miércoles, mayo 05, 2021

Valiente en tu casa y en cualquier lugar

 


Es interesante pensar en la asimetría que rodea el tratamiento literario de la ascendencia. Mientras la figura del padre domina muchas de las obras reconocidas como significativas y señeras en el canon (nomás pensemos en Kafka o en Rulfo), la figura de la madre siempre es relegada a segundos o terceros términos. No afirmo que no se trate, ahí están los realistas rusos elaborando sus relatos acerca de las madres como faro de comportamiento y superyó omnipresente; lo que intento decir es que la figura del padre adquiere siempre una relevancia mayor en las poéticas de muchos escritores. Incluso el padre ausente conforma un arquetipo que en literaturas como la latinoamericana tiene un lugar privilegiado en términos de representación.

         Es por eso que me llama la atención la manera en cómo en años recientes se ha abordado la figura de la madre como una preocupación que permite reflexionar sobre su configuración y, al mismo tiempo, cuestionar los estereotipos que alrededor de la maternidad y sus virtudes se han tejido. Los maridos de mi madre de Joel Flores y La reina está muerta de Ira Franco son ejemplos de lo que menciono. Un nuevo texto se añade a este abordaje.

         Esto no es una canción de amor (Paraíso Perdido, 2020) aborda una historia cuyos temas son variados y que intentaré describir brevemente, pero es claro que uno de sus ejes es la relación materno filial entre la narradora protagonista y su madre. Hay una amorosa relación de cómo los prejuicios propios de la adolescencia ceden ante el gozo de la cercanía, la convivencia y la autenticidad de la progenitora. Romina, el personaje principal, cuenta los viajes que emprendían juntas a través de la carretera hacia destinos de descanso, descanso sobre todo del mundo masculino representado por el padre y el resto de los hermanos, todos varones. Ante la necesidad de hablar en una reunión familiar en honor a la madre recientemente muerta, Romina realiza un corte de caja en el cual reconoce el maravilloso ser humano que su madre fue, más allá de todos los defectos que su propia humanidad le impuso.

         Abril Posas (Guadalajara, 1982) construye una historia sobre sororidad y feminismo. Un feminismo que no se plantea en términos doctrinarios sino a través de las acciones que conforman la trama: la mejor amiga cuyo talento es despreciado y explotado por una estructura que no concibe el cuestionamiento de sus propios y caducos estándares machistas; la chica que, cuando parece ceder a las expectativas del amor romántico tipo chick flick, elige la presencia y la compañía de aquella aliada que siempre está presente en los momentos necesarios; la batalla campal en un concierto de punk en donde los rockers machines se sienten desplazados y reaccionan de la manera tradicional: a través de la violencia; la figura de la madre como alguien que guio de manera despreocupada las acciones de la hija, en búsqueda, quizás sin saberlo, de que ésta fuera autosuficiente.

         Hay música. Mucha música. Música noventera, tracks de bandas y solistas que cargaban sobre sí el adjetivo de alternativas, música patrimonio de unos cuantos guardianes del secreto que se reconocían a partir de detalles difíciles de pasar por alto, afinidades electivas como las que unen a Los Incómodos, la banda de covers que entona esas canciones como himno de guerra y posibilidad de reafirmar la identidad. Pero también está Daniela Romo, Dulce y las baladistas que desde el hit parade de Siempre en domingo construyeron de manera consistente la educación sentimental de las mexicanas adictas al azote romántico. No hay un juicio de valor sobre la “calidad” de la música, sino el reconocimiento de la tolerancia y comprensión de la circunstancia de cada persona como el único motivo de empatía y reconocimiento de la otredad.

         La cultura pop es una parte importante en la serie de códigos a descifrar dentro de esta novela. La televisión y las referencias a diversas series se convierten en guiños que buscan complicidad en aquellos que reconocen la coetaneidad de esperar una hora y día específicos para seguir las aventuras de los personajes que nos divertían o nos emocionaban. Y la primera persona es adrede, porque hay en esta obra una especie de narración generacional que nos habla directamente a quienes nos reconocemos similares a Romina.

         El relevo generacional, que se manifiesta como violento choque, aparece también en forma de contacto digital, susceptibilidad border y manejo de códigos que, al menos a mí, me parecieron ajenos. La protagonista lidia con las consecuencias de compartir el espacio de trabajo y el mundo con aquellos que con preocupaciones distintas y perspectivas diversas reclaman su lugar en el mundo y su derecho a ser. La apropiación de facto de todo lo novedoso.  

         Esto no es una canción de amor es, en conclusión, una obra en donde las otredades se reconocen como cuestiones cercanas y en donde la reflexión acerca de nuestra identidad, gustos y elecciones vitales no dejará indiferente al lector.

No hay comentarios.: