jueves, noviembre 04, 2010

Navegaré por las olas civiles...

Un anhelo atraviesa de principio a fin los dos procesos que celebramos este 2010: la lucha por la democracia. Democracia es lo que buscan los criollos, al demandar mayor equidad en el reparto de los puestos administrativos y en la posibilidad de participación política del entonces virreinato de la Nueva España. Democracia es lo que exige el movimiento popular que encabeza Miguel Hidalgo, con esa diversidad de hombres de oficios diversos reclamando por la tiranía de que han sido objeto durante tres siglos. Democracia es lo que busca Morelos al expresar sus Sentimientos de la nación, el primer documento que, más allá de la declaración formal de la independencia, establece los fundamentos ideales para la construcción de la patria mexicana.
          La Revolución Mexicana comienza por razones similares. Democracia exige Francisco I. Madero al oponerse a la reelección indefinida y amañada de Porfirio Díaz. Democracia persigue Emiliano Zapata con su Plan de Ayala y la posibilidad de refrendar derechos para los más despojados de derechos. Democracia pide Lázaro Cárdenas al reclamar la propiedad de los recursos naturales de la patria.
          A doscientos años del primer grito de libertad democrática en nuestro país la lucha continúa. Las condiciones son otras, pero el anhelo sigue presente y forma parte de los avances que la nación ha tenido en el último siglo. Porque la lucha democrática no es algo que aluda sólo a los procesos electorales, a los partidos o al ejercicio de gobierno. La democracia implica todas las acciones que como ciudadanos decidimos llevar a cabo teniendo como visión última el bien común. Democracia es pensar en que el sueño que los héroes de la Independencia y la Revolución pueden cristalizar en logros prácticos y reales en los momentos actuales.
En resumidas cuentas, Miguel Hidalgo lanzó el grito de batalla que a partir de entonces se convertiría en lema del país:

Vamos a coger gachupines.
¡Viva la religión católica!
¡Viva Fernando VII!
¡Viva la patria y reine por siempre en este continente nuestra sagrada patrona, la santísima Virgen de Guadalupe™!

Los guardianes de la tradición aún lamentan que, en la ceremonia que los presidentes llevan a cabo tradicionalmente desde entonces, se hayan olvidado tan sabias y justas palabras y hayan terminado por sustituirse por expresiones menos patrióticas, como:

¡Viva Hidalgo! (él jamás lo hubiese consentido),
¡Vivan los Niños Héroes! (que no existieron),
¡Viva Zapata! (anacrónico),
¡Viva el tercer mundo! (desliz echeverrista),
¡Viva Milton Friedman! (en épocas salinistas),
¡Viva la Virgen de Guadalupe™! (otra vez con Vicente Fox).
Denise Dresser y Jorge Volpi,
México: lo que todo ciudadano quisiera (no) saber de su patria
La construcción de un proyecto de nación pertinente para México pasa por dos cuestiones fundamentales: uno, despojarse de la influencia de modelos extranjeros y experimentos exóticos y pensar las soluciones para el país desde las características (asuntivas y atávicas) de propio país; y el otro, tener la convicción profunda de que trabajar para el bienestar del colectivo redunda de manera efectiva en el bienestar individual. Mientras no estemos convencidos de que plantear el beneficio del país implica trabajar para el propio bienestar estamos perdidos. Necesitamos generar un establishment que de manera consciente reconstruya las posibilidades del país desde las propias habilidades y poderes. De no reforzar al país como ente colectivo, como proyecto de nación, el riesgo es continuar en el mismo rumbo que los grupos de poder económico, político e ideológico han decidido para todos. Y las evidencias actuales informan del fracaso de ese rumbo.
          La democracia se funda en un principio que no se puede pasar por alto: el de la igualdad. La democracia le reconoce a todos los ciudadanos de determinada sociedad la capacidad de decidir cómo han de llevarse a cabo las cuestiones que atañen al bien público. Miguel Hidalgo hacía énfasis en la necesidad de otorgar representación, sin distingos, a todos los pueblos que conformaban la incipiente (o inexistente en esos momentos) nación mexicana: “Establezcamos un Congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino que dicte leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo: ellos entonces gobernarán con dulzura de padres, nos tratarán como a sus hermanos y desterrarán la pobreza”.
          Morelos, en sus Sentimientos... no difería un ápice en lo propuesto por el Padre de la Patria. Remite la soberanía de la nación al pueblo y a los representantes que de estos dimanan: “La soberanía dimana inmediatamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en el Congreso Nacional Americano, compuesto de representantes de las provincias en igualdad de números”; y después describe las condiciones que deberán vigilar y operar aquellos elegidos para realizar el sueño de los independentistas: “Como buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal al pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”.
Los buenos festejos cívicos son la cosa más difícil de inventar, sobre todo si se pretende que sean originales, solemnes –sin llegar a ser soporíferos- y que afecten positivamente a todas las capas de la población, sin provocar divisiones ni enemistades.
          Desgraciadamente, lo primero que se les ocurre a los comités encargados de formular el programa de festejos es hacer un monumento.
          Es posible que haya división y que la mitad de los miembros propongan que se tumben árboles para erigir la estatua, mientras que la otra mitad propone que se arrase una colonia de pobres –foco de contaminación física y moral- y que se planten árboles para hacer un parque, en cuyo centro se erigirá la consabida estatua. Si el prócer está en el candelero y la patria boyante, se hará parque, si no, se tumbarán los árboles, pero, podemos estar seguros de que en ningún caso nos escapamos del monumento.
Este fenómeno demuestra que los caminos más trillados son los más equivocados. En efecto. Hay que admitir, que si de hacer festejos se trata, no hay ceremonia más aburrida que la de descubrir una estatua, aun en el caso óptimo de que se atore el cordón y sea necesario llamar a los bomberos para que desde la escalera jalen la manta, y le dé insolación a la nieta del prócer. Los monumentos, hay que admitir, son piedras que cuestan una fortuna y que se olvidarían si no fuera porque estorban el tránsito.
Jorge Ibargüengoitia,
Instrucciones para vivir en México
Las visiones de Zapata, Madero y Villa, durante la Revolución Mexicana harán hincapié cada uno en lo que consideraban sustancial para la defensa de aquello que representaban: para Madero, era esencial la igualdad de condiciones en la participación política; para Zapata, la igualdad de trato en la búsqueda de la justicia; para Villa, la desaparición de los abismos de riqueza entre los que más tenían y los que no alcanzaban más que la caridad pública o privada.
          ¿Cómo se traduce actualmente esta situación? ¿Cuáles son los avances o las transformaciones que hemos tenido como parte de ese plan trazado por los héroes de la Independencia y la Revolución? La situación no es ni cercana al pensamiento idealista de los representantes populares de los dos procesos. En cuanto a la “moderación de la opulencia” se puede corroborar un fracaso estrepitoso. El reparto de la riqueza es una cuestión de gravedad impresionante. El hombre más rico del mundo convive en un país en donde millones no tienen siquiera para cubrir sus necesidades más básicas. La riqueza y la pobreza comparten espacios que cada vez son más de subordinación y de cercanía. En las ciudades, los conjuntos residenciales más opulentos conviven al lado de las colonias más empobrecidas y marginalizadas. En el campo, el régimen de la tierra sigue operando bajo esquemas acorde a los tiempos: combinaciones de acaparamiento de productos agrícolas e intermediación injusta, con grupos que operan un monopolio del comercio, los servicios y la administración pública, que originan un estancamiento en la posibilidad de cambio de situación de las masas indígenas y campesinas.
La desigualdad quiebra la idea misma de democracia –e incluso de política en su acepción moderna-, pues divide a la sociedad en órdenes distintos, ajenos entre sí. Mientras los ricos tienden a aislarse en sus propias ciudadelas fortificadas, aterrorizados ante los demonios de la inseguridad –es decir: ante esos otros, siempre sospechosos, que codician sus bienes-, los pobres viven atrapados en sus guetos, y sólo la clase media, cada vez más escasa y debilitada, sirve de tímido puente entre ambos órdenes. Las escalofriantes diferencias económicas que se atestiguan en América Latina acendran las diferencias entre los grupos sociales hasta volverlos extranjeros. En las grandes ciudades, y en especial las megaurbes como México, Caracas, Sao Paulo o Buenos Aires, han surgido faraónicas poblaciones amuralladas, pulcras y seguras, dotadas con todas las comodidades –multicinemas, salas de conciertos, malls, parques, gimnasios, campos de golf-, en medio de sórdidas barriadas, favelas, ciudades perdidas o ranchitos que con frecuencia carecen de servicios básicos como electricidad, alcantarillado o agua corriente. Pese a situarse a pocos metros de distancia, los habitantes de estos dos universos apenas se conocen: el contacto entre unos y otros se limita a las relaciones entre las amas de casa y sus cocineros, jardineros y sirvientas.
Jorge Volpi,
El insomnio de Bolívar
Mientras minorías privilegiadas pueden acceder a niveles de vida acordes a los que prevalecen en el llamado “Primer Mundo”, mayorías condenadas a vivir bajo la línea de la pobreza se ven obligadas a migrar, a sobrevivir en condiciones deplorables o a dedicarse a actividades que muchas veces lindan o desafían abiertamente la legalidad. A pesar de las promesas idealistas de la Independencia y de las previsiones realistas de la Revolución, la pobreza se ha incrementado, y afecta a los mismos que la han sufrido desde los tiempos de la Colonia española: indígenas, campesinos, obreros, pequeños comerciantes; la diferencia con los tiempos que corren tiene que ver con el número y la diversidad de quehaceres y naturalezas de las personas que conforman ese colectivo.
          Muchos son los pensadores que han reflexionado acerca de la manía tan latinoamericana de creer que los decretos pueden transformar la realidad de manera automática. Es decir, que la emisión de leyes, sin instituciones fuertes que las respalden, pueden terminar con problemas reales como la pobreza, la ignorancia, la desigualdad. Lo prevenía Bolívar, el gran teórico de la independencia sudamericana, y lo retomaba con conocimiento de causa Octavio Paz en El laberinto de la soledad. La realidad se puede transformar pensándola desde las propias condiciones de la realidad. Y una de esas características de la realidad, relacionada con la democracia tiene que ver, precisamente, con la igualdad.
          Alexis de Tocqueville es su estudio sobre la democracia en los EEUU (La democracia en América) mencionaba que el estado de igualdad e independencia entre ciudadanos hacía que éstos demostraran su gusto por las instituciones que garantizaban tal igualdad. En México ocurre lo contrario. Muchas de las instituciones generadas idealmente para salvaguardar esa igualdad, han hecho lo opuesto, profundizando de manera evidente los abismos abiertos entre los que más tienen y los que menos. En una realidad en la que una pequeña parte de personas es depositaria de una gran cantidad de riqueza y una masa enorme deficitaria de esa misma riqueza, la desigualdad opera desde las posibilidades de coacción política, económica y de beneficio personal de las instituciones dedicadas a administrar cuestiones fundamentales como la justicia.
          Hay voces que previenen de la posibilidad de una revuelta armada en este 2010. Las condiciones sociales y de garantías no son las mismas que hace cien o doscientos años. Incluso, el sistema y la solidaridad horizontal entre iguales permite que la sobrevivencia de muchas personas impida el desarrollo de una revolución armada que tenga como base común el reclamo por la inequidad en el reparto de la riqueza. Sin embargo, sí hay elementos que pudieran justificar una rebelión generalizada y que no podría ser cuestionada: la impunidad y la falta de sanciones para aquellos que pueden manipular a la ley y sus instituciones a su gusto.
Han pasado dos siglos, en el año 2010 los sectores oficiales se ven obligados a “conmemorar el bicentenario” al mismo tiempo en que, de espaldas a la soberanía nacional, han dado pasos para la integración económica, política, cultural y militar con Estados Unidos, por lo que necesitan eliminar de esta conmemoración todo su contenido patriótico y revolucionario. Ensalzando la forma y tergiversando su contenido.
          En el año 1910, otro régimen antinacional y antipopular, la dictadura de Porfirio Díaz “celebró” el centenario de la Independencia inaugurando el Monumento a la Independencia, el Hemiciclo a Juárez, el manicomio de La Castañeda, la Universidad Nacional, el Palacio de Correos, la Escuela Normal para Maestros, la Estación Sismológica Central en Tacubaya, y otras obras, así como escuelas, parques, exposiciones y congresos. Los principales invitados a las fiestas fueron los embajadores de potencias extranjeras, mientras que a los indígenas se les impedía el ingreso al primer cuadro de la ciudad.
          En la actualidad los gobiernos surgidos del PAN y encabezados por Vicente Fox y posteriormente por Felipe Calderón pretenden festejar el bicentenario con obras vistosas, al mismo tiempo que buscan despojar de su contenido histórico a los hechos y personajes principales de la Independencia.
Pablo Moctezuma Barragán,
¡¿Celebrando el bicentenario?!
