La madre
conduce por la avenida como si de un campeonato automovilístico se tratara. Los
años detrás de ese volante le han hecho un piloto consumado. Gira el volante
con la misma pericia con que lo haría el taxista más experimentado de la
ciudad. Mira hacia el frente, mira los espejos, atenta al semáforo, una (otra)
madre casi niña con dos hijos anudados a sus faldas y uno más en brazos alcanza
a cruzar la calle antes de que la fatídica luz verde anuncie el arranque masivo
de rugidos y revoluciones.
—Irresponsable —murmura la madre
entre dientes. La niña-madre alcanza el refugio de la otra acera y entonces la
madre-piloto acelera hasta el fondo. El asfalto es como un río hirviendo, como
la lava de un volcán que se derrumba apenas la Tracker pasa sobre el torrente.
La rabia se le acumula en la garganta, serpentea por su estómago, intenta
escaparse por sus ojos enrojecidos entre el smog y los antidepresivos
que tiene que tomar desde hace cuatro meses.
En el asiento trasero un niño
manipula los controles de un videojuego portátil. Parece muy concentrado en las
imágenes estroboscópicas que la pequeña pantalla refleja en sus pupilas. De vez
en cuando se retuerce en su asiento, agita el pequeño artefacto y lanza una
maldición que se pierde entre los ruidos de vendedores ambulantes, cláxones y
la voz furiosa que le susurra al oído y que nadie más puede oír.
La madre mira por el retrovisor.
Mira a su pequeño abstraído por completo en su planeta de controles, palancas y
ruidos bélicos. Se pregunta en qué momento dejó de hablar con su hijo. En qué
desgraciado instante, ese pequeño le había dejado de preguntar cosas acerca de
las imágenes que, como un gigantesco rotoscopio, se sucedían a través de la
ventana. Ahora le resulta casi imposible acercarse a él. La televisión es su aliada
y su enemiga. Los juegos de video su némesis. La madre se da cuenta, de
improviso, que está pensando con las voces de un libro de sociología y sonríe
por la broma que se ha hecho a sí misma. Las clases. Ésas que tuvo que
abandonar cuando decidió casarse. Vivir junto y para siempre con uno de los
empresarios más importantes de la ciudad. Abandonar la escuela, retrasar sus
sueños profesionales, renunciar a una vida de aventuras. Abandonar también
significó abandonarse, piensa sobre sí en tercera persona. El teléfono celular
suena. Repiquetea con insistencia. Ve en la pantalla el nombre de su marido y
con un gesto de fastidio decide no contestar. El ruido, que es un grito de
exigencia, se extiende más allá del tiempo y, de repente, como un ladrón
arrepentido o un asesino con cargo de conciencia, se deja de escuchar. La madre
vuelve a mirar por el retrovisor. El hijo sigue perdido en su juego.
Siente la tentación de prender un
cigarrillo. De zafar de un tirón el encendedor de la camioneta y lanzar una
línea de humo blanco y espeso por la ventanilla. Se contiene. Sabe que al padre
no le gusta que sus hijos los vean fumar, beber, reír. Todo se ha reducido a la
emisión de un ejemplo que tiene que darse en la experiencia. No tendremos
argumentos para reclamarles cualquier vicio que se les ocurra tomar, cualquier
día, si nos ven hacerlo a nosotros todo el tiempo. La voz del padre suena desde
el fondo de un tonel vacío. Como la voz de Darth Vader, piensa la madre, que en
un arranque de nostalgia e intento de recuperación de las emociones que había
enterrado en el pasado había decidido acostarse a ver con su hijo, no éste
autista de videojuegos, sino el otro de novelas de aventuras y documentales del
National Geographic, la trilogía de Star Wars. La voz de Vader
sonaba terrorífica en el sistema de sonido que el padre había tenido a bien
adquirir en uno de sus múltiples viajes a Houston. Recordó con claridad el
momento de revelación que la había sacudido en su asiento, muchos años atrás y
cuando ni siquiera preveía la posibilidad de ser madre (“Creo que hasta era
virgen”, dice la madre en voz alta, mientras esquiva al enésimo colectivo que
se atraviesa en su camino), el momento cumbre de The Empire Strikes Back; un
Luke Skywalker con una mano aferrándose a un barandal y la otra yéndose al
fondo del reactor de la Estrella de la muerte: Luke, I'm your father. Recuerda
que en ese momento volteó a ver a su hijo, a descifrar la reacción en su
rostro, pero no pudo ver nada. El pequeño se había quedado dormido quién sabe
desde qué escena. Sintió una rabia irracional, como si todo el esfuerzo que
había hecho para que su hijo descubriera junto a ella los misterios de la
pérdida, la resistencia, el triunfo del bien, hubieran sido en vano. Miró la
cara completamente vencida sobre uno de los hombros del pequeño sabelotodo y
sintió el impulso de poner sobre ese rostro angelical la almohada que estaba a
un lado de su cuerpo flaco y huesudo. Se imaginó presionando con todo el peso
de su cuerpo mientras trataba de dominar los últimos estertores de la muerte.
Le dio un escalofrío pensar en una cosa así. Miró el pecho de su hijo subir y
bajar al ritmo de su respiración y creyó que estaba realmente a unos pasos del
abismo de la locura.
Los cláxones resuenan en los oídos
del hijo que levanta el rostro y mira a su madre inmóvil con la vista puesta en
un punto indeterminado. Los pitidos de los automóviles consiguen hacerla
regresar a la realidad. El motor de ocho cilindros se hace notar bajo ese cofre
negro castigado por el sol que ya comienza a asomarse por en medio de los
rascacielos que se alinean a uno y otro lado de la calle. El hijo regresa a su
videojuego pero su mente está en otro lado. En esa voz que escucha dentro de su
cabeza y que le pide matar a su madre. No sabe como acallarla, por lo que la
escucha con atención. Sería fácil, un disparo en la cabeza y la maldita se
muere de inmediato. Lo sabe, es lo más fácil, lo más visto. Pero no sabe
dónde conseguir una pistola. Una de verdad. Una que mate de a de veras. Con
un cuchillo, cuando esté dormida, vas y le cortas el cuello. La sangre correrá
hasta que se muera. Un cuchillo, sí. Comienza a contestarle a la voz. Pero
entonces ella sabrá que yo la he matado. Es posible que se salve y entonces
ella me matará a mí. Si se muere, regresará como zombie para comerme el
cerebro cuando esté durmiendo. GAME OVER. La pantalla parpadea. El hijo
sabe que ha perdido porque no está concentrado. La voz le vuelve a susurrar en
el oído. Aplícale una Mano de la Muerte. Como en el videojuego. Una oleada
de energía que le arranque la cabeza con todo y cuello. Que sea un Vértigo de
fuego. Que se queme de una sola vez y su ceniza se esparza con el viento. El
hijo sonríe. Sabe que los trucos de los videojuegos sólo funcionan en los
videojuegos. No puede olvidar todas las humillaciones que le ha hecho pasar.
Las comparaciones interminables con su hermano. Los gritos a diario porque la
escuela es algo que, francamente, no le interesa. Mandarlo con el psicólogo fue
la cosa más horrible que pudieron haberle hecho. Un imbécil preguntándole
acerca de si quería a sus papis. Así le dijo, “sus papis”. ¿Qué quería el menso
ése que le contestara? Que su madre es una loca sin remedio que la mitad del
día se la pasa durmiendo y la otra mitad drogada. Que su padre es el único que
le cae bien, precisamente porque parece que no existe. Que ojalá su madre fuera
como el papá que no se mete con él, ni le pide que se peine o que se limpie los
zapatos enfrente de la gente. Claro que cuando estuvo frente al psicólogo
fingió con el candor que los adultos creen que los niños tienen. Quiero a mis
papás igual. A mi papi porque me compra lo que le pido los domingos y a mi mami
porque me lleva todos los días a la escuela. Le hubiese gustado hacerle al
doctor ése lo mismo que le hizo al gato de su madre. Aún hay noches en que lo
escucha maullar al pie de su ventana. Sabe que se mueve como una serpiente
alada por entre los árboles, hasta llegar al descanso de la ventana de su
cuarto. Y entonces el gato fantasma, chamuscado, se pone a maullar para recordarle
que está ahí, que no lo ha olvidado, que cuando sea el tiempo vendrá por él. En
la casa fue un escándalo, la madre buscó por todos lados al asqueroso peludo, y
como no lo encontró anduvo de un humor de los mil demonios. Tendría que buscar
en el parque. O en las tripas del perro de la esquina. O en el descanso de la
ventana del cuarto del hijo...
( e n f
r e n ó n)
La
camioneta emite un ruido chillón cuando las llantas se tienen que amarrar
violentamente al pavimento. El claxon de la camioneta retumba en el aire
poniendo a todos sobre alerta. Imbécil, fíjate por dónde caminas. La madre
increpa a un joven que atraviesa la calle y, repentinamente, se ha puesto
frente a la camioneta sin previo aviso. El hijo observa como el joven le hace
una seña a su madre. Tenía que ser vieja, culera. El insulto atraviesa el
grueso vidrio blindado y alcanza los oídos del hijo. Éste sonríe. No sabe
cuánto daría porque el tipo comenzara a apedrear el vehículo o sacara un arma y
despachara a su madre hacia otro mundo.
Como en el Hitman. Llegar corriendo, romper las ventanas de la
camioneta y vaciarle la pistola en su cuerpo cansado y decadente.
La madre mira por el retrovisor. Le
dice al hijo que no se asuste, que fue sólo un menso que no se fijó al
atravesar la calle. El hijo no contesta y finge estar concentrado en su
videojuego. La madre respira y toma un trago de agua de una botellita que
siempre trae en la guantera de la camioneta. Se toma una pastilla. El dolor de
cabeza se hace cada vez más insoportable. En el alto, la madre se toma las
sienes con las dos manos y presiona hasta que comienza a dolerle la presión de
verdad. Entonces afloja. Justo a tiempo, el tráfico comienza a avanzar lenta
pero continuamente. Suena el teléfono. Otra vez su marido. Contesta. El padre le
pregunta si su hijo ya está en el colegio. Para allá vamos, responde ella.
¿Apenas van?, pero si es tardísimo; no vas a llegar. Es lo mismo todos los
días. Siempre parece que la madre no llegará con su precioso cargamento hasta
su destino. Y todas las mañanas cumple para después desayunar con alguna amiga
y conversar acerca de cosas que olvida hacia la mitad del día. Después se mete
a ver una película en cualquier cine. Le gustan las salas solitarias.
Últimamente se ha dado cuenta que no le importa la película que estén
proyectando. Lo que la anima a entrar es la soledad y el olor a desinfectante
fresco. Algunas veces ni siquiera puede recordar los títulos de cintas, mucho
menos las tramas. Pero no encuentra nada mejor que hacer. Intentó tomar algunas
clases en la universidad. Terminar su carrera. Pero su marido fue terminante:
estaba de acuerdo, siempre y cuando se siguiera haciendo cargo de la educación
de sus hijos. El padre siempre hablaba así: sus hijos. Como si ella no hubiera
tenido nada que ver en el proceso. A veces odiaba a su marido y la rutina de
mierda en que la había sumergido. Odiaba a sus hijos. Sin embargo, nunca lo
decía. No podía confesar ante otros que una de las cosas que más desearía en el
mundo era poder echar el tiempo atrás y volver a ser la hija despreocupada que
siempre había sido. Se imaginó estudiando periodismo. Viajando por países
lejanos. Fotógrafa de guerra. Estar cerca de las balas, del peligro. Enfrentar
a la muerte con la misma pasión y sacrificio con los que enfrentaba la vida. No
pudo reprimir un estornudo y un escurrimiento de moco comenzó a
desconcentrarla. Le pidió a su hijo que le pasara un pañuelo higiénico. El hijo
se lo acercó de mala gana. Ella se limpió la nariz. No sabía por qué, pero
nunca había podido reprimir ver sus propias excreciones. No podía dejar de ver
todo aquello que salía de su cuerpo. Las manchas de la menstruación en las
toallas sanitarias, los restos de excremento en el papel higiénico, la comida
arrancada de la comisura de los labios en las servilletas. Fue por eso que pudo
ver la sangre que salió junto con su estornudo. También sintió como se le había
roto algo dentro de la nariz. La sensación de algo caliente que resbalaba por
sus fosas nasales la urgieron a respirar por la boca y echar la cabeza hacia
atrás. Un camión repartidor pasó a su lado peligrosamente cerca. Sintió el
sabor a óxido en la garganta. Puso la
vista al frente para poner atención a la calle y los autos que circulaban en
ella. Le pidió al hijo que le pasara más pañuelos estirando la mano.
Cuando el hijo vio la mano manchada
en algunos de sus dedos con una sangre que se secaba rápidamente sintió
curiosidad por saber si lo que pensaba se traducía en hechos. Le alcanzó a la
madre la caja completa de pañuelos. Un pañuelo envenenado no dejaría
huellas, un veneno que le llegara al corazón y lo volviera de piedra. El
hijo se asomó entre los dos asientos del frente y miró cómo su madre trataba de
detener la hemorragia que comenzaba a ser insoportablemente incómoda. El hijo
vio cómo iban cayendo uno a uno los pañuelos manchados de un púrpura que
erizaba los vellos de los antebrazos. Probablemente se está muriendo de a
poquito, alcanzó a pensar. La madre se dejó un pedazo de pañuelo en las fosas
como si fuese un tapón. Al hijo le pareció grotesco. No devolvió la vista
durante un rato a su videojuego y se quedó viendo a su madre que con ese tapón
empapado en sangre parecía uno de los mutantes a los que destruía en la
pantalla de cristal. La madre lo vio asomando su cabeza entre los dos asientos
y lo creyó preocupado por lo que le estaba pasando.
—No te preocupes, no es nada. Mira,
ya llegamos a tu escuela. A tiempo.
—Oye, mamá. ¿No podría faltar hoy a
la escuela y pasar el día contigo?
La madre lo miró por un momento.
Nunca le había pedido algo así. Era probable que resultara una buena
experiencia. Después se acordó del padre.
—No, mi amor. A tu padre no le
gustará saber que faltas a la escuela.
—Pero papá no está aquí. Podríamos
guardar el secreto e irnos a ver una película.
Una película. La madre se imaginó
sentada junto al hijo en una función de matinée en un cine desierto. Recordó al
padre.
—No. Tienes que ir a la escuela.
Además ya estamos aquí. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—¿Por qué tengo que estar en la
escuela, mamá?
—Porque sí.
—Pero por qué sí. Nadie puede
obligarme.
La madre sonrió. La pequeña bestia
se estaba rebelando. Ese niño estaba haciendo lo que ella jamás se atrevería a
hacer.
—Claro que puedo obligarte. Es más,
te ordeno que entres ya. Tu maestra está esperando en la puerta.
—¿Y quién eres tú para ordenarme?
La madre puso cara de circunstancia.
—Lucas,
porque I am your mother.
Después
comenzó a reír frente al hijo de una forma que no recordaba haberlo hecho en
mucho tiempo. El hijo la miró durante un instante y después sólo le dio un beso
en la mejilla.
—Te quiero mucho, mami.
—Yo también, hijo. Anda, entra a
clases, al rato te llevo al cine.
La madre
ve alejarse al pequeño, lo mira subir las escaleras de la entrada frontal de la
escuela. De repente el hijo se detiene. Mira a la madre. Comienza a escuchar la
voz. Pero claro, cómo no lo habías pensado antes. La Lluvia Mortal de
Meteoritos. Sólo una cosa como ésa podría destruir al monstruo. En ese
momento el cielo se oscurece y se puede ver la trayectoria perfecta de una roca
encendida que atraviesa el cielo hasta caer justo sobre la camioneta. La
aplasta por completo. El vehículo explota y miles de sus partes son arrojadas
por todos lados. El fuego consume poco a poco la camioneta. Lluvia Mortal de
Meteoritos. Entre los hierros retorcidos, el hijo mira la cara descompuesta
de la madre y el tapón que a pesar del impacto no se ha salido de la nariz.
Escucha la voz de la maestra a su espalda.
—Entra, que vamos a cerrar.
El hijo echa una última ojeada al desastre. Una ráfaga de viento lo despeina. Traspasa el umbral y se pierde en un laberinto de pasillos.
* Este cuento se encuentra incluido en Raza de víctimas (Vozed, 2010).
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