lunes, agosto 15, 2005

Soy escritor

En este año, una de las personas más importantes que se han cruzado por mi vida cumplió 52 años. A pesar de tener un buen rato de no verla en vivo y en directo, aún conservo la memoria y el agradecimiento suficiente como para reconocer en ella a una de las cómplices principales de la pulsión que hace que de vez en cuando me lancé de manera irrenunciable hacia la máquina de escribir (la compu también es una máquina, ¿qué no?). Hortensia Moreno Esparza, la escritora Hortensia Moreno, fue mi maestra de tres cursos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, tuve el enorme honor de ser su ayudante durante dos semestres y tuve la inmensa fortuna de que accediera a dirigir mi trabajo de tesis de la licenciatura, hecho que seguramente influyó para la mención honorífica y la recomendación de publicación que mi trabajo escrito recibió.
Durante los tres años que duró el trayecto de redacción, revisión, reescritura y rechazo paulatino de las versiones escritas que le presentaba a Hortensia, tuve la oportunidad de ver (y de convertirme en personaje extraoficialmente y sin autorización) de la novela en la que mi maestra trabajaba en ese momento: Ideas fijas. Ideas fijas es un experimento narrativa que, a través de una voz masculina narra el arribo, transcurso, y aventuras de un provinciano que llega a la capital en la que es cobijado, arrasado y demolido por las mujeres que se cruzan en el camino de su vida. La pregunta que se muestra en la contraportada del libro nos da una idea acerca del tono en el que trascurre la narración: “¿Será cierto que las mujeres son personas de ideas fijas y que siempre encuentran la manera de salirse con la suya? ¿será verdad que, en ciertos momentos de la vida, ellas deciden todo y los varones no cuentan para nada?”.
Pues bien, que después de darle una releída (y una revivida) al título en cuestión, terminé con la lagrimita de Remi y el nudo consecuente en la garganta. Hay algo en ese libro que hará que recuerde a Hortensia de por vida: en gran parte, por ella me hice profesor y por ella sigo cada día intentando ser un buen escribidor. Ideas fijas termina contundentemente, con dos páginas que se han convertido a lo largo del tiempo en un manifiesto personal al que regreso cada vez que la seguridad de mi vocación flaquea. Que me ha ayudado a seguir intentando. Que me ha acompañado a celebrar lo adquirido. Dos páginas que transcribo a continuación:
“Soy un escritor. La sola mención de la palabra implica, incluso para mí, una posición descabellada. Me atrevo a decirlo a pesar de que conozco esa implicación; sé lo ridícula que suena semejante declaración en estos tiempos, sobre todo cuando la pronuncia alguien como yo, que no pertenece a la casta de los elegidos . No tengo ningún derecho de autonombrarme artista. El arte es tan sagrado e inaccesible para el común de los mortales que sólo es propio de quienes se conocen herederos de la tradición. Nosotros, los diletantes, estamos autorizados a asomarnos al arte con curiosidad y admiración, a condición de que siempre lo miremos desde fuera, sin tratar de entenderlo y mucho menos de hacerlo.
Soy un artista. Lo digo con arrogancia en un tiempo en que la arrogancia está completamente fuera de lugar. En un tiempo en que el arte se ha convertido en uno de los fetiches preferidos, y su actura un misterio no siempre a salvo de cierta aura patética. Al buscar lo sublime, corro el riesgo de que se rían de mí. Corro el riesgo también de que me miren con desprecio. De que mi arrogancia provoque indignación y sea considerada, a su vez, una manera de despreciar a quienes escuchan esta palabra con escepticismo y desconfianza. ¿Qué más da? MI condición de sujeto marginal no habrá de modificarse si oculto el hecho; y aunque el desprecio y el ridículo son ingredientes que vuelven mi marginalidad un asunto todavía más desagradable, dudo de que una profesión más anodina me hubiese abierto las puertas de los mundos sociales en que la palabra artista suena tan inconcebible cuando yo la pronuncio.
Soy un escritor por elección y destino. Así lo deseé secretamente desde el día en que descubrí la palabra escrita hasta el momento en que por fin me atreví a confesármelo. Ahora parece que no hubiera podido ser de otra manera y, sin embargo, este destino en mis manos es tan frágil que sólo la confabulación de muchos elementos del azar permitió mi ingreso en la secta de impostores que me inició en el arte. Porque yo pertnenezco sin dignidad al universo de las profesiones anodinas y me gano el pan con vergüenza, pues lo que hago para ganármelo no me gusta. Ese movimiento entre mi realidad y mi deseo siempre ha dibujado la línea que marca mis límites. Es muy probable que en otras circuntancias me hubiera conformado con soñar ser un artista. El mundo hubiera contenido mi atrevimiento con gran eficacia: soy apocado y me aterran el desprecio y el ridículo. Por no hablar de mi mansedumbre, de mi humildad. ¡De dónde he sacado yo valor para sentirme un escritor? ¿De dónde he sacado esta arrogancia que me permite decirlo para que los otros escuchen esta frase con la misma ironía con que escucharían a un enano llamarse gigante?
Soy un artista descubriendo el mundo. Incapaz de tolerarlo en su miserable aspecto real, me empeño en la construcción de mundos paralelos. Horribles o hermosos, probables o imposibles, atrayentes o repulsivos, pero otros distintos, libres de las determinaciones que rigen nuestro hacer, nuestro sentir, nuestro ser. Me empeño en mostrar mis mundos monstruosos aunque no sea más que para recordar que la imaginació aún existe y hay diferencias en el centro de toda esta homogeneidad aplastante.
Soy un escritor, en fin, para mi propio asombro. Enfrentado al hecho inquietante de la presencia real del arte en mi vida, deslumbrado ante su potencia arrasadora. Sé que mi asunción de su existencia ha cambiado por completo mi vida y me ha vuelto otro también a mí; uno distinto del que era antes, del muchacho tímido cuyas más atrevidas ambiciones se resumían en el adocenado afán de reconocimiento y riqueza que rige el mundo de las profesiones anodinas.
Soy un escritor y me sé enfermo de tristeza, soledad y desesperanza”.

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