Llegué
al trabajo de Hernán Casciari a partir de la lectura de su proyecto
monumental y utopista denominado Orsai. Una revista sin
publicidad en donde el principal criterio de financiamiento es la
fidelidad de sus lectores, que no se puede vender en los países a
los que llega en un precio mayor al que significaría comprar quince
diarios de circulación nacional y cuyo contenido está decidido a
partir de una premisa más que interesante: “sólo publicar aquello
que nos gustaría leer”. Además, es una revista que está
disponible a los lectores de manera gratuita en formato pdf y para su lectura en línea. Es
decir, una invitación a la lectura que es difícil de pasar por
alto.
La
palabra orsai deriva de la
pronunciación fonética de un término futbolístico que se puede,
sin embargo, traducir a una infinidad de situaciones: la idea del
“fuera de lugar”. Y Casciari es un experto en ubicarse en esa
posición la mayoría de las veces sancionada (no siempre, por lo que
tal decisión arbitral es, también, el inicio de interminables
discusiones futboleras). Casciari se ubica en fuera de lugar en la
industria editorial, por ejemplo, cuando acude al ciclo de charlas
TED (Tecnología, Entretenimiento, Diseño) y plantea una
alternativa de publicación y financiamiento al margen de las grandes
editoriales y distribuidoras. Una propuesta que se ubica en los
terrenos del Do It Yourself más punk. Pero que funciona. Al menos, la
revista marcha viento en popa y, después de cinco números, su
calidad se mantiene sin menoscabo de ningún tipo.
También
se ubica en orsai cuando
de desarrollar su propio proyecto de escritura se trata. Con varias
obras publicadas a la manera tradicional a cuestas (Más
repeto que soy tu madre, España perdiste, Diario de una mujer gorda)
su estilo es consistente con una visión lúdica de la literatura. Un
tanto a la manera del Ibargüengoitia periodista y cronista, Casciari
tiene un respeto fundamental por la escritura como una manera de
hacer que el lector continúe leyendo porque lo que se le ofrece es
entretenido, inteligente y, en su caso, hilarante. Esa búsqueda del
bienestar del lector es evidente en el desarrollo de su prosa. Aborda
tópicos de maneras que parecerían disparatadas, establece alegorías
que son políticamente incorrectas pero que en el contexto de lo que
nos narra resultan risibles, se burla de todo, comenzando por él
mismo.
Ese
es el espíritu que anima El pibe que arruinaba las fotos,
una especie de autobiografía que se dedica a divagar por temas,
anécdotas y reflexiones que genera identificación con el
lector. El título proviene del hecho de que, como nos ocurre a
varios, nunca fue un tipo fotogénico. Desde niño, aparecía en las
fotos como el niño que hacía caras, bizcos o le ponía cuernos al
desgraciado que se encontrara a su lado. Tal cuestión, que la
mayoría de las veces causa gracia, se convierte en el pretexto ideal
para que el Casciari narrador nos lleve a su infancia de colegio, y a
la manera en cómo las vecinas dejan de hablarle a su madre porque no
podrían nunca tener una foto escolar de grupo decente mientras el
niño Casciari apareciera en ellas. Porque siempre hacía muecas.
La mueca, técnicamente hablando, era un homenaje involuntario a cuatro celebridades de entonces. Un segundo antes del flash, yo inflaba las mejillas como el actor mexicano Carlos Villagrán, ponía la trompa como el cómico argentino José Marrone, y los ojos bizcos como la vedette Susana Giménez. A la vez, ladeaba un poco el cogote para la derecha, como el científico Stephen Hawking. El resultado era de un patetismo brutal.
El
libro, como muchas de sus entradas de blog, algunas veces parecen un
ajuste de cuentas con el pasado. Ese pasado que más de uno tuvimos y
del cual, hoy, no nos sentimos orgullosos. En una parte del texto
narra un sueño en el que recuerda una escena del pasado, de una
juventud que aparece como lejana y fantasmal, pero que en el sueño
se revela diáfana. Describe los afiches cursis de su hermana y los
poemas melcochosos de los pósters que tenía colgados en la pared.
Pero al llegar a su propio cuarto se congela.
Mi hermana no tenía una puerta, tenía un blog de MSN. No debí haberme regodeado tanto, porque cuando llegué a mi habitación de entonces se me cayó el alma al suelo. Yo era mucho peor que mi hermana; yo era directamente un farsante. Habría preferido mil veces ser cursi como ella y escribir cosas de amor en las puertas, en lugar de tener toda la habitación empapelada con afiches de escritores que jamás en la vida había leído.
¿Qué hacía esa foto de Lenin allí, con ese bigote absurdo? Y sobre todo, ¿por qué durante toda mi adolescencia yo estuve convencido de haber colgado una de Nietszche? Regresaron, urgentes, mis deseos de entrar a la cocina, pero ya no para conversar conmigo al estilo borgeano, sino para cagar a trompadas al gordito pelotudo que estaba adentro.
Hace
también una exploración de las maneras en cómo, después de haber
descubierto lo que se reconoce como vocación, la desesperación por
lograr el triunfo en esa área escogida conscientemente parece no
hacer caso de obstáculos ni impedimentos. Por ejemplo, la
desesperación por obtener el triunfo como escritor.
En esas épocas yo pensaba que a los veinticinco años me sonaría la campanada final de la literatura; sentía que me quedaba poco trecho y que todavía no había escrito una sola novela decente. Ahora, que tengo cuatro canas en la barba, ya no me pongo esos límites temporales para contar una historia. Tampoco escupo novelas como un desesperado, es cierto. Pero entonces era cuestión de vida o muerte ser un escritor: lo deseaba con las misma fuerza con que hoy deseo ser feliz.
Casciari
consigue que el lector sienta la
proximidad de la experiencia. Que se emocione en un nivel de
intensidad similar al del narrador que desgrana su historia. Y la
historia puede ser prácticamente sobre cualquier cosa: sobre el
fútbol, sobre la soledad, sobre el trauma de ser gordo y tener tetas
enormes, sobre ser un extranjero en un país en el que los
estereotipos son moneda corriente, sobre la fumada al primer churro
de mariguana, sobre la manera en cómo engañar a los padres, sobre
la forma en cómo ligarse a una mujer, sobre la muerte...
Allí fue, entonces, donde mi padre me dijo sus últimas palabras, donde nos abrazamos por última vez, donde conversamos sobre alguna cosa. ¿Quién nos dirá de que, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?
No recuerdo sobre qué habrá sido nuestra última conversación cara a cara, pero lo puedo adivinar, porque nunca tuvimos muchos temas. El fútbol nunca fue un monólogo en mi vida, sino una interminable charla entre dos hombres. Cuando Chichita estaba pariendo a mi hermana, a finales de junio del setenta y cuatro, Roberto y yo nos escapamos de la Clínica Cruz Azul al Bar Avenida (que está enfrente) porque televisaban la semifinal del mundial de Alemania. Allí, supongo, comenzó la conversación entre Roberto y yo. Yo tenía tres años. Él acababa de cumplir los treinta.
De manera inesperada, en el renglón
intermedio de un párrafo, aparece la frase que nos hace detener la
lectura, tomar aliento, tratar de memorizarla. Y después seguir.
Escalar ese manifiesto de vida y de ideas acerca de la literatura. Del rechazo a
esa necesidad que se siente de clasificar no sólo la literatura de
determinado sitio, sino la realidad toda.
Mi esposa Cristina también es europea, y a todas las cosas raras que yo le cuento sobre mi juventud en Argentina las resuelve de dos maneras: o me dice 'eres un mentiroso', o me dice 'eso es realismo mágico'. En el fondo odio bastante ese prejuicio. ¿Por qué si un asiático levita es yoga, pero si levita un colombiano es un cuento de García Márquez? ¿Por qué si un hindú prescinde de los ahorros de toda su vida es ascetismo, y si lo hace un argentino es corralito? Hay mucho racismo intelectual en Europa.
De más está decir que les recomiendo
leer a este gordo entrañable. Sólo algo más, en lo cual se nota la
congruencia del autor: si les llamaron la atención los arbitrarios
subrayados que leyeron, pueden leer gratis y de manera legal, (en
estos tiempos de persecusiones digitales) los textos que dieron origen a este libro. Salud y digan “whisky”.
Hernán Casciari, El pibe que arruinaba
las fotos, Buenos Aires, 2009.
2 comentarios:
no quiero arruinar la estupenda reseña con alguna banalidad mia... yo extraño a mi papa hay cosas que te leo aqui y bueno....
orsai para mi.
ahora cuando rechaze a alguien dire mejor eso
es como expulsado no?
... *mejor se va*
O como "tomar ventaja", también. Abrazos, Jo.
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