El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
No me refiero a la obra en sí, sino a un ejemplar en particular. Un libro que un profesor rural regaló a mi padre y quien, a su vez, me lo regaló a mí. Editado en 1920 es un ejemplar hermoso, con grabados de la época y papel delgadísimo. Algún tiempo pasó olvidado dentro de un baúl, hasta que un día lo descubrí y, prácticamente, me lo adueñé. Cuando partí a estudiar a la ciudad de México, me acompañó. Y lo ha seguido haciendo a lo largo del tiempo. A pesar de los diversos formatos y géneros en que tengo varios Quijotes (compendiados, en álbum ilustrado, como cómic con fondos de fotografías de los lugares donde se menciona que ocurrieron los hechos narrados por Cervantes), ese libraco amarillento y ya con necesidad de una buena restauración es uno de los objetos que atesoro con mayor cariño.
De más está decir que es una de las máximas obras de la literatura universal y, probablemente, la más grande de la lengua española. La historia del caballero andante que pierde la razón, ojo, por tanto leer, ha seguido fascinando a generaciones que se han desarrollado más de cuatro siglos después de que la primera versión viera la luz. Una burla abierta de las novelas de caballería con una estructura tan compleja que incluso hoy nadie ha logrado, por ejemplo, traducir a imagen cinematográfica de manera definitiva las andanzas del de la triste figura.
Es, además, una muestra de que las causas que aparentan ser inútiles, si se persiguen con la convicción y la pureza de corazón que tiene Alonso Quijano, a la larga generan sentido en los lectores que siguen fascinados por su aparente ingenuidad. Un clásico, nomás.
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