(Texto leído en la presentación de Continum. Una novela sobre Héctor G. Oesterheld en el Centro Cultural Bella Época el 26 de febrero de 2016).
Escribió las historias de unos
trescientos personajes. Con mucha probabilidad es el primer guionista de
historietas que vivió de esa ocupación en exclusiva antes que nadie en América
Latina. Cuestionó de manera profunda los supuestos y los estereotipos que los
productos de la cultura popular de la época en la cual le tocó vivir habían
construido. Edificó un ambiente familiar en el cual privó la posibilidad de
disentir, de opinar libremente, de tomar partido y ser respetado por eso. Se
unió a la lucha revolucionaria en contra de la dictadura militar que asolaba su
país en la década de los setenta y engrosó de manera trágica la lista de
desaparecidos políticos que en conjunto sumaban más de 30 mil personas. Sus
cuatro hijas, junto con sus yernos y dos de sus nietos, infantes aún, se
unieron a la nómina de las víctimas del terrorismo de Estado. Todos
desaparecidos, todos muertos. Sus historias, a la distancia de varias décadas,
siguen despertando la pasión y el interés de infinidad de lectores alrededor
del mundo. Y, sin embargo, es un desconocido. Más allá de su tierra, Argentina,
el nombre de Héctor Germán Oesterheld continúa en los terrenos del misterio, de
las referencias ocultas, de los datos de trivia que eso a lo cual llamamos la
alta cultura, el cánon, lo-que-se-debe-de-leer, permite que se filtre por los
resquicios como parte de una anomalía en el seno de la cultura popular.
Uno
de los momentos de la historia reciente que permitió que el trabajo del
guionista se conociera a nivel mundial tuvo que ver con el deceso del
presidente argentino Néstor Kirchner. En una manta enorme que colgaba al
costado de una de las plazas públicas que se llenaron de personas para lamentar
la muerte del presidente, aparecía éste personificado como Juan Salvo, el
protagonista de El eternauta, tal vez
el cómic más famoso de Oesterheld. El Nestornauta
reflejaba, en cierto sentido, el deseo de muchos argentinos en el retorno
del carismático mandatario. Y se convertía, al mismo tiempo, en un discurso
paralelo que hacía referencia a la memoria de los desaparecidos de la última
dictadura militar a través de la referencia al guionista. Ejemplos como ése son
abundantes en la cultura popular. Remeras con estampados de Juan Salvo
caminando entre la nieve mortal cubierto con el traje de buzo que fue
acondicionado de manera casera se reproducen también en estaciones del metro;
graffitis repartidos a lo largo y ancho de muchas paredes; afiches colgados en
cuartos semioscuros de chicos que no tienen conciencia, más allá de la
atracción visual que el personaje despierta, de la historia que hay detrás de
esa imagen.
Héctor
Germán Oesterheld fue descendiente, como muchos argentinos y latinoamericanos,
de migrantes europeos que huían de las nuevas condiciones de explotación que la
Revolución Industrial había originado en sus países de origen a finales del
siglo XIX. Nació en 1919. Con antecedentes españoles y alemanes, creció en un
ambiente de clase media alta más o menos privilegiada. Desde niño se habituó a
la Aventura a partir de las lecturas que realizó. Además de eso, su familia
solía pasar tiempo en el campo. Fueron esas dos actividades las que,
probablemente, marcaron sus vocaciones: por un lado se dedicó a la geología,
ingresando incluso a la universidad para hacerlo profesionalmente y, por otro, leyendo
las obras más variadas a las que tenía acceso.
Esas
costumbres le construyeron una fama de erudito que fue una de las cosas que más
sorprendió a la que sería su esposa: Elsa Sánchez. Es imposible separar la vida
del guionista del destino de la mujer que lo acompañó en su vida. Todos los
actos y decisiones que el primero tomó en vida impactaron y marcaron, primero a
la familia, y después a la esposa que se convirtió en la única sobreviviente al
finalizar el holocausto que significó la represión estatal de la dictadura.
Cuando Elsa lo conoció, él era mayor por varios años, se lo presentaron como
“Sócrates”, tal era el apelativo con el cual lo conocían sus amigos debido a la
erudición y a su afición de hombre renacentista que alimentaba. Después de
cierto tiempo unieron sus vidas y fueron, durante algunos años, podemos
adivinarlo, muy felices. La familia comenzó a crecer y Oesterheld creaba su
propia definición para la misma: la familia Conejín.
Los
primeros acercamientos con la literatura los tiene, precisamente, por el lado
de la literatura infantil. Escribe un cuento para el diario La Prensa, mismo que le es publicado
para gran regocijo propio y de su madre. Esos primeros intentos creativos
animaron la necesidad de seguir escribiendo. Mientras lo hacía como un hobbie trabajaba en un banco como
especialista en geología, aún sin haberse graduado, aunque esa ocupación le
permitía viajar y conocer territorios del país que después aparecerían
alegorizados o realistas en sus obras. Infantil es también uno de los
personajes más entrañables que creó: Gatito.
Fue tanto el impacto que el personaje tuvo que, incluso, tuvo un programa
radiofónico.
Su
llegada a las historietas fue un tanto azarosa, pero se decidió a aceptar el
reto con el espíritu aventurero que lo caracterizaba. Comenzó en la Editorial
Abril, lugar donde creaciones como Sargento
Kirk tomarían forma. Donde conocería a grandes nombres de la ilustración
como Hugo Pratt, quien después sería un indispensable del medio de la
historieta al dar vida a personajes como los incluidos en Corto Maltés. Elsa, la esposa, le reclamará la decisión que en
algún momento toma: abandonar los trabajos estables que tenía, en el banco por
ejemplo, y dedicarse de lleno a la historieta. Entre los argumentos que esgrime
para defender esta decisión hay uno que sorprende por la novedad y lo
visionario de su planteamiento: la historieta puede ser un medio didáctico. De
cierta manera, Oesterheld planteaba el fracaso de la escuela para generar un
gusto asumido de manera placentera por la lectura de libros. Su lógica apuntaba
que si los chicos leían historietas, era posible crear obras que fueran
interesantes para ellos y que, al mismo tiempo, les enseñara algo. Una especie
de caballo de Troya que tendría como objetivo a los miles de chicos y
adolescentes que compraban de manera masiva las historietas que se creaban en
aquellos años de auge del medio en Latinoamérica. Sólo para darnos una idea: la
editorial Novaro, mexicana, había puesto en jaque y orillado a la quiebra a la
industria de historietas española y de otros países hispanoparlantes. Es a ese
público masivo que Oesterheld pretende llegar. Con el tiempo veremos que, más
allá de la didáctica científica, Oesterheld utilizará el medio para transmitir
su concepción ética de la vida: la escala de valores que desconocería elementos
que en aquellos tiempos se concebían primordiales como el nacionalismo y el
temor hacia el Otro, cualquiera que fuese su origen. Al autor le interesa una
ética de lo humano. Identifica a la guerra y a la confrontación entre iguales
como el verdadero enemigo.
Es
precisamente esa idea, “el enemigo no es el hombre, es la guerra”, el que
prevalece en obras como Ernie Pike. Este
personaje, un reportero de guerra, está inspirado en un periodista real: Ernest
Pyle, uno de los mejores cronistas, y de los más leídos, que contaba las
historias que se daban en el frente asiático durante la Segunda Guerra Mundial.
Ernie Pike refleja, en muchos sentidos, varios de los valores que Oesterheld
defendía como parte de su método creativo: la objetividad, la frialdad, la
erudición, el no tomar partido de manera irracional. Visualmente Pike tiene un
parecido asombroso con las facciones de Oesterheld, una anécdota que se cuenta
al respecto apunta que cuando Oesterheld terminó el primer guión de Ernie Pike le dejó una nota, en broma, a
Pratt: dibújalo buen mozo, noble, buenazo, “dibújalo como yo”; el ilustrador
siguió las indicaciones y el perfil de Oesterheld quedó impreso en el rostro de
Pike. Las historias de este personaje no tienen una mirada militante, no
reconocen, de manera maniquea, entre “buenos y malos”: reflejan los dramas que
la guerra genera en las personas de a pie, lanza un mensaje subversivo para la
época: el enemigo es invisible, es el Poder, no los demás seres humanos. A esa
concepción retornaría en El eternauta. En
su obra más reconocida se observa cómo ese poder cósmico que rige los destinos
de los seres humanos, concebidos como colectividad de individuos, son los
Ellos: las mentes maestras que dominan, conquistan y dirigen el mundo sin
hacerse visibles nunca.
La
guerra es una de las obsesiones del autor. Un tema que lo tocaría incluso en su
vida personal. Es difícil ubicar el momento en el cual la biografía y la obra
del guionista se entrecruzan. Cómo aquellas ideas que planteaba sobre las
viñetas habían pasado a contar su propia historia. Resultan contrastantes
diversas facetas de su vida: en determinado momento, cuenta su viuda, unos
caracoles habían invadido los rosales que ella cultivaba es su jardín, quiso
matarlos y él se oponía, “pobrecitos, merecen vivir”, decía; la esposa no se
explica cómo ese hombre, amante de la vida, se transformaría después en un
militante que defendería sus ideas hasta la muerte. Contrastan también los
momentos de búsqueda de la perfección (una anécdota apunta que obligó a Hugo
Pratt a redibujar un episodio de Sargento
Kirk porque un rifle que Pratt había trazado era inexacto históricamente) con algunos de sus últimos trabajos en
donde, sin demasiada elaboración, se dedicó a adaptar las historias de clásicos
de la literatura como Poe o Conan Doyle (el caso de Nekrodamus, por ejemplo).
Oesterheld
confió tanto en la historieta como el medio idóneo para transmitir mensajes,
historias y enseñanzas científicas y éticas, que incluso se aventuró a invertir
su patrimonio en búsqueda de desasirse de las políticas editoriales que las
compañías le imponían. Va un ejemplo: el primer tratamiento de Sargento Kirk no se desarrollaba en el
Viejo Oeste norteamericano, no era un western
en su concepción; la idea de Oesterheld era que el sargento en realidad
pertenecía al ejército argentino y desertaba ante la simpatía que le
despertaban los indios pampas a los que debía exterminar; el editor, César
Civita, le dijo que esa historia era impensable en los momentos que el país
vivía, así que Kirk se convirtió en norteamericano y sus historias se
trasladaron al Norte. Otra situación: le ofrecen a Oesterheld realizar una
serie sobre la Legión Extranjera francesa en África, él se niega porque,
argumenta, no está dispuesto a convertir en héroes a asesinos invasores, su
simpatía está más del lado de los “ensabanados” (los árabes) que de quienes van
a su tierra a combatirlos e intentar conquistarlos. Fue para no confrontarse
con esas exigencias que Oesterheld funda, junto con su hermano, la Editorial
Frontera.
Frontera
es, probablemente, uno de los ejercicios de empresa más ambiciosos, honestos y
hermosos que se hayan dado en América Latina. Se construyó rompiendo con muchas
de las directrices que las grandes compañías tenían como política de mercado.
Por ejemplo, en cada una de las revistas que la editorial publicaba (Hora cero, dedicada a la ciencia ficción
principalmente; Frontera, dedicada al
western, los temas bélicos y géneros afines) incluía una historia
completa, autoconclusiva. Era una osadía en un tiempo en donde la fortuna de
las editoriales de historietas se construía en el gancho que implicaba el “Continuará…” al final de cada episodio.
Oesterheld creía que eso era engañar al lector, ante la opinión de su hermano
que le decía que así quebrarían porque no habría misterio que seguir, el
guionista contestaba que los lectores serían fieles si se les ofrecían buenas
historias. Al final, Frontera no fue redituable, no porque no tuviera ventas:
las tenía pero eran incuantificables y, peor aún, las ganancias no retornaban a
los inversores. La razón de esto fue la inexperiencia: cuando se terminaban de
imprimir los ejemplares que tiraba la editorial no se destruían los rollos de
impresión, por lo que los imprenteros hacían tirajes clandestinos de las
historietas que se vendían aparte y de cuyas ganancias la editorial no veía ni
un centavo. A la larga tal situación fue insostenible y la editorial, cuyo logo
era un indio que oteaba el horizonte parado sobre las ancas de un caballo, obra
de Joao Montini, tuvo que cerrar.
Sin
embargo, antes de la debacle, en las páginas de las publicaciones de Frontera
surgieron varios de los personajes que pasarían a la historia de la historieta
latinoamericana y mundial: Randall The Killer,
Sherlock Time, Rolo, el marciano adoptivo, Ernie Pike y, por supuesto, El eternauta. Parece un saldo más que
positivo para una empresa quebrada. Y lo fue en términos creativos, sin
embargo, en la vida personal y familiar de Oesterheld la situación se tornó
tensa: aparecieron dificultades económicas, tuvieron que mudarse de casa y las
discusiones comenzaron a aparecer por tal razón. El cambio de estatus sería, en
otra situación y para algún otro autor, razón suficiente para replantearse su
ocupación, para Oesterheld no lo fue: siguió escribiendo historietas. A la
sazón, ya sus cuatro hijas estaban en el mundo: Estela, Diana, Beatriz y Marina
se convirtieron en admiradoras incondicionales del padre y crecieron en un
ambiente de libertad de pensamiento y expresión creativa que hacia el final de
su historia sería determinante para el fin que encontraron.
Eran
los años tempestuosos de los sesenta. El triunfo de la Revolución Cubana
imponía nuevas formas de concebir el cambio en sociedades tradicionalmente
conservadoras y cuya historia oscilaba entre una normalidad democrática
inestable y elitista contrastada por periodos de dictaduras militares que
“reinstalaban el orden” que la democracia supuestamente amenazaba. Argentina no
era la excepción. La politización de la clase media se explicaba por diversos
factores: la evidente desigualdad que privaba en la sociedad y que con el paso
del tiempo se hacía cada vez más evidente; el exilio de quien se reconocía como
el caudillo de la justicia social, Juan Domingo Perón, en España; y las ideas
que la juventud recogía de manera entusiasta a través de la imagen de los
héroes guerrilleros que habían subido a la montaña y derrocado a la dictadura
de Batista. Oesterheld se sintonizó con esos tiempos a pesar de sus recelos de
tiempos antiguos (alguna vez se le ofreció realizar una biografía de Perón y se
negó rotundamente, en ese entonces consideraba al caudillo como una cara del
fascismo) y puso su arte al servicio de las ideas revolucionarias que flotaban
en el aire. Fue así como surgió Vida del
Che.
La
viuda de Oesterheld que todo se jodió a
partir de la publicación de ese cómic. Oesterheld entraba en las nóminas de
sujetos sospechosos de subvertir el orden. Comercialmente la historieta tuvo un
relativo éxito; estéticamente descubrió para el mundo las dotes de un dibujante
prodigioso como lo es Enrique Breccia (véase su trabajo posterior en obras como
El Sueñero o Lovecraft). Las peripecias que rodearon la publicación de Vida de Che pasaron por el secuestro de
la edición, la necesidad de desaparecer los originales y la recuperación
posterior a partir de un ejemplar de aquella mítica edición de Jorge Álvarez.
Incluso la CIA, vía la embajada norteamericana, puso entre sus objetivos al
guionista: recién publicada la biografía del guerrillero argentino, se le
ofrece un patrocinio económico con viaje incluido por los Estados Unidos a fin
de que realice un trabajo similar con la vida de John F. Keneddy, Oesterheld se
niega. Para Editorial Jorge Álvarez también haría una biografía de Evita Perón
y alguna de The Beatles. Esas experiencias le iniciarían en los terrenos de la
narrativa gráfica de corte histórico. El culmen de ese trabajo estaría en Latinoamérica y el imperialismo. 450 años de
guerra que levantaría debates tremendos debido al revisionismo militante
del cual se le acusó. Para Oesterheld significaba un esfuerzo extra la
realización de estas historietas, llegó a afirmar que debía invertir hasta el triple
de tiempo para su elaboración. Sin embargo, no sería aventurado afirmar que
esos trabajos lo ubicaron de manera evidente dentro de un espectro de la
sociedad argentina: la de quienes luchaban en contra de la opresión y el
autoritarismo.
Esa
ubicación dentro del espectro contrasta, de nuevo, con algunas etapas de su vida
de la cual da noticia su viuda Elsa. Una que llama la atención en particular es
la poco documentada relación que tuvo con Jorge Luis Borges. Elsa Sánchez
afirma que era frecuente que Oesterheld se reuniera con Borges para platicar en
la Biblioteca Nacional y que de esos encuentros le daban noticia sus hijas,
quienes lo acompañaban. No parece disparatada tal relación en términos de los
temas que preocupaban a los dos autores: la idea del tiempo, la eternidad, el
gusto por la literatura inglesa. En la última entrevista documentada,
Oesterheld se permite incluso declarar: “tengo más lectores que Borges”, como
una forma de legitimar el trabajo de historietista y, al mismo tiempo, atacar
los prejuicios que rodeaban a la figura del lector de cómics.
No
se sabe a ciencia cierta cuál fue el proceso por el cual Oesterheld se integra de manera activa y militante a la
organización guerrillera Montoneros. Una cuestión importante de saber es que a
tal organización pertenecían sus hijas y sus parejas respectivas. Algunas
personas que lo conocieron afirman que fue Oesterheld quien incitó a las
chicas, mientras otros testimonios apuntan lo contrario: que Oesterheld siguió
de manera apasionada las formas de expresión de los ideales que sus hijas
enarbolaron. Sin embargo, el hecho de formar parte de la estructura de prensa
de la agrupación no le impide seguir escribiendo historias para el mercado
comercial. De esa etapa da noticia su trabajo en la editorial Columba,
retratado de manera magistral, con las licencias literarias respectivas, en Germán. Últimas viñetas (Cristian
Bernard/ Flavio Nardini, 2013), una
serie de la televisión pública argentina que recupera la historia del guionista
para la edad audiovisual y en la cual Miguel Ángel Solá nos entrega un
Oesterheld que se acomoda de manera impecable a la imagen que muchos nos
hacemos de él. Son las épocas de la clandestinidad, de las entregas de guiones
a destiempo y apresuradas, del dictado de los guiones desde algún teléfono
público. Los tiempos cuando sus compañeros se enteraban de su visita por las
huellas de lodo que dejaba en la alfombra de las oficinas de la editorial;
cuando sus colegas creían verlo en la calle disfrazado, con pelucas y ropas que
eran impensables en él.
Fue
la época, también, de la segunda parte de El
eternauta. Si ya en la primera versión de la historia Oesterheld aparecía,
en un juego de intertextualidad digno de mención, como personaje de la ficción,
como narrador testigo de lo que Juan Salvo, el navegante de la eternidad, tiene
que contarle acerca del terrible futuro que le aguarda a la humanidad; en esta
continuación se despoja del papel pasivo de testigo y se pone al lado del
héroe. Toma partido. Enuncia que los gurbos, seres clónicos parecidos a gorilas
cuya única función es secuestrar, matar y torturar, se han añadido a la nómina
de invasores que aparecían en la primera versión realizada casi dos décadas
antes. Su compañero en la primera aventura, Francisco Solano López, se niega rotundamente a secundarlo en muchas
de las cosas que plantea en los guiones de esta segunda parte y rehace muchas
de las acciones descritas. En el nuevo cómic resultaba ya despojada de metáfora
la situación que Argentina vivía en las calles. Mientras las patotas
patrullaban las calles secuestrando y engrosando las listas de los
desaparecidos políticos, en las páginas de El
eternauta 2, Juan Salvo y Germán (Oesterheld) vuelan con enormes alas de
murciélago disparando ametralladoras y defendiendo a “la gente de las cuevas”.
Los últimos sobrevivientes del cataclismo que retornó a la humanidad a la época
de las cavernas. En esta nueva versión el héroe protagonista también se plantea
cuestiones radicales: sacrifica a Elena y Martita, su esposa e hija, en aras de
un bien mayor. El mensaje era claro: no se debían regatear los sacrificios que
deberían hacerse, incluso si eso implicaba la muerte de los más cercanos.
El
mensaje no era sólo lo que enunciaba Juan Salvo, era lo que pasaba por la
cabeza de Oesterheld. Ante la andanada de atropellos que la dictadura militar
comienza a realizar, a partir de 1976, la esposa urge a Oesterheld a sacar a
sus hijas del país antes de que la mano inclemente de la represión las alcance.
Él deja que esa decisión la tomen ellas de manera libre. Deciden quedarse y
entonces, de manera paulatina, comienzan a desvanecerse en el medio del terror
desatado por el terrorismo de Estado. Finalmente, el 27 de abril de 1977, en la
ciudad de La Plata, el guionista es secuestrado por las fuerzas de la
dictadura. Su estancia en los centros de detención como El Ratonero, El
Sheraton y El Vesubio se adivina complicada y llena de penas. Entre ellas está
el hecho de que le llevan de visita a uno de sus nietos para presionarlo a dar
información, no lo hace; el custodio, admirador de sus historietas y conocedor
de la tragedia familiar, decide contravenir órdenes directas y entrega al chico
de escasos años a su abuela. Ellos dos y otro nieto fueron los únicos
sobrevivientes de la hecatombe que se cernió sobre la familia. Uno de los
últimos testimonios de sobrevivientes de los campos de concentración de la
dictadura cuenta que en la Navidad de 1977 se les permitió a los presos
quitarse las capuchas que cubrían de manera permanente sus cabezas, saludarse y
fumar un cigarrillo. Oesterheld pidió estrechar la mano de cada uno de los
detenidos que había en esa prisión, se lo concedieron. Alguno comenzó a cantar
“Fiesta”, una canción de Joan Manuel Serrat que desnudaba la realidad de la
dictadura franquista de manera irónica, y los demás le secundaron. “Se acabó la
fiesta”, dice el último verso de la canción. Para Oesterheld se acabó de manera
definitiva en alguna hora de 1978. Lejos estaba el retorno a la vida
democrática de su país. Sus historietas, no obstante, se siguieron publicando,
varios años después de que era una sospecha fundada su muerte. Resultaba
tétrico seguir encontrándose su nombre en las portadas de Scorpio, por ejemplo, cuando muchos sabían de su trágico destino.
A
Oesterheld le gustaba definirse como “un oscuro trabajador intelectual”. Tal
vez en esa apelación se encuentren todos los elementos que signaron su vida: la
de un relativo anonimato, su cercanía con la clase trabajadora que justificó
con la militancia clandestina hasta sus últimas consecuencias y el cultivo de
la inteligencia que fue una cuestión a la que nunca estuvo dispuesto a
renunciar. Juan Sasturain lo define como un hombre ético que escribía, que es
una descripción que me gusta y con la cual me encuentro por completo de
acuerdo. De tal manera, podemos decir que Oesterheld fue un hombre ético que
escribía, cuya coherencia le obligó a vivir a la altura de sus sueños. Unos
sueños que concebía no sólo sobre el papel, sino también en la realidad que le
tocó habitar.
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