Menciona Jorge Volpi en El insomnio de Bolívar que la democracia sólo existe si todos los ciudadanos pueden presentarse en igualdad de condiciones ante un juez. Si partimos de esta premisa, podemos concluir, sin dudas, que en México no hay democracia. La justicia es un ausente de evidencia dramática y dolorosa en muchos casos. Se pueden citar de memoria infinidad de casos en los que, a pesar de todas las evidencias jurídicas, los culpables no son castigados. Sea porque pertenecen a una élite económica, sea porque son parte del aparato de poder político, sea porque sus complicidades con los anteriores los colocan en una situación en la que les es posible evadir la acción de la justicia. Las instituciones y la ley que les da sentido pierden su pertinencia y razón de ser.
          La falta de igualdad se reviste de impunidad y de indiferencia. Y se refleja en todos los ámbitos. Incluso en los que atañen a los procesos de construcción de la democracia, vía el debate y la diversidad partidista. En este proceso, actores fundamentales como los medios de comunicación y la clase empresaria no han dudado, cuando los planes de gobierno contravienen sus propios intereses, en mediar de manera desigual en los procesos electorales. El caso de los medios de comunicación es el más evidente y de los más influyentes. En una sociedad en donde una cantidad reducida de personas maneja los canales de expresión masiva de la opinión pública, los riesgos de que la información emitida responda a intereses particulares o de grupo es creciente y riesgosa. Lo último, porque rara vez los intereses de los dueños de los medios de comunicación coinciden con los del grueso de la población y porque, en otras ocasiones, los intereses de facción política no responden tampoco a demandas sociales de interés colectivo.
Todo lo que vemos a nuestro alrededor, niño revolucionario, es producto de la Revolución Mexicana, que como todos sabemos, empezó como movimiento armado y se transformó más tarde en un movimiento social en el que participan todos los mexicanos sin distinción a clase social, que tiene por finalidad alcanzar una más justa distribución de la riqueza, e igualdad de oportunidades y de trato ante la ley.
          Pues bien, niño, este señor que ves aquí, tocando el claxon del Mustang para que la criada venga a abrirle la puerta, es un humilde revolucionario a quien la Patria ha recompensado sus esfuerzos en pro de la justicia social. La altanería que le notas no es aire de aristocracia, sino el orgullo propio de nuestra raza; nos bastan dos años de no pasar hambres para sentirnos de la mejor sociedad.
          No me preguntes, niño revolucionario, en qué hizo su dinero este señor, ni qué es lo que sabe hacer, probablemente nada, pero esta circunstancia constituye uno de tantos misterios instructivos que tiene nuestra sociedad.
          Este campesino que ves, cruzando la calle a brincos, es uno de los que fueron liberados por la Revolución de las tiendas de raya y los patrones desalmados. ¿Qué dice el campesino que acaba de cruzar la calle a brincos? ¿Qué viene desde Durango y hace tres días que no come? Ah, se me olvidaba decirte, niño, que el país se ha industrializado...
Jorge Ibargüengoitia,
“Cuento para el niño revolucionario”
Tampoco se puede decir que la construcción de la democracia sea un proceso roto o inútil. Se tiene que reconocer que se han logrado avances en los que la sociedad civil y los ciudadanos tienen mayores posibilidades de incidir en los destinos del país, o al menos, en frenar casos específicos de injusticia e impunidad. Sin embargo, es mucho el camino que todavía se tiene que andar. Es necesario que las leyes y las instituciones se sintonicen con la realidad. Que se pueda afirmar que la igualdad de los ciudadanos es una cuestión real y que, por lo tanto, también lo es la posibilidad de la democracia.
          Un simulacro de democracia nos da un simulacro de nación. Las luchas históricas celebradas en este año buscaban, al menos toda la parte que nos gusta celebrar, la posibilidad de alcanzar el futuro como una nación en donde los privilegios estuvieran abolidos. En donde todas las voces tuvieran posibilidad de escucharse y de tener el mismo peso. Mientras ocurra lo contrario, es decir, mientras que las leyes sean veneradas en su escritura, pero despreciadas en su práctica, sus ciudadanos seguirán habitando un simulacro incómodo y alejado de los ideales que tan fastuosamente se celebran. Sólo entonces, los anhelos de Morelos de buscar que “las leyes generales comprendan a todos, sin excepción de cuerpos privilegiados” podrán volverse ciertos y ayudar a consolidar la lucha iniciada hace doscientos años.

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