Uno de los textos que siempre me han parecido de los
mejores cuentos que he leído es “La gallina degollada” del uruguayo Horacio
Quiroga. Un cuento que atrapa desde los planteamientos iniciales, que presenta
un conflicto en donde resultan interesantes los diversos planteamientos éticos
que se pueden elaborar y cuyo desenlace es uno de los más estremecedores de la
literatura.
Es
innegable el talento que como maestro del cuento tuvo Quiroga. Sus diversas
colecciones así lo atestiguan, aunque Cuentos de amor, de locura y de muerte
sea el que más celebridad tenga, debido a lo truculento y siniestro de
varias de sus historias.
El uruguayo
no se dedicó sólo a escribir cuentos, sino también a pensar sobre los
mecanismos internos que los animan, que los hacen andar y que los convierten en
piezas de relojería fina. Cuando tienen una buena realización, se entiende. De
esas reflexiones sobre el género y su escritura se conforma el volumen Sobre
el arte de contar historias, una serie de ensayos que el autor publicó en
diversas revistas culturales y medios periodísticos en donde abundó sobre los
mecanismos y trucs del cuento, así como sobre la vida literaria y la concepción
de la intelectualidad de su época.
Su “Decálogo
del cuentista” es uno de los más reproducidos cuando se alude a las
aportaciones que hizo al intento de sistematización de las formas de crear. El resto
de los textos, no obstante, no tienen desperdicio: revelan a un prosista y
polemista que, además, no rehúye al sentido del humor y a la crítica al
snobismo.
En “La profesión
literaria” pone en la mesa de discusión un tema que se ha modificado en poco:
la posibilidad que tiene el escritor para vivir de lo que hace. Entre las bajas
tarifas pagadas por los textos, la proliferación de escribientes de diversos
talentos y el abuso de los editores, Quiroga no deja títere sin cabeza. De ahí
que se autodefiniera, a pesar de su naturaleza intelectual, como un proletario
expoliado.
En “Ante el
tribunal” plantea la manera en cómo los escritores más jóvenes tienden a hacer
el juicio sumario de aquellos que los antecedieron. Es decir, aquellos que
saben todo y que han llegado para mostrarlo se le figuran como los jueces
implacables que en su ingenuidad creen menoscabar la importancia de los
escritores que a fuerza de constancia y privaciones se han hecho de lectores y
cierto renombre.
Pero uno de
los ensayos que más me gustó es el que dedica a la descripción que hace de los
intelectuales que desprecian el cine por considerarlo un medio dirigido a la
chusma. Resulta interesante atestiguar cómo esas ideas cobran vigencia si se
cambia incluso el medio a atacar; se puede hablar de la televisión, de los
comics, de las series de streaming, y lo que prevalece siempre es la
ceguera de los apocalípticos ante un mundo dinámico y siempre cambiante. Dice: “Los
intelectuales son gente que por lo común desprecia el cine. Suelen conocer de
memoria, y ya desde enero, el elenco y programa de las compañías teatrales de
primero y séptimo orden. Pero del cine no hablan jamás; y si oyen a un pobre
hombre hablar de él, sonríen siempre sin despegar los labios”.
Parece que
los tiempos no han cambiado demasiado.
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