Alejandro Paniagua Anguiano (Ciudad de México, 1977) narra en su obra Tres cruces (Textofilia, 2021) la manera en cómo la violencia interviene de maneras diversas en la vida de los tres personajes a los cuales se alude en el título de la obra. Cada uno de estos personajes debe “cargar su cruz”, en la acepción judeocristiana, es decir, aprender a convivir con el destino que le tocó por vida.
El primer
personaje es Lúa, hija de un matrimonio adolescente fallido y ausente, que debe
crecer al amparo y cuidado de la abuela. Esa relación impone una serie de ideas
y de formas de relación con el mundo circundante que son, en sentido tradicional,
inquietantes y reflejo de la normalización de la violencia en un país arrasado
por ésta. Al lado de su casa, y pasando a través de un agujero que remite sin dudas
a Alice in Wonderland, se encuentra la fosa común del líder del crimen
organizado que “administra la plaza”, eufemismo que hoy encubre crímenes como
el asesinato, la desaparición, el tráfico de drogas, la extorsión, el fraude y
demás hechos que parecen ya inevitables y parte de la configuración de la realidad
de nuestro país y de buena parte de América Latina. En ese espacio, la niña
juega con los cuerpos desmembrados, con las cuencas vacías, con los brazos
desprendidos a hachazos. El cuerpo que ha dejado de ser cuerpo y muda en objeto
estético cuyo significado se configura a partir de las escenas surrealistas (aunque
quizás involuntarias) que Paniagua describe y en donde la sorpresa y el sobresalto
dan lugar a la curiosidad y la aceptación de lo narrado.
Otra cruz
es la que carga Estela, abuela de la niña. Alcohólica en recuperación cuya edad
no representa el rol que ha tenido que ejercer con respecto de su nieta. Al
lado de su alcoholismo, la mujer tiene que lidiar con la culpa por ser parte
importante del destino fatal de su hija. Víctima y victimaria, Estela es un
personaje complejo al cual el autor permite una leve aunque importante redención.
Como lector quizás no se llegue a la empatía total con los actos realizados por
el personaje, pero atisba un poco de comprensión a partir de la manera en cómo
el entorno la ha moldeado.
El Ponzoña
es, paradoja de paradojas, el ser más frágil de todos los presentados en el
texto. Sicario sanguinario con el sentido de la supervivencia afinado, se
enfrenta de manera imperfecta y violenta a la infidelidad de su esposa, al
mismo tiempo que reniega de que sentimientos como el miedo, el asco y la
impotencia se apoderen de su ser. Parece ser un depredador, pero no es más que un
ser atormentado por su propia mortalidad y lleno de debilidades que, a la larga,
lo condenarán de manera irremediable.
A través de
una prosa dura, pero llena de matices líricos y que abundan en imágenes, a
veces justas, a veces hiperbólicas, Paniagua nos muestra la vida y el destino
de estos tres seres que coinciden en un mismo espacio, un espacio al parecer
abandonado a la esperanza y en donde la violencia campea como reina absoluta.
Es una tragedia que ese espacio imaginario se parezca tanto a nuestros espacios
reales. Y que esos personajes sean, con toda seguridad, muy parecidos a los que
está engendrando esta realidad social terrible que no hemos podido transformar
como colectividad.
La lectura
de esta obra no será, en forma alguna, ninguna cruz, antes una puerta de
entrada a la reflexión y a la contemplación estética del desastre. El autor ha
conseguido dar continuidad a los ambientes y capacidades narrativas que ya
anunciaba en sus trabajos anteriores, sobre todo en Los demonios de la
sangre. Es, en síntesis, una historia inquietante habitada por una belleza
insospechada.
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