Escuché en días
pasados en la radio a un mercadólogo que se presentó como “experto en tribus urbanas” y mencionó a un grupo que, según él, representa a una de estas tribus:
los chairos. Palabras más, palabras menos, afirmaba que éstos eran jóvenes
herederos de los hippies, que vestían
de manera “folclórica” y que eran pachecos. Así de reduccionista su definición.
¿Quién me manda a escuchar esas cosas?, dirán algunos.
El caso es que la etiqueta que el
mercadólogo utilizó ya la había escuchado y leído en otros contextos. Y con
significados distintos del aludido por el “experto”. Según entiendo, el chairo es
una persona que protesta por todas las causas que en ese momento formen parte
de la agenda coyuntural: la ecología, la política energética, la precarización
del trabajo, la corrupción, la inseguridad, la voracidad del capitalismo…
Alcanzo a vislumbrar también que la etiqueta es peyorativa, refiere a una
especie de actitud acrítica de quien protesta. Es decir, alguien que va a una
marcha contra la precarización laboral y al final acude sin bronca por su
Cajita Feliz. O alguien que se desgañita en una manifestación reclamando los
crímenes del narco, pero en el after
party de tal manifestación corre la mota y la coca con singular alegría.
Las redes sociales amplifican las acciones del chairo: memes chantajistas con
imágenes de niños famélicos, videos descontextualizados, estados que llaman a
la revolución…
Entiendo el sentido de la etiqueta y
el hartazgo de aquellos quienes atestiguan el accionar de los primeros. La
crítica hacia alguien que ha sido calificado como “chairo” parte en dos
sentidos: por un lado, la de aquellos que se asumen superiores, informados y
que buscan la “objetividad” para emitir juicios acerca del tema que esté en
debate; por el otro, quienes se sienten violentados por el exceso de acciones,
discursos e imágenes que se contraponen con su situación vital, ideológica o
socioeconómica. Ambos grupos utilizan sin ton ni son la etiqueta para señalar a
aquellos que no comparten su visión del mundo o su mesura. De una descripción
peyorativa para definir a un militante poco informado ha mutado en un insulto
y, por tanto, en una palabra con la que no se quiere estar asociado.
Y he aquí lo que me interesa
cuestionar, sobre todo en estos momentos en los cuales la militancia y el
activismo toma nuevas formas de expresión en nuestro país: ¿qué tanto el temor
a ser ubicado dentro del espectro que abarca la descripción despectiva de esa etiqueta
influye para manifestarse o declararse a favor o en contra de determinada
situación? A la renuncia a manifestar la opinión con respecto de una,
cualquiera, causa se impone la sustitución de actitudes: el cinismo que se
disfraza de ironía fina, la provocación que puede convertirse en troleo, la
indiferencia al elegir interesarse en otros temas “menos coyunturales”, el
desprecio por los manifestantes que se convierte, a veces de manera imperceptible,
en el desprecio por la causa que enarbolan.
He leído, a raíz de las discusiones,
diagnósticos y polémicas despertadas por la tragedia de Ayotzinapa, cuestiones
que me parecen síntomas de una parte de la sociedad que hace semejante
diferencia con sumisión. Es decir, la negación a formar parte de un colectivo
con una causa determinada (pongamos la protesta por la desaparición de 43
estudiantes) a riesgo de parecer igual a la masa, manipulado como la masa,
irracional como la masa. La colectividad y el sentido de lo solidario no tiene
sus mejores tiempos hoy, sobre todo en sectores de la clase media y la clase
alta. Unos asumen el cinismo y la indiferencia, mientras la otra, en forma
inconsciente quizás, el desprecio y la sensación de amenaza con respecto de sus
privilegios.
Parte de esa clase alta que se asume
amenazada por la virulencia de las últimas protestas es parte de la clase
política. Bien dice el escritor Gerardo Sifuentes Marín en uno de sus más
recientes posts en Facebook, que
estos sectores, representados por las actitudes de líderes de juventudes
priistas o por los hijos de los beneficiarios del aparato sindical corporativo,
ven amenazado su derecho de herencia de un sistema que más que paternalista
pinta casi para monárquico y nobiliario.
Uno de los argumentos que se esgrimen
para negarse a ser parte de la masa es que muchas manifestaciones han derivado
en actos violentos. Y que tales actos son llevados a cabo por jóvenes
anarquistas cuyas acciones de protesta se traducen en bombas molotov y saqueo
de comercios. Entonces se establece una polémica irresoluble acerca de la “identidad”
de esos grupos: que si pertenecen a colectivos radicales o si son “infiltrados”
del gobierno para desprestigiar a los movimientos de protesta. En muchos
sectores prevalece la segunda tesis, puesto que ese mecanismo ha sido utilizado
en el pasado por el gobierno para infundir el miedo a la calle y a la
posibilidad de ser arrestado sin deberla ni temerla. Yo me permitiría al menos
la posibilidad de la duda. Como bien menciona César Valdés, compañero del
Posgrado de Estudios Latinoamericanos, los anarquistas no sólo escribieron
libros bien interesantes, también derrocaron gobiernos y desestabilizaron
regímenes autoritarios. La violencia es la respuesta instintiva, primaria,
catalizada por una amenaza evidente: ¿qué mayor amenaza para nuestros jóvenes
que la criminalización y la ausencia de perspectivas laborales y profesionales
de un sistema agotado?
Y ahí hay una contradicción que tardaremos en asimilar: las manifestaciones
se han planteado sólo con una naturaleza: ser pacíficas y no violentas (en el espíritu
de Gandhi, MLK y Mandela). Se pide un cambio radical, pero no existe un
proyecto de consenso social que lleve a esos cambios radicales. Se pide,
parece, que el sistema se reforme a sí mismo, pierda sus privilegios y negocios
(legales y no) y se suicide alegremente. Yo creo que no lo va a hacer. A pesar
de que el sistema de partidos esté agotado y corrupto en gran parte. Este país
está cansado de violencia y no está dispuesto a llegar a una revolución
violenta generalizada (a pesar de las experiencias focalizadas en Michoacán,
con los grupos de autodefensa, por ejemplo). La gran pregunta es: ¿entonces
cómo le hacemos? ¿Cómo transformamos radicalmente una realidad que, por azar
incluso, podría afectarnos de manera irremediable? Al mismo tiempo que se pide el
derrumbe de lo existente deberíamos estar planteando los cimientos de eso que
se supone debería sustituirlo para mejorar la situación. ¿Alguien lo está(mos)
haciendo?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario