Dos semanas después del
receso de Semana Santa, el candidato se presentó en una de las
ciudades fronterizas más importantes del país. En ese lugar el
discurso no había cambiado significativamente con respecto a lo ocurrido en ocasiones anteriores. Me estaba cansando de
repetir la misma crónica todos los días sin que variara un ápice
la estructura o el contenido de los eventos partidistas. Lo que era
sorprendente en esa ocasión era la cantidad de gente que había
concurrido. Tratándose, como se trataba, de un acto partidista en
una colonia marginada (eufemismo utilizado generalmente para no decir
jodida o miserable) la cantidad de personas era considerable. Los
operadores del partido estaban haciendo muy bien su labor.
Tenía varios días
pensando acerca de muchas cosas. Mi mente se había convertido en una
suerte de galimatías en el que a las ideas les daba por mezclarse
entre ellas y hacer de las suyas. Pensaba en Malena, quien al irse
aquella mañana había dejado un vacío inmenso en alguna parte de mi
vida. No sabía exactamente dónde, pero sí tenía la seguridad y el
entendimiento de que algo me faltaba. Pensaba en Basilio Kozak. Era obvio que no había creído la versión oficial del suicidio. Algo
muy oscuro se ocultaba tras la muerte del argentino. Alguien que
había descubierto y asumido su vocación por la muerte de los que no
eran él, no podría haber sentido la supuesta culpa que lo orilló a
quitarse la vida. "Muerto el perro se acabó la rabia", era una forma
bastante frecuente de pensar para la policía, lo que quería decir:
si se extinguió el objeto criminal ya no hay ningún crimen que
perseguir.
Pensaba en Pedro y su
padre. En cómo era posible que dos hijos de puta con doctorado en
chingarse a los demás pudieran tener la confianza de que se iban a
zafar de todas las que debían. Pensaba en Elías, otro
hijo de puta que diariamente aprendía a ser feliz creyendo que lo
que hacía era la literatura más extraordinaria del mundo. Y en
cierto sentido, lo era. Un tipo que creía que la ética tenía que
ver más con un sistema de lealtades interesadas que con una
verdadera vocación, no podía tener una visión demasiado amplia de
las cosas. Elías, cabrón de mierda, créeme que no estás destinado
al olvido.
Pensaba en el Amo de la
Trova, mi jefecito del periódico. Destinado a morir de una
enfermedad incomprensible pero fatal. En una renuncia a la vida, una
claudicación por adelantado. No debe existir mayor desesperación
que la de aguardar la muerte de manera consciente. Ver correr el
segundero del reloj puesto en la pared sabiendo que cada pulso
significa un avance inexorable hacia la propia extinción. Como esas
fogatas que dejamos encendidas en las noches durante los campamentos.
La leña se consume chisporroteando alegremente, y, al día
siguiente, no quedan más que restos que se esfuerzan por sobrevivir,
que con cada soplo del viento parecen renacer pero que, al poco
tiempo, se ven irremediablemente consumidas. Un montón de cenizas a
las que el propio viento que había prometido revivirlas, las
arrastraba hacia un destino no calculado.
Pensaba en el abuelo
feliz de poder disfrutar de su vida al lado de su nueva familia. Sin
pensar en nada más que en aprovechar el tiempo de la mejor manera.
Dispuesto a dejar ganar a sus nietos sin que ello le significara
ningún remordimiento. De buzo por la vida con un esnórquel
fabricado del material más resistente: la seguridad de que la muerte
es algo inevitable. El abuelo. Desde hace dos semanas lo recuerdo con
mayor intensidad. No te la doy para que la uses, me había dicho.
Pero el metal frío cada vez cosquilleaba más en mis manos. Había
sopesado el arma varias veces para acostumbrarme a su forma, para
llenarme un poco de la naturaleza metálica con la que estaba hecha.
Lo mejor del asunto es que, después de tenerla tanto tiempo entre
las manos de repente me había topado con un deseo irrefrenable de
utilizarla. De sentir la emoción de jalar del gatillo y volverme al
mismo tiempo rayo y trueno, dueño incuestionable del destino ajeno.
La traía entre mis cosas desde dos semanas atrás sabiendo que en
cualquier momento podría ver satisfecho mi deseo de usarla. De
necesitarlo. Tenía la certeza de que en el momento en que emitiera
el primer disparo de mi vida, éste tendría que ser necesario, un
instante que no cabría en ninguna otra vida ni en ningún otro
lugar.
Ahora mismo, mientras el
candidato lanza por los altavoces las últimas palabras de su
discurso, la pistola comienza a cobrar vida dentro de mi maleta.
Comienza a retorcerse, me llama de mil maneras distintas. Mi mano
cosquillea. El candidato baja de la improvisada tarima que representa
el templete (o sea, como un lugar de adoración devaluado y no
reconocido: un templete). Se junta con la gente. Se deja tocar. Todos
gritan. En las bocinas ya no se oye su voz. Una música popular
comienza a resonar, el suelo se mueve al ritmo de esa música. Y
retiemble en tus centros la tierra.
Mis colegas se acercan
al candidato. Por rutina. Como un ballet ensayado miles de veces. Lo
retratan. Le preguntan. El candidato contesta. Alguien lo apura.
― Nos queda un evento
todavía, licenciado.
El Licenciado. El
Licenciadote. El Elegido. Sigue caminando entre la multitud. En los
límites la gente comienza a dispersarse. Como una gota de aceite
arrojada a un recipiente de agua caliente. Afinidades electivas.
Todos tras sus intereses. La mano me cosquillea. Un mar de gente. El
candidato sigue avanzando en medio de la turba. La gente se
arremolina alrededor. Le entregan cartas escritas con temor,
reverencia, coraje, rabia. Él las toma todas y las pasa a sus
asistentes. Viene sonriendo. A pesar del jaleo, a pesar del calor, a
pesar de la música horrenda que se escucha por los altavoces.
Sonríe. Cada vez está más cerca. Ahora mismo es necesario.
Este es el instante. Me
integro al cortejo del caos. Me mezclo a la carambola múltiple de
los cuerpos. Me confundo. Ahora soy Nadie. Nadie, el reportero de
Nada. Calmo el cosquilleo de la palma de mi mano. Tengo el arma
apretada. La siento latir. Sé cuánto pesa. No sé cómo se
escuchará el primer disparo. El candidato sigue caminando, y
sonriendo. Está a mi alcance, saco la pistola. A mi lado una señora
de mandil comienza a gritar casi en mi oído:
― ¡Tiene una pistola!
¡Lo va a matar!
El instante.
El arma va directo a un
costado del candidato. Aprieto el gatillo. El tiro hace más ruido
del que esperaba. Suena como un eco de otro disparo. El candidato se
desploma. Se oyen gritos, la gente tropieza, ya sea en la huída o en
el intento por acercarse y saber qué ha ocurrido. Caigo. En el suelo
siento cómo pasan dos, tres personas, sobre mi cuerpo. Oculto la
pistola. Con el sol debe resplandecer más que el mismo astro que
ahora nos cocina a fuego lento.
― ¡Ya lo agarramos!
¡Aquí está! ¡Fue él! ¡Fue él!
Me repliego sobre mí
mismo en el suelo. Espero lo peor. Lo peor nunca llega. Un policía
uniformado me toma por la pretina del pantalón, me levanta casi en
vilo. Me mira a la cara, me arroja su aliento fétido. Su aliento de
coraje ancestral y torta de milanesa. De repente baja su vista y ve
el gafete de prensa. Vuelve a mirarme a la cara y, al final, sólo al
final, me suelta. Corre hacia donde un grupo de policías y gorilas
profesionales, golpean a un hombre.
― ¡En la cabeza no!
¡No le peguen en la cabeza!
Todos los reporteros
corren, los fotógrafos hacen su trabajo. Placas al cadáver, placas
al asesino capturado. Yo me quedo plantado en el mismo lugar en donde el policía me ha levantado. La señora que hace unos momentos
gritaba en mi oído me está viendo. Le sostengo la mirada. Se
santigua y voltea hacia todos lados como calculando cuál será la
mejor vía para escapar. Después desaparece de mi vista. Algún
piadoso quita la música que hasta ese momento cubría como una nata
desagradable todo el lugar. Queda entonces, para mí, el silencio. Ya
no hay nada que hacer. Sigo pensando que el disparo hizo más ruido
del que debería. Pero ahora no hay más respuestas. Sólo el
silencio. Un silencio incómodo que no presagia el vuelo pausado de
ningún ángel.
[...]
*Fragmento de la tercera parte, "Silencios incómodos", de mi novela El instante (Premio de Narrativa Joven María Luisa Puga), aún inédita.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario