamente estúpidas que la institución académica establece para determinar el aprendizaje de determinados conocimientos. ¿Conoces a Ricoeur?, le pregunta uno de los personajes más castrosos del texto y él contesta “Mmmm... Pues no, la verdad”. Para el autor, la academia no es más que una simulación gigantesca en la que triunfa el que tiene más talento para robarse ideas ajenas, ideas de verdaderos pensadores.
          Así, Walter termina laborando como recepcionista de eventos culturales, en donde su misión es entregar bolsitas conmemorativas del evento llenas de souvenirs. En esta parte, Walter hace una crítica hacia el blof de lo cultural, en el sentido de alta cultura, que el stablishment ha determinado para poder pertenecer a ese grupo. Un jodido maletín de plástico lleno de folletos se convierte, en una feria de libro, en un distintivo de importancia y en un símbolo de que se está ante alguien culto. Como las primeras bolsas de las librerías Gandhi. Que exhalaban un halo de santidad intelectual que hoy, hay que decirlo, han perdido por completo.
          Pues total que, destino de aspirante a escritor, Walter termina trabajando subexplotado por una excéntrica vendedora de libros. La tienda da servicio a domicilio para burgueses-burgueses. Y Walter se encarga de que los volúmenes lleguen a buen destino. Es entonces que la reflexión amarga que hace al final resume de manera brillante todo lo que ha antrecedido en la narración: “Hubiera deseado estar en cualquier sitio menos allí. Al final, yo también me había convertido en un dependiente. Desde mi jaula miraba hacia afuera, pero ya no había nada que ver”.
          Todos al suelo obtuvo el Premio Grizane Cavour en 1995 y el Montblanc en 1993.

Extracto que hará la delicia de más de dos:
“-- Yo también estoy en primero –dijo, bajando unos cuantos peldaños para sentarse a mi lado. Me tendió la mano-. Me llamo Alessandro. Alessandro Castracán.
          --Mucho gusto. -Le estreché la extremidad-. Yo soy Walter.
          --Yo soy. Palabras muy gordas. No te creas que es tan fácil. ¿Te consideras Walter en un sentido cartesiano o heideggeriano?
          El aula se volvió más oscura. Escondí el bocata de gorgonzola debajo de la banca.
          --Bueno mira, mi nombre es Walter. Eso es todo.
          --Naturalmente. Pero tú eres Walter en el sentido de estar, Dasein, y, puesto que te encuentras tirado en el mundo en cuanto hombre, te planteas la pregunta sobre el ser, ¿no es así?
          Asentí levemente con la cabeza. Mi tripa se quejaba ruidosamente, casi gruñía.
          --Menos mal. Temía que te refirieras al hecho de ser Walter desde un punto de vista cartesiano o, peor todavía, heideggeriano, ¿entiendes?
          --Oh, no.
          ¿Por qué me tenía que haber pasado precisamente a mí? La cita humana.
          --No soporto a Hegel –me dijo, haciendo rechinar los dientes. Una luz homicida brillaba en sus ojos. Observé en la oscuridad que tenía un inquietante parecido con Bela Lugosi--. Hegel es el principio de todos los males de nuestro siglo. Todas las dictaduras son hijas de Hegel. Se tendría que prohibir terminantemente su estudio, organizar hogueras y quemar todos los ejemplares de sus textos protonazicomunistas.
          En ese momento mi estómago soltó un gruñido sin el menor recato".

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