Tengo
amputada la capacidad de dar consuelo. Intento sopesar la manera en
cómo afecta el sufrimiento a los demás, pero me declaro inepto.
Procuro pensar la forma en cómo enfrentaría yo mismo una pérdida o
un dolor que aqueja a alguien más, pero nunca encuentro el mecanismo
para hacer que esa pérdida o ese dolor disminuyan en el otro. Me
congelo. Nunca sé si alguien que se anima a abrirle su corazón a
alguien más está pidiendo un abrazo o sólo un oído atento.
Siempre son momentos incómodos aquellos cuando me acerco con los
brazos abiertos y el otro me mira con extrañeza, como diciéndome
con los ojos. “¡¿De dónde sacas que este es momento para
abrazos?!”.
Otras
veces sólo me quedo mirando al otro, en escucha atenta, hasta que el
otro también calla, el silencio se manifiesta y, al poco tiempo, se
convierte en una masa oscura que amenaza con devorar al primero que
abra la boca. Y siempre soy yo el que lo hace y emite las frases más
comunes que se enuncian en este tipo de circunstancias: “no, pues
qué mal”, “no te preocupes, todo se arreglará”, “échale
ganas, mano”, “no estés triste, ya pasará”, o sólo emito un
suspiro prolongado seguido de un “híjole”.
Cuando
tengo este tipo de encuentros siempre termino con un dolor en el
pecho y los nervios alterados. Me pregunto si lo que hice o lo que
dije ayudó eficazmente a mi interlocutor, o si dije o hice cosas que
sólo empeoraron su situación. Por un momento siento el impulso de
regresar y preguntárselo directamente, pero después me doy cuenta
que eso reeditaría la mayoría de las sensaciones del encuentro
previo y desisto. He llegado a pensar que esta incapacidad refiere a
una especie de falta de empatía, pero mi conclusión siempre es
otra: soy capaz de imaginarme la desolación, el martirio o la
incertidumbre de aquel que la sufre, pero soy incapaz de transmitirle
mi solidaridad y entendimiento.
La
idea en la cual he hallado explicación a este mal consiste en pensar
que el malestar que me aqueja tiene que ver con la impotencia. Como
regularmente estos encuentros los tengo con personas a quienes quiero
profundamente, el malestar es ocasionado por la sapiencia de que no
puedo desaparecer su dolor o su angustia. Así que, si alguna vez nos
hemos cruzado en el camino y no he sabido darte consuelo, acepta mis
disculpas. Es una cuestión en