lunes, junio 19, 2006

Padres

Les decían “Los chivos”. Eran una familia de campesinos pobres que habían emigrado a la ciudad. Pequeñísima ciudad a la que mis padres decidieron irse a vivir. Yo los veía pasar a diario por la calle con mis ojos de niño miedoso y encerrado. Eran peleoneros, tramposos, montoneros y, en las últimas postales que conservo en la memoria, borrachos prematuros. Les decían “los chivos” porque olían a orines. Porque los pequeños se dormían con la ropa que traían puesta durante el día y por las noches los esfínteres los traicionaban y amanecían completamente empapados. La madre no tenía otra muda que darles o, simplemente, la borrachera le impedía discernir la situación lastimera de sus hijos.

Trabajaban de ayudantes de albañil, de chalanes en los aserraderos, de cargadores en las tiendas de materiales para construcción, lavando los camiones de los señores del transporte del pueblo, de cargadores de refresco, de barrenderos, de mozos en las casas que los empleaban, de vendedores de helados, de lo que “fuera saliendo”. “Los chivos” crecieron, entre ellos había unos gemelos, parte de los hermanos más chicos de un conjunto de nueve, de los cuales uno de ellos era con evidencia dotado intelectualmente. Una vecina lo había acogido para ayudarlo, hacía las labores de servidumbre a cambio de su permanencia en la escuela. No le dio más allá de la secundaria, pero le bastó para huir de la casa paterna a los catorce o quince años a probar suerte en otro lado. Parece que le funcionó y se convirtió en un buen microempresario.

De los demás, una de las hermanas se hizo amante del patrón del lugar en donde trabajaba como sirvienta. Obligó al patrón, por su juventud y belleza, a abandonar a la mujer y a irse a vivir con ella. Tuvieron tres hijos. Hace poco parece que el doctor, tal era la profesión del patrón, fue a dar a la cárcel por fraude. Fue una sorpresa, era una persona que, más allá del desliz extramarital, era moralmente incuestionable. La esposa tuvo que vender propiedades para sacarlo de la clase y retornar a un estilo de vida modesto y despojado de las comodidades a las que se había acostumbrado.

Los dos hermanos mayores se dedicaron a trabajos de obra negra y, en general, a actividades destinadas a los obreros menos especializados. Se casaron y, al igual que sus padres, se brindaron alegremente a la procreación y al maltrato de su progenie de alegre manera. Era frecuente ver a los dos hijos mayores y al padre enfrascados en borracheras de antología, o en peleas en donde el lazo filial se rompía momentáneamente para asestar un par de patadas o un buen machetazo o una artera puñalada. En la resaca todo volvía a la normalidad.

A estos tres me los encontré el pasado domingo. Caminaba con mi padre por las nuevas urbanizaciones que se están realizando en el pueblo. Según la tele y la tradición impuesta por la costumbre, era el día del padre. Y el mío caminaba contento a mi lado. Al pasar por una humilde cantina, tan humilde que no era más que una ventana desde la cual una mano anónima alargaba los vasos llenos de aguardiente, volví a ver a los chivos. El padre con unos cuantos años de más, unos kilos de menos y la misma cantidad de alcohol en las venas. Los hijos con la mirada perdida y la baba aflorando por las comisuras. Saludaron con la mano a mi padre, porque todos conocen a mi padre, y en ese pueblo todos se saludan. Mi padre devolvió el saludo y sólo dijo: “los chivos”. Seguían igual de pobres, de borrachos y de apestosos que cuando habían llegado al pueblo. Pero estaban juntos y en una de ésas vueltas de cabeza que uno no planea pero suceden, los vi abrazándose entre sí con una alegría de estar juntos que era difícil no pasar por alto. El más grande le dio al viejo un beso en la mejilla. Al viejo le brotaban las lágrimas.

Yo no supe qué pensar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El tuyo es un relato preciso, tierno y lleno de humanidad. Aquéllos que crecimos en un sector marginal, vimos imágenes como las que describes, tomamos la mano de personas que se parecen demasiado a tus personajes. Algunos, de plano, llegamos a dormir varias noches con la misma ropa que llevábamos en el día, ¿por qué?, era así como hacían abuelo, abuela y madre.
Noto un cierto tinte naturalista, es decir, los hijos parecen estar determinados a reproducir los vicios y las acciones de los padres, aunque yo diría que no sólo las repiten, las superan. Lograr transmitir la posibilidad de que existan la ternura y la felicidad en una historia tan "sucia" (no en el sentido moral) es un mérito que te aplaudo.
Tu relato me hizo pensar, sobre todo, en la forma en la cual vemos a la vida como un proceso consciente, o bien, como un largo bostezo que se continúa más por inercia que por una real necesidad respiratoria. Casi puedo afirmar que he tenido varios momentos en los que me hago consciente de quién soy y a dónde voy. No dudo que, alguna vez, me haya negado a vivir de una forma viciosa, no productiva y negada a la consciencia. Tampoco dudo que, otras veces, me sorprendí juzgando a mi madre, a mi abuelo, a mi tío alcohólico. Para mí su falta de consciencia ante la vida y la forma de vivirla me ponían mal, casi creía que no habían alcanzado una etapa epifánica donde supieran quiénes eran y hacia dónde irían. Ahora, después de mucho tiempo no sé si estaba en la razón, creo que no. ¿Cómo puede un ser común -como yo- medir el nivel de experiencia, de consciencia, de alguien más?
Los que abandonamos un modo de vivir con carencias y de escasa comunicación, las que no vivimos una adolescencia donde nos preocupáramos de los tules, el peinado, el cine y los helados, nos colocamos en un espacio intermedio. Ahí vemos el tipo de vida que dejamos atrás. Veo a mi mejor amiga de la preparatoria obnubilada con su niño recién nacido, escucho a mis primas hablar de su flota de 3 hijos y de la precariedad de su gasto y explico a mi madre los beneficios de las tarjetas de débito. La verdad es que a veces veo a las familias de mi calle endeudarse con "Crédito familiar" pero ilusionadísimas con la fiesta de quince años de sus hijas, observo a mis primos reírse divertidamente mientras trabajan en un camión repartidor de agua potable, veo a mi madre emocionada al observar catálogos de zapatos (escaparates móviles que muestran un modo de vida limpio, bello, delgado, sofisticado), entonces es cuando yo tampoco sé "qué pensar"

Édgar Adrián Mora dijo...

Gracias Dorba por las flores pa'l relato. estoy escribiendo un ensayo acerca de las razones, las circunstancias y los contextos en los que se da la migración del campo a la ciudad y me he encontrado cada cosa que es para sacudirse la apatía o la falsa pretensión y darle paso, aunque sea por un momento, a lo humano. Saludos, ojalá sigas volteando por acá.