lunes, julio 02, 2018
Todo parece igual, pero no
En 1988 tenía doce años. Fue el año de la fractura del PRI. Cuauhtémoc Cárdenas encabezaba la oposición al candidato oficial, Carlos Salinas de Gortari. Recuerdo que en aquellos días me interesó la elección por una razón, ingenua quizá, pero que reflejaba el triunfo de la educación de la historia oficial: era hijo del Tata. Dentro del imaginario nacional, Lázaro Cárdenas era reconocido como uno de los mejores presidentes que México había tenido. De hecho era tabla rasa con respecto de lo que implicó posteriormente el régimen revolucionario. En ese entonces no sabía, no podía saber, que Cárdenas fue el responsable de construir la maquinaria corporativa que después sería la aplanadora electoral del PRI. Pero, con doce años y con los referentes que tenía, Cuauhtémoc Cárdenas era una opción a una sociedad que comenzaba a hacerse consciente de un empobrecimiento que alimentaba de manera continua y creciente la imposibilidad de sobrevivir en el entorno inmediato. Fueron años de migraciones internas intensivas (del campo a las ciudades) y el inicio del exilio masivo hacia los Estados Unidos.
Recuerdo que en la madrugada siguiente cazaba, en un antiguo radio de transistores que mi padre nos había dado a mi hermano y a mí para tenerlo en nuestro cuarto, alguna estación de radio que diera noticia de quién había ganado las elecciones. Por fin, entre la estática de la amplitud modulada, se escuchó un reporte noticioso: contra todos los pronósticos, Cárdenas había perdido las elecciones; Carlos Salinas de Gortari se convertía así en el presidente que continuaría con las políticas de ajuste que el FMI y el BM habían echado a andar en la mayoría de los países latinoamericanos. Recuerdo la desazón. La tristeza. Aún en la ingenuidad de la adolescencia entendí que algo se había quebrado en la vida de nuestra república.
Después, ya como ciudadano con derechos de elección, se me hizo costumbre votar a los candidatos con los cuales compartía más elementos de comprensión de la realidad nacional. En 1994, en plena efervescencia zapatista, voté por Cárdenas nuevamente, quien fue derrotado por el discurso del miedo que llevó a Ernesto Zedillo a la silla; en 2000, volví a votar por Cárdenas, en su campaña más desangelada e improbable, fue derrotado por un ocurrente y demagogo Vicente Fox, quien no supo responder a las expectativas que despertó el proceso de alternancia partidista.
En 2006 vino el fraude electoral que le propinaba su primera derrota a Andrés Manuel López Obrador, un personaje que había demostrado vocación de hacer las cosas distintas desde el gobierno de la Ciudad de México. En 2006 se repitió la sensación que me había embargado dieciocho años antes, frente a aquel radio de transistores. Se había perdido una oportunidad histórica de que la alternancia de izquierda (o lo que se concibe como tal en nuestro país) tuviera la oportunidad de administrar una sociedad que reflejaba síntomas terribles de desigualdad, corrupción e injusticia. A esos males históricos, Felipe Calderón le añadió la muerte masiva de ciudadanos que cayeron en una guerra que buscaba la legitimación de un presidente a quien la mayoría de los mexicanos no queríamos.
2012 fue una elección parecida a la del 2000. Voté por segunda vez a Andrés Manuel López Obrador con las mismas esperanzas que en aquel año de entresiglos, a sabiendas de que la derrota era más probable que la victoria. Y así ocurrió. El triunfo de Enrique Peña Nieto y su arribo a la presidencia agravó los problemas del país: corrupción galopante y cínica, impunidad rampante, crecimiento exponencial de las muertes asociadas al crimen organizado y normalización de términos como el de "desaparecidos" o "feminicidio".
Estamos en 2018. Andrés Manuel López Obrador obtiene, según proyecciones oficiales, 53% de los votos emitidos en una de las elecciones más concurridas en la historia reciente del país. Es un índice de votación a favor y de consenso con respecto del fracaso del sistema vigente hasta el momento que no se esperaba casi por nadie. Quizá sólo por sus seguidores más entusiastas, que en muchos casos son también los más desesperados por su propia situación individual o familiar. Es difícil creerlo. La sensación es de júbilo y entusiasmo, pero también de compromiso con respecto de lo que el futuro reclamará a quienes han hecho posible tal hecho.
A la mañana siguiente sólo puedo pensar en ese adolescente de 1988 que no podía creer que el sistema "se hubiera caído" y que la posibilidad de alternancia se retrasara por décadas. Me gustaría viajar en el tiempo y susurrarle al oído: llegará el tiempo, no todo está perdido. Hoy es el tiempo.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario