jueves, julio 26, 2007

El reino del Mal*



Toda ficción es, claro está, recuerdo...
Silvia Molloy, Acto de presencia

No podemos creer tan fácilmente. El acto de creer es un proceso de desavenencias con uno mismo. Creer es renunciar de golpe a una parte de nuestro ser. Es más difícil aún que alguien intente hacernos creer. El acto de creencia es un acto de fe y la fe es un bien escaso en estos días. Se puede creer en lo inmediato y lo que presuponemos inmutable: la salida del sol por oriente, el advenimiento de la oscuridad al terminar las horas de oficina, los defectos y fallas continuas del servicio telefónico, la corrupción de los poderosos, la ninfomanía de las estrellas de cine porno, la estupidez de los programas de televisión dirigidos al “espectador promedio” (esto es, el más baboso), el cáncer, el sida, el vouyerismo espiritual de los sacerdotes (esa obsesión por saber todo acerca de los pecados de uno los hace aparecer como coyotes de la gloria celestial), en fin. Lo cierto es que creemos en las cosas que vemos en el mundo real, aunque no podemos afirmar que conocemos todo lo relacionado con ese mundo. Y he aquí que una de mis ex-novias (las causas por las que dejó de serlo no tiene que ver con desacuerdos de índole romántica o sexual sino con un fenómeno que nadie ha alcanzado a explicar y que relataré a continuación) quería hacerme creer en cosas en las que yo ya había reafirmado mi incredulidad. Va la historia.
          A ella la conocí en un puesto de carnitas, sé que no es un lugar muy común para conocer a personas que nos sorban el seso, pero así ocurrió. Ella se veía hermosa, en medio de las cabezas de cerdo y del olor a manteca frita su imagen se elevaba como si fuese una mitológica ninfa. Creerán todos que ella se encontraba ingiriendo los manjares ricos en calorías que aquel puesto ofrecía pero no era así. Se encontraba ahí para una misión más elevada: repartir volantes en los cuales se prevenía de los efectos dañinos que la carne nos traía, su afán ciertamente no era el de un apostolado nutricional sino espiritual. La enjundia con la que pregonaba la inminente condena a la que nos exponíamos al seguir consumiendo esos alimentos llamó la atención de todos los comensales pero más aún la del carnicero que la miraba con ojos inyectados de furia. Ella hacía caso omiso y seguía repartiendo volantes hasta que la furia del carnicero fue tal que tomando el cuchillo que utilizaba para picar la cebolla la conminó amablemente a que se alejara de su puesto y fuera a redimir carnívoros a otro lado, sutilmente sugirió el puesto de barbacoa a pocos pasos de ese lugar. Por un momento creí que la ninfa se resistiría a abandonar a su rebaño pero, para mi sorpresa, con un aire de dignidad propio de los que se ven amenazados por un cuchillo se alejó del lugar no sin antes poner uno de los volantes en mis manos. Le eché una ojeada al minúsculo discurso escrito en el papel y al verla alejarse decidí pagar mi consumo y seguirla.
          Los lectores creerán que la diatriba de aquella criatura había tocado mi mente haciéndola reaccionar ante el peligro de condenarme en los infiernos por comerme a uno de los hermanos de Porky, nada más falso. Si me decidí a seguirla fue porque al verla alejarse escuché el canto de las sirenas que inclementes susurraban sus más enloquecidas melodías al ritmo de sus caderas. Decidí seguir el llamado de la otra carne y la alcancé cuando esperaba el camión en la parada de la esquina del mercado. Cuando me vio sonrió de una manera que nunca llegué a descifrar, le dije entonces que su discurso me había causado un profundo impacto y que sus argumentos (esto es sus caderas) aunados a su claridad de razonamiento (esto es sus ojos intensamente azules) me habían, simplemente, subyugado. Ella me miró por un instante mientras yo sonreía estúpidamente. Su mirada se había literalmente clavado en mi rostro ante mi incipiente inquietud (súbitamente pensé en algún residuo de cilantro entre mis dientes). Acto seguido dijo “es raro, la mayoría de la gente cree que estoy loca”, “nimiedades” pensé para mis adentros. Sin pérdida de tiempo la invité a tomar una copa, “no tomo alcohol”, un café, “ni drogas”, una agua de alfalfa, “pero sin azúcar”. Éxito.
          En el transcurso de esa agua asquerosamente viscosa supe que era una de las elegidas por el Maestro para llevar a los confines del mundo el mensaje de una nueva era. La vida terrenal estaba por terminar porque el acoso de fuerzas que escapaban a nuestro entendimiento estaban decididas a exterminar a la raza humana. Supe que era asidua asistente a sesiones en las que se pedía ayuda, a través del Maestro, a personajes que en la antigüedad habían previsto la maléfica acción de esas fuerzas y habían reunido el coraje suficiente para enfrentarlas. Hablaban con los muertos pues. No pude reprimir una risita burlona que, afortunadamente, ella no percibió, o percibió pero no la tomó como una ofensa, nunca lo supe. El caso es que de repente, ya me había invitado a una de esas sesiones. Era el momento preciso de dar marcha atrás a esa situación que a cada momento se tornaba más ridícula, pero el misterio que exhalaba (y los generosos senos que se insinuaban debajo de su blusa) hicieron que aceptara.
          A los dos meses de esta escena ya había acudido a una media docena de invocaciones en las que se notaba a leguas lo hechizo del asunto. El local donde se llevaba a cabo todo el teatrito era de lo más estereotipado: muñecas Barbie decapitadas, frascos de conservas que en vez de suculentos chiles jalapeños mostraban vísceras de lagartos y ojos que, con un poco de imaginación, parecían seguirlo a uno por todos los rincones de la habitación, pósters de Gloria Trevi en las paredes, crucifijos negros, reproducciones gigantescas de grabados medievales, sangre de utilería, códices aztecas apócrifos y, en medio de toda esa escenografía, el Maestro.
          Cabe aquí hacer una descripción de tan oscuro personaje: de estatura mínima (esto es, chaparro), con el pelo crespo, los ojos siempre inyectados, la voz gutural que podría pertenecer más a un borracho que a un gurú, las manos callosas, utilizaba unos zapatos que parecían sacados de alguna película del Santo y un turbante sobre la cabeza. La congregación no podía ser más disímbola: un supervisor de salubridad que aseguraba haber sido raptado por ovnis, un ama de casa que suspendía el tejido de un eterno suéter apenas comenzaba el ritual, un ex hippie que siempre olía raro, un cantante de rock pesado que llevaba sus cintas de Leprosy para “crear ambiente”, un supuesto jefe de una tribu india desconocida, un dibujante de revistas pornográficas; entre ellos, la presencia de mi Eva evanescente y de mi incredulidad cínica no podía ser más evidente.
          Las sesiones tenían todo lo que el más aberrante cine de Hollywood nos había legado. Nos tomábamos de la mano y emitíamos un mantra que se suponía debía atraer a los espíritus del más allá. El Maestro se retorcía al sentir de la presencia de los visitantes. Empezaba a emitir sonidos inteligibles que al final traducía como “el reino del Mal está más cerca de lo que se imaginan”, “cuídense de las personas que creen más puras, he ahí a los mensajeros del Maligno”, “confíen en la llegada del Elegido, él los llevará hasta los umbrales del Paraíso” y así hasta la naúsea.
          Lo único rescatable de las sesiones era que al final de las mismas la suculenta repartidora de volantes y un servidor nos entregábamos a los más apasionados exorcismos de los demonios del cuerpo. En la estrechez de mi departamento, hurgaba uno a uno los rincones de su cuerpo buscando expulsar con mi lengua a los demonios que se hubiesen atrevido a invadir su piel y un poco mas allá. En determinado momento ella me susurraba al oído palabras que no entendía pero que al final no importaba en tanto yo estaba entregado a otro tipo de reflexiones que no tenían que ver con mi salud espiritual.
          Fue así como un día al llegar a la redacción del periódico, en ese entonces era reportero de nota roja, me encontré con la noticia de que el Maestro había sido asesinado. Mi estupor fue mayúsculo cuando leí que el tipo tenía en su casa todo tipo de artefactos destinados al culto satánico (intrascendente) y, por si fuera poco, unos cuantos kilos de cocaína y heroína en el fondo de uno de sus baúles. Lo que me dejó helado fue leer que todos los asistentes a las sesiones que el Maestro realizaba habían sido detenidos y serían procesados como sospechosos de asesinato. La fotografía que aparecía ilustrando la nota era en verdad patética, todos los asistentes a las sesiones mostraban en sus manos cuchillos, pistolas con silenciadores, cuernos de chivo y una aguja de tejer, sin que le importara a la policía el hecho de que el Maestro había muerto asfixiado. Resaltaba la ausencia de mi objeto del deseo y la mía. Por un momento pensé en huir, pero después reflexioné y pensé que, mientras no se me mencionara, ninguno de los detenidos sabía quién era, dónde vivía o algo que pudiera identificarme.
          Seguí el caso con atención hasta el momento en que los detenidos fueron absueltos al decidir la policía que el Maestro había muerto al quedarse dormido en la tina del baño mientras escuchaba un disco compacto de narcocorridos. Mientras esto ocurría no había tenido noticias de la causante de mis sueños húmedos hasta la mañana en que en el buzón de mi departamento encontré una carta proveniente de Texas. Transcribo lo que decía:
“No puedo expresarte nada más que una súplica para que me perdones, cuando te conocí decidí que estuvieras en las falsas sesiones espiritistas sólo para que dieras fe de los hechos que a continuación te voy a narrar. Sé que como periodista te parecerán de sumo interés.
          Conocí a Rubén Malverde, a quien tu y yo conocemos como el Maestro, en unos separos de la ciudad de Tijuana cuando nos encontraron a ambos unos paquetitos que teníamos que entregar del otro lado. Malverde tenía relaciones más que cercanas con una ministerio público de Tijuana por lo que no fue nada difícil que saliéramos librados. A pesar de que yo no formaba parte de su grupo, tuvo la amabilidad de decir que yo iba con él por lo que también tuvieron que soltarme. A partir de ese momento tuve una relación con Rubén que rayaba en la idolatría, me empecé a enamorar de él de una manera incontrolable y tuve a bien llevar a cabo diversos encargos y entregas con destino al norte en más de una ocasión. Todo hubiera quedado en una asociación bastante conveniente para los dos, sino se hubiera interpuesto la esposa que había dejado en Sinaloa. Lo amenazó con dejarlo si no dejaba de andar persiguiendo zorras en la frontera. Me sentí aludida y los celos y la sed de venganza comenzaron a anidar en mi corazón. Rubén dejó a su esposa, más por conveniencia que por otra cosa justo en el momento en que la DEA estaba sobre nuestros talones. Decidimos huir a la Ciudad de México para escondernos un rato. Qué mejor escondite que en un lugar en el que la gente es abundante. Sin embargo, Malverde tenía una infinidad de enemigos en la Ciudad de México, así que decidimos pasar de incógnitos. Montamos la farsa de las sesiones espiritistas y decidimos llevarla a cabo mientras las cosas se calmaban. Todo hubiera resultado bien si al estúpido no le hubiera dado la nostalgia y no hubiera llamado a su esposa. La policía había intervenido las líneas y así, en unos instantes ya sabía donde nos encontrábamos y que estábamos haciendo. Lo demás fue cuestión de tiempo. Malverde los pudo contener con unos buenos desembolsos de dólares hasta que la DEA metió su cuchara. Le esperaban fácilmente treinta años por tráfico de estupefacientes. Entonces fue cuando cometió su error. Hizo un trato con la Agencia.
Después de desembolsar otra buena cantidad de dólares para sobornar a los gringos, decidió sacrificarme para que los polis no hicieran el ridículo. De repente iba a aparecer como la orquestadora de toda el tráfico en la frontera oeste. El hecho de que no fuera nueva en el asunto y de que fuera mujer le auguraba a la DEA una cantidad de publicidad impresionante. La forma en como me enteré de esto no te interesa, sólo te diré que estuvo implicado un agente bastante atractivo. Decidí llevar a cabo mi venganza.
          Sabiendo que Rubén había decidido sacrificarme decidí adelantármele, en la última sesión que tuvimos y, a la cual no asististe, puse un somnífero en el vaso que acostumbraba tomar antes de iniciar el ritual y que no era otra cosa más que jugo de tomate con vodka. Ese día cayó completamente dormido y sus fieles creyeron que sus fuerzas habían llegado a su límite por lo que se retiraron. En cuanto estuvieron fuera, lo tomé por la cintura y lo metí en la tina del baño, abrí las llaves del agua y lo demás ya lo sabes. El hecho de que su esposa no permitiera que le hicieran la autopsia hizo posible que no se detectara el somnífero.
          Terminado lo anterior, vacíe la caja fuerte y crucé la frontera hasta mi tierra: Texas. La extrañaba. Después de lo que me pasó con Emilio (otra historia que algún día, si quieres, te contaré) nunca había vuelto. Aunque no lo creas llegué a sentir algo muy especial por tí, así que cuando quieras te espero aquí en mi rancho “La pistolita de agua”. Tómalo en cuenta.
Camelia
Terminé de leer la carta y escuché unos toquidos en la puerta. Abrí y me encontré cara a cara con dos tipos mal encarados que creí que habían venido a matarme por todo lo que sabía. Cuando me dijeron que eran policías judiciales no pude más que confirmar mis sospechas. Sin embargo, sólo venían a hacerme preguntas de rutina. El haber sido reportero de nota roja me salvó de dar explicaciones largas, argumenté que estaba haciendo un reportaje acerca de sectas extrañas y por eso asistía a las sesiones de Malverde. Cuando les pregunté cómo se habían enterado de que yo acudía a tales sesiones, uno de ellos se puso colorado y sólo atinó a decir que Malverde se lo había dicho al procurador en una sesión espiritista con la afamada medium “Dona Pacha”. Asentí comprensivo.

Esta es la historia de Camelia y Rubén, una historia plagada de misterios que me han llenado las noches de insomnio y pesadillas. De vez en cuando sueño con cabezas de cochino inundadas de agua de alfalfa, con muñecas Barbie que ahogan a Ken en la tinita del juego de baño, con el Maestro dándose sus pericazos. He sobrevivido. Ahora trato de elegir mejor a las mujeres que, literalmente, persigo y he dejado de frecuentar los puestos de carnitas. He conseguido otra novia, estudia antropología. Ayer, después de hacer el amor, la sorprendí leyendo un libro llamado “La magia negra en la tribu de los cochatemes”. He decidido dejarla. Mera precaución.


*Édgar Adrián Mora, incluido en ¿El crimen como una de las bellas artes?, México, Porrúa/Instituto Coahuilense de Cultura, 2001.


Para los interesados en obtener Memoria del polvo (mi libro de cuentos, Premio Nacional de Narradores Jóvenes 2005), lo pueden conseguir a precio de remate y baratísimo en El Parnaso de Coyoacán, en una de las esquinas del Parque Hidalgo del centro de ídem.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Tal vez si, creer es renunciar a parte de nuestro ser... Pero también renunciamos a gran parte de nuestro ser cuando juzgamos y afirmamos algo sin tener ni la más mínima idea de lo que hablamos.
No sabes cómo les revienta a los sacerdotes el escuchar los pecados de la gente, no sabes cómo desearían hacer otra cosa en lugar de escuchar y recibir energía negativa, no sabes lo cansados y afligidos que terminan después de una jornada de confesiones descubriendo cómo los seres humanos nos la vivimos destruyendo a los otros y a nosotros mismos.
Y todavía crees que ellos están deseosos de escuchar nuestra maldad...
Informémonos antes de hablar, para no renunciar a otra parte de nuestro ser y parecer ignoranes al opinar sobre algo.

joel.flores1984@gmail.com dijo...

muy buen cuento, adrián, tenía rato que no pasaba por aquí y me dio gusto leer esto. nos vemos pronto en san luis. el 8 de agosto me voy para monterrey, estaré allá en el encuentro de jóvenes escritores del norte. no se te ofrece encargarme algo?


un abrazo.

Édgar Adrián Mora dijo...

Anónimo: la diferencia entre ficción y realidad es algo parecido a la que se establece entre el autor y el narrador. El juicio lo está haciendo el narrador (un cínico sin más), y no el autor (o séase, el escribidor). Así que reclámele al narrador/personaje, no al autor. Al parecer está en la misma dimensión, ¿o no es así, Sr. "Anónimo"?

Witold Welsch dijo...

Oye que chido cuento camarada, nunca se sabe que pasa con las ex-novias. También es un viaje eso de los grupos espiritistas que andan por ahí, jajajajaja la pura maravilla...

Anónimo dijo...

Oye que chido cuento camarada, nunca se sabe que pasa con las ex-novias. También es un viaje eso de los grupos espiritistas que andan por ahí, jajajajaja la pura maravilla... Que maravilla, muy buen cuento.Genial
Neonidas

Anónimo dijo...

no deje de ver la entrada sobre "LARVA FECAL y Los NEONIDA LEMUR" no se pierda los videos, lo harán soltar la carcajada..

Andrea dijo...

Un tema algo polémico...pero estuvo muy bueno el post definitivamente...
Saludos
Siridow