El mito de Prometeo plantea la idea de
un titán que se rebela ante los designios de los dioses, en
específico de Zeus, en beneficio de los hombres. Roba el fuego del
carro de Helios y lo entrega a los humanos después de que el padre
de los dioses se los arrebató como venganza por un engaño
relacionado con las ganancias de un holocausto. Por estas mañas,
Prometeo es condenado a vivir eternamente atado a una roca del
Cáucaso mientras las aves de rapiña le devoran las entrañas que
milagrosamente retoñan para perpetuar su sufrimiento.
En interpretaciones posteriores,
Prometeo es considerado como el dios que convirtió al hombre en tal,
es decir, que el fuego (“esa flor civilizadora” en la versión de
Alfonso Reyes), como metáfora del conocimiento, convirtió al hombre
en alguien que podía cuestionar y acercarse a los dioses.
Esta es probablemente la premisa de la
que parte Prometheus (EU, Ridley Scott, 2012). Una odisea
espacial que rinde parcial homenaje a los ambientes asépticos que
Stanley Kubrick usó como escenario para su 2001 (1968),
y que intenta bucear, también, en cuestiones metafísicas, pero que
naufraga al transformarse en un blockbuster en
absoluto predecible.
Nos
encontramos ante una cinta que plantea la existencia de la vida en la
Tierra como el designio de una especie extraterrestre superior. La
cinta inicia con una secuencia en la cual vemos a uno de estos
humanoides extraterrestres inmolarse en una cascada de aguas
turbulentas para permitir que la vida “se abra paso” a través
del tiempo y de la evolución. Para los que afirman que la cinta
reafirma la postura creacionista y niega las teorías darwinianas
cabría reparar en el hecho de que lo planteado en la cinta, más
bien, reafirma las ideas evolucionistas con una acotación: la vida
vino de fuera de nuestro planeta.
A
finales del siglo XXI, una nave tripulada (la Prometheus del título)
vaga por el espacio en búsqueda de esa civilización que se supone
dio origen a la vida en nuestro planeta. En la tripulación caben
todos: androides con complejo de Pinocho, científicos que se aferran
a sus crucifijos, operadores calenturientos, locos de atar,
narcisistas insufribles y una comandante de misión en uniforme
ajustado y brillante. Lo que anima el viaje y la historia misma
radica en la posibilidad de preguntar de manera directa a los
“ingenieros” de la vida humana el propósito de su creación. O
es al menos el pretexto.
Los silbidos, ¿se escucharán en el espacio?
Como
en toda buena cinta palomera que se respete, aparece pronto el
verdadero motivo del viaje: el financiador de la travesía busca la
vida eterna; su decadente humanidad aparece hacia la mitad de la
película pidiendo hablar con sus creadores para solicitar la gracia
de la longevidad ilimitada. Como buen villano, recibe su cometido y
es escarmentado.
A
todo esto, lo que parecía un templo extraterrestre resulta una nave
espacial que se dirigía a la Tierra con un cargamento de bombas
biológicas destinadas a terminar con la vida. Y la pregunta muda de
sentido, ya no es la búsqueda del porqué de la creación sino el
porqué de la intención de exterminio. Los ingenieros se dirigían a
la Tierra a poner el marcha el Apocalipsis en forma de huevos de
alien cuando una providencial tragedia a bordo los extermina.
Adivinaron: su propia creación se vuelve contra ellos. El arsenal,
en forma de gigantesca incubadora de aliens, ha acusado una fuga que
se tradujo en determinado momento en cuestión mortal y en la razón
de la muerte de los tripulantes de la nave de los “ingenieros”.
La nueva versión de Ripley, justo después de una "alien-extracción".
A
pesar de plantear una mitología distinta con respecto de su
referente inmediato, Alien (Scott,
1979), el director no se resiste a plantear algunos motivos que
aparecían en las cintas precedentes/consecuentes: una protagonista
con capacidades sobrehumanas que tiene, al mismo tiempo, la capacidad
de recuperarse de una cirugía mayor en unos cuantos segundos y tener
sentimientos relacionados con el instinto maternal: una
reinterpretación matizada de la teniente Ripley de Jean Pierre
Jeunet en Alien: Resurrection (1997)
que no llega a los delirios de la versión del francés; una
recurrencia a los motivos de los androides y sus maneras de
mimetizarse en un mundo de humanos, cuestión abordada por demás en
toda la serie del octavo pasajero y, de manera específica, en Blade
Runner (1982) del mismo Scott;
los motivos ocultos y egoístas de las corporaciones; entre otros.
El ingeniero inmolado, antes de echarse el drink desintegrador.
Lo
que parecía un alegato en favor de una tesis nada descabellada (el
origen extraterrestre de la vida) muda en una cinta de
entretenimiento con todo y explosión espectacular final. Los
resultados obtenidos por la película traicionan por igual las
expectativas del espectador aficionado a la ciencia ficción como del
fanático incondicional de la serie.
El
mejor consejo sería ése: vaya a verla despojado de expectativas. O
se verá bostezando como alien a la mitad de la película.
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