lunes, noviembre 06, 2006

El Otro Lado



Yo no sabía que existía un señor que se llama Lorenzo Milani. Tampoco que fuera un clásico entre los que estudian pedagogía. Mucho menos, que fuera el inspirador de un documento tan revelador como el que tuve a bien leer esta mañana: Carta a una profesora. El texto fue escrito en 1967, de ahí que se reconozcan muchos de los rasgos de la escritura y del contexto que engloban los juicios que en este documento se vierten.
          La historia es simple: un grupo de estudiantes deciden redactar un documento en el que ponen en entredicho la educación tradicional y, de paso, dan una clase magistral sobre cómo la lucha de clases se inmiscuye en aspectos en apariencia neutrales como la educación. La pasión con que se escribe, se cuenta, se exige y se grita en este texto es algo digno de tomar en cuenta. Refleja una rabia que no es común en ambientes marginales, rurales o desprovistos de las armas de expresión y denuncia que deberían ser primer derecho humano.
          La tesis principal del libro plantea que si la igualdad en términos económicos no es algo posibles, se debe de plantear, al menos, la igualdad en el acceso a los medios para obtener una educación decente. Las estadísticas que estos muchachos plantean dan para pensar durante mucho tiempo. Los rechazados por la escuela, una escuela que exige resultados iguales a personas diferentes, privilegia el papel de los descendientes de clase media y clase alta en perjuicio de los más pobres: los hijos de campesinos y obreros. Lo que pareciera una arenga de tipo asamblea sindical pasada de moda (al menos por la forma en que lo describo), termina convirtiéndose en una denuncia que toca más allá de la sociedad italiana de los años sesenta. Una sociedad desprendiéndose del fascismo y que entra en nuevas fases de comprensión de la historia.
          Carta a una profesora no es solamente el reclamo de los rechazados (adjetivo de una significancia más que dolorosa en América Latina) por el sistema educativo; es el reclamo de los abandonados del Estado, de los relegados de las Cámaras, de los dirigidos por los burgueses sindicalistas o parlamentarios, de los manipulados por los medios de comunicación, de los obligados a repetir curso tras curso hasta que el padre se harta de darle dinero al hijo o hasta que éste tiene que ir a trabajar. Por lo regular se recuerda, como maestro, a aquellos estudiantes brillantes que hicieron las cosas como deben de ser, lo que es lo mismo que como YO quería. Casi nunca recordamos a aquellos a los que reprobamos, a los que enviamos (conscientemente, es decir, que asistieron, hicieron y no los apoyamos) directamente al campo laboral no especializado o directamente a la delincuencia o la mendicidad. Después de leer este libro me quedé con una sensación de agrura que no se me ha podido quitar. Como maestro se tienen que pensar bien las cosas, hacer bien las cosas... o cuando menos hacerlas. Tal como se hacían en la escuela de Barbiana, que es de lo que se habla en este texto. Maestros que querían enseñar a chicos que no habían tenido la oportunidad de tener una oportunidad. Maestros apasionados. Maestros con vocación. ¿Nos asombrará saber que esos maestros tenían entre 14 y 16 años?

He aquí unos fragmentos para documentar nuestro pesimismo.

Carta a una profesora (fragmentos)

Querida señora:
          Usted no se acordará de mí, ni de mi nombre. Eliminó a tantos.
          Yo, en cambio, me acuerdo a menudo de usted, de sus colegas, de esa institución que ustedes llaman escuela y de los muchachos que ustedes "rechazan".
          Hace un año, en primero de Normal, yo me volví tímido frente a usted.
          Por cierto la timidez me acompañó toda la vida. Cuando era chico, no levantaba los ojos del suelo. Me pegaba a las paredes para que no me vieran.
          Al principio pensaba que era una enfermedad mía o a lo sumo de mi familia. Mamá es de las que se asustan ante un formulario de telegrama. Papá observa y escucha, pero no habla.
          Más tarde creí que la timidez era el mal de la gente de montaña. Los campesinos de la llanura me parecían seguros de sí mismos. Los obreros, ni qué hablar.
          Ahora veo que los obreros dejan a los hijos de papá todos los puestos de responsabilidad en los partidos y todas las bancas del parlamento.
          Por lo tanto son como nosotros. Y la timidez de los pobres es un misterio más antiguo. Yo no sé explicárselo porque estoy adentro. Tal vez no sea cobardía ni heroísmo. Es sólo falta de prepotencia. [...]
          En primaria el Estado me ofreció una escuela de segunda categoría. Cinco clases en una sola aula. Una quinta parte de la escuela a la que yo tenía derecho.
          Es el sistema que emplean en Estados Unidos para crear las diferencias entre los blancos y los negros. La escuela peor es para los pobres, desde chiquitos. [...]
          La [escuela] de Barbiana, cuando llegué, no me pareció una escuela. No había escritorio, ni pizarrón, ni bancos. Sólo grandes meseas que servían para ponerse a estudiar y para comer.
          De cada libro había solo un ejemplar. Los chicos se amontonaban para leerlo. Ni nos dábamos cuenta cuando uno de nosotros, apenas más grande que los demás, estaba enseñando.
          El mayor de los maestros tenía dieciséis años. El menor, de doce años, me llenaba de admiración. Desde el primer día decidí que yo también iba a enseñar. [...]
          Allí también era dura la vida. Era tanta la disciplina y tales los escándalos que se armaban, que a uno se le iban las ganas de volver.
          Pero quien no tenía las bases, quien era lento o desganado, se sentía el predilecto. Era tratado como ustedes tratan al mejor alumno. Parecía que toda la escuela fuese para él solamente. [...]
          Además, enseñando aprendía muchas cosas.
          Por ejemplo, aprendí que el problema de los demás es igual al mío. Salir de él todos juntos es la política. Salir de él solos es la avaricia.[...]
          No vino ninguna de las niñas de las aldeas. Tal vez por lo dificultoso de los caminos. Tal vez por la mentalidad de los padres. Creen que una mujer puede vivir también con un cerebro de gallina. Los machos no le piden que sea inteligente. Esto también es racismo. [...]
          Manuel tenía 15 años. Un metro setenta de altura, humillado y adulto. Los profesores lo habían decretado imbécil. Querían que repitiese primer año por tecera vez.
          Juan tenía 14 años. Distraído y alérgico a la lectura. Los profesores sentencieron que era un delincuente. Y no estaban tan errados, pero ésa no es una razón para que se lo saquen de encima. [...]

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Alumnos del Barbiana, Carta a una profesora, Ediciones Quinto Sol, México, 2000, 121 pp.

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