Es interesante pensar en la asimetría que rodea el tratamiento
literario de la ascendencia. Mientras la figura del padre domina muchas de las
obras reconocidas como significativas y señeras en el canon (nomás pensemos en
Kafka o en Rulfo), la figura de la madre siempre es relegada a segundos o terceros
términos. No afirmo que no se trate, ahí están los realistas rusos elaborando
sus relatos acerca de las madres como faro de comportamiento y superyó omnipresente;
lo que intento decir es que la figura del padre adquiere siempre una relevancia
mayor en las poéticas de muchos escritores. Incluso el padre ausente conforma
un arquetipo que en literaturas como la latinoamericana tiene un lugar
privilegiado en términos de representación.
Es por eso
que me llama la atención la manera en cómo en años recientes se ha abordado la
figura de la madre como una preocupación que permite reflexionar sobre su
configuración y, al mismo tiempo, cuestionar los estereotipos que alrededor de la
maternidad y sus virtudes se han tejido. Los maridos de mi madre de Joel
Flores y La reina está muerta de Ira Franco son ejemplos de lo que
menciono. Un nuevo texto se añade a este abordaje.
Esto no
es una canción de amor (Paraíso Perdido, 2020) aborda una historia cuyos
temas son variados y que intentaré describir brevemente, pero es claro que uno
de sus ejes es la relación materno filial entre la narradora protagonista y su
madre. Hay una amorosa relación de cómo los prejuicios propios de la
adolescencia ceden ante el gozo de la cercanía, la convivencia y la autenticidad
de la progenitora. Romina, el personaje principal, cuenta los viajes que
emprendían juntas a través de la carretera hacia destinos de descanso, descanso
sobre todo del mundo masculino representado por el padre y el resto de los hermanos,
todos varones. Ante la necesidad de hablar en una reunión familiar en honor a
la madre recientemente muerta, Romina realiza un corte de caja en el cual
reconoce el maravilloso ser humano que su madre fue, más allá de todos los
defectos que su propia humanidad le impuso.
Abril Posas
(Guadalajara, 1982) construye una historia sobre sororidad y feminismo. Un
feminismo que no se plantea en términos doctrinarios sino a través de las
acciones que conforman la trama: la mejor amiga cuyo talento es despreciado y
explotado por una estructura que no concibe el cuestionamiento de sus propios y
caducos estándares machistas; la chica que, cuando parece ceder a las
expectativas del amor romántico tipo chick flick, elige la presencia y
la compañía de aquella aliada que siempre está presente en los momentos
necesarios; la batalla campal en un concierto de punk en donde los rockers
machines se sienten desplazados y reaccionan de la manera tradicional: a través
de la violencia; la figura de la madre como alguien que guio de manera
despreocupada las acciones de la hija, en búsqueda, quizás sin saberlo, de que
ésta fuera autosuficiente.
Hay música.
Mucha música. Música noventera, tracks de bandas y solistas que cargaban
sobre sí el adjetivo de alternativas, música patrimonio de unos cuantos
guardianes del secreto que se reconocían a partir de detalles difíciles de
pasar por alto, afinidades electivas como las que unen a Los Incómodos, la
banda de covers que entona esas canciones como himno de guerra y posibilidad de
reafirmar la identidad. Pero también está Daniela Romo, Dulce y las baladistas
que desde el hit parade de Siempre en domingo construyeron de manera
consistente la educación sentimental de las mexicanas adictas al azote
romántico. No hay un juicio de valor sobre la “calidad” de la música, sino el
reconocimiento de la tolerancia y comprensión de la circunstancia de cada
persona como el único motivo de empatía y reconocimiento de la otredad.
La cultura
pop es una parte importante en la serie de códigos a descifrar dentro de esta
novela. La televisión y las referencias a diversas series se convierten en
guiños que buscan complicidad en aquellos que reconocen la coetaneidad de
esperar una hora y día específicos para seguir las aventuras de los personajes
que nos divertían o nos emocionaban. Y la primera persona es adrede, porque hay
en esta obra una especie de narración generacional que nos habla directamente a
quienes nos reconocemos similares a Romina.
El relevo
generacional, que se manifiesta como violento choque, aparece también en forma
de contacto digital, susceptibilidad border y manejo de códigos que, al
menos a mí, me parecieron ajenos. La protagonista lidia con las consecuencias
de compartir el espacio de trabajo y el mundo con aquellos que con preocupaciones
distintas y perspectivas diversas reclaman su lugar en el mundo y su derecho a
ser. La apropiación de facto de todo lo novedoso.
Esto no
es una canción de amor es, en conclusión, una obra en donde las otredades
se reconocen como cuestiones cercanas y en donde la reflexión acerca de nuestra
identidad, gustos y elecciones vitales no dejará indiferente al lector.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario