Se llama K. Se embarazó a los dieciséis. Estaba en la escuela y era una estudiante que cumplía con lo que se le solicitaba. Sin muchas dificultades terminaría la preparatoria, lo cual le ayudaría a mejorar la situación vital y económica en la cual se hallaba. Misma situación de las generaciones precedentes dentro de su misma familia. Pero se embarazó. Se salió de la escuela. La madre, quien también cargó con la misma situación: embarazo no planeado en la adolescencia, le retiró su apoyo. Ella se fue a vivir a la casa del padre de su hijo. Un (otro) infierno. La suegra no la quería: la corrió de manera no muy sutil. Regresó a la casa de la madre, en donde ésta, a regañadientes, la volvió a aceptar. La condición es que ayude en la casa. Que cuide a los hermanos más pequeños. Pero K se aburre. El padre del hijo le da un dinero que no siempre alcanza para cubrir los gastos del pequeño. La abuela sale al quite. Pero acumula factura en el resentimiento de utilizar las monedas en algo que podría dedicarse a otra cosa. K comienza a trabajar por las mañanas. Decide que quiere seguir estudiando, a pesar de que al padre del niño la idea no le gusta (“Sólo es perder el tiempo en pendejadas”, le ha dicho más de una vez), no obstante a la madre no le importa. Consigue trabajo en las mañanas vendiendo cualquier cosa: pan, tamales, artículos de catálogo, jugos, chucherías. Al mediodía lleva al niño a una guardería subsidiada donde se lo cuidan hasta la noche, cuando terminan sus clases. Porque ha regresado a la escuela; hace sus tareas, confía en que podrá llegar a la meta que se ha trazado. El padre de su criatura no lo sabe, es probable que le retire el dinero que le da si se llega a enterar. La madre está enojada y lleva varios días sin hablarle: ya no hay alguien que cuide a su otro hijo, el hermano de K. Pero ella es optimista. Sonríe. Y su sonrisa me duele cuando me cuenta estas cosas. Porque es una historia verdadera. Porque yo no puedo hacer gran cosa.
Como esta historia hay casi medio millón por año en México. Embarazos adolescentes de mujeres que así ven truncada momentáneamente su vida y todo lo que implica: escuela, futuro, experiencia, posibilidad. Y esas niñas criarán a otros niños, de los cuales más de la mitad serán mujeres, con muchas probabilidades de alimentar el círculo vicioso de la maternidad prematura y la ausencia del padre. La mayoría de estas niñas, por no decir todas, son pobres. La injusticia social opera de maneras eficientes en el objetivo de mantener a millones de personas en su misma situación.
Platico con estudiantes que han vivido la experiencia de la maternidad temprana. La mayoría de ellas afirman que si tuvieran la posibilidad de elegir nuevamente, no tendrían a esos bebés. Lo dicen en confidencia; protegiéndose de la censura del “qué dirán” tan presto a juzgar a los demás. Decidieron tener a sus hijos por la presión familiar, por la presión de los padres de los críos (que apenas aparecieron las dificultades, la mayoría volaron), porque creían que eso le daría sentido a sus vidas, porque sabían que serían el centro de atención de su núcleo más cercano mientras durara su embarazo.
La clase media generalmente encumbra a los nombres que considera dignos de representar el espíritu de la lucha de las mujeres por la igualdad de derechos y oportunidades: las Malalas, las Néstoras, las Bertas Cáceres, las (oh, sí) múltiples Fridas. Pocos se detienen a pensar en la manera en cómo a medio millón de mujeres adolescentes al año se les están regateando y negando los derechos a una vida plena. Todos somos culpables de esto. Pocos pagamos las consecuencias. Hoy, 8 de marzo, yo quiero pensar en ellas."
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