miércoles, abril 21, 2021

Brazos que son ramas que son brazos

 


Dentro de la tradición literaria latinoamericana (y de otras latitudes, pero en América Latina ha generado incluso una especie de metagénero), espacios físicos como la selva han generado un tipo de premisa incuestionable: la Naturaleza (la selva) es tirana, el hombre civilizado no puede conquistarla y, si lo intenta, por lo general termina engullido por la espesura o en medio de frenesís psicóticos. La selva es la madre, la mujer virgen y la ejecutora. Es la que se venga por la osadía de ver sus dominios invadidos. La explotación de ese espacio es una cuestión que se castiga: así lo atestigua Marcos Vargas en Canaima de Rómulo Gallegos, Arturo Cova en La vorágine y el protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier.

         Las novelas de la selva, de las cuales El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad se anuncia como precursora y modelo, encarnan la relación conflictiva entre el hombre y la naturaleza. Reflejan, en ese sentido, la tensión entre civilización y barbarie en donde lo humano tiene todas las de perder. La época de oro de estas historias se remite a la primera mitad del siglo XX, justo cuando la explotación del caucho en la cuenca del Orinoco se había convertido en la industria que anunciaba un nuevo El Dorado hacia el interior del continente americano. El caucho decayó, pero la explotación de la selva no. Al fracaso del caucho siguió la deforestación intensiva en aras de la expansión ganadera, la explotación de maderas preciosas y, de manera cada vez más frecuente y cercana, la minería como un riesgo que modifica no sólo el aspecto de la selva sino también recursos no renovables como el agua potable.

         Nadie encontrará mis huesos (Paraíso Perdido, 2020) se puede ubicar dentro de esa tradición que visibiliza la tensión entre hombre y naturaleza. Ya no necesariamente entre civilización y barbarie, en los cuentos de Enrique Urbina (Ciudad de México, 1993) incluso los seres mágicos del bosque pueden ser corrompidos por los intereses del capitalismo depredador. Sin embargo, sus historias despliegan elementos de lo que se ha dado en llamar ecoficción o ecoliteratura. Es decir, un abordaje fantástico en el cual las fuerzas de la naturaleza (y en este libro esas fuerzas son gigantescas e insospechadas) se rebelan o invaden los espacios de lo humano.

         El registro elegido por Urbina es el del terror. El de buscar la sorpresa intelectual del lector, al mismo tiempo que la respuesta física asociada a este tipo de historias. Hay, al mismo tiempo, una recuperación de influencias que le ayudan a construir los ambientes oscuros y desoladores, el terror cósmico, de las cosas que no pueden ser explicadas: el cuento de hadas, la mitología europea antigua, alguna reinterpretación de ciertos pasajes bíblicos y las sombras que el gótico romántico proyecta sobre sus escenarios y personajes.

         Son historias atípicas que se oponen, en este sentido, al realismo que, sin llegar a la denuncia social, describían los ambientes selváticos en las novelas descritas en párrafos anteriores. Faunos que traicionan a la gente del bosque y lo entregan al humano depredador, cuerpos humanos que se convierten en tierra de germinación para hongos cultivados por asesinos seriales siniestros y fuera de la caracterización tradicional, usurpadores de cuerpos que frecuentan las paradas de transporte público, padres realizando sacrificios vegetales y místicos en las carnes de sus hijos, despertares sexuales en ambientes ominosos que parecen alegorías de la vida disfuncional de familia, sirenas que embrujan cuerpos jóvenes en futuros apocalípticos, instrucciones para convocar a espíritus de naturaleza ambigua, reconfiguraciones de Hansel y Gretel, esquizofrenias con anfibios que se apoderan del mundo, la resurrección vegetal de la amada puesta en un altar, versiones psicodélicas de la Caperucita Roja, performances cuánticos que se burlan/homenajean la idea del arte conceptual, niñas marginadas de la normalidad que se vuelven árboles que resplandecen en los prados.

         El camino que Urbina se ha trazado para contar sus historias es poco tradicional dentro del contexto actual de la narrativa nacional, un contexto en donde la realidad, nuestra versión consensuada de la realidad, es protagonista privilegiada. Estos cuentos raros, de naturalezas reb(v)eladas, de mitos renovados y de terrores cotidianos, pero más allá de nuestra comprensión, son, sin lugar a dudas, dignos de una lectura que incluya la posibilidad de la aventura por los terrenos de lo siniestro.

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