Las aventuras de la China Iron (Buenos Aires, Random House, 2017) es un libro atípico
dentro del universo de la literatura contemporánea de América Latina. Gabriela
Cabezón Cámara (San Isidro, Argentina, 1968) deconstruye de manera asombrosa a
uno de los mitos fundantes de la identidad del Río de la Plata: el gaucho. Y no
cualquiera, hablamos de EL gaucho, Martín Fierro. En su novela nos asomamos a
una historia en donde lo femenino tiene un protagonismo que confronta de manera
evidente con el mundo machista y misógino alrededor de la literatura gauchesca.
Josephine
Star Iron, como es bautizada por una inglesa extranjera, cuenta su historia en
primera persona. Narra a lo largo de las páginas la manera en cómo de la
marginalidad total de la indefensión y el anonimato en la pampa salta a la
construcción colectiva, tolerante e idealista de una utopía que funde las posibilidades
de libertad de la vida en la pampa, con el misticismo telúrico de los indios y
la abundancia de la frontera selvática que separa al Paraná del resto de la
inmensa llanura de hierba. La protagonista es la China Fierro, de origen, porque
a los 14 años será violada por el viejo Fierro que, descubrimos, no es otro que
el mítico Martín, el gaucho matrero que se hará civilizado, según la versión de
su intérprete y traductor José Hernández.
Hernández
también aparece en esta novela que navega de manera gozosa entre la ficción, la
mitología rioplatense y la historia de esa zona del continente. Los personajes
aparecen como personas y al revés, sin mayor problema. La China Iron cuenta su
iniciación homosexual, su conocimiento de los placeres que se le habían negado
a partir de su vida dedicada a satisfacer únicamente a los hombres que la
rodeaban y debían, en hipótesis fallida, protegerla. José Hernández aparece
como el estanciero civilizado y culto a quien le gusta hablar en inglés y que
se deja arrastrar por los vapores alcohólicos y por los encantos de la lady galesa
que más de un truco trae bajo la manga.
La naturaleza
se revela de maneras múltiples. Es una novela que huele a hierba, a perro
mojado (ese fiel Estreya, que le da su primer apellido a la China), a asado con
maestría, a bosta, a sudor, a sexo, a tierra inundada, a leche recién ordeñada.
Lo que hay en la prosa de Cabezón Cámara es una sinfonía que se regodea en la reproducción
de las descripciones de aquello que atañe a los sentidos.
Hay también
una aspiración a modificar los destinos crueles de la historia nacional
argentina, de las mujeres insertas en el ámbito rural y de los indios masacrados
en la denominada conquista del desierto y sus ansias civilizadoras. La
narración transita de una descripción casi naturalista y tremendista, a una
especie de retorno a los pasajes bucólicos de las mejores Crónicas de Indias,
esas que asombradas desde su mirada europea anunciaban la existencia del
Paraíso Terrenal en el Nuevo Mundo.
Ese mundo es construido por y para las mujeres. Por tanto,
es un mundo muy distinto a éste. Dice la China: “En mi nación las mujeres
tenemos el mismo poder que los hombres. No nos importa el voto porque todos
votamos y porque podemos tener tantos jefes como jefas o almas dobles mandando”.
Y también, como anuncio de la esperanza de la utopía, o quizás de su
imposibilidad: “Sabemos irnos como si nos tragara la nada: imagínense un pueblo
que se esfuma, un pueblo del que pueden ver los colores y las casas y los
perros y los vestidos y las vacas y los caballos y se va desvaneciendo como un
fantasma: pierden definición sus contornos, brillos sus colores, se funde todo
con la nube blanca. Así viajamos”. Un excelente libro con una propuesta, sin
duda, revolucionaria.
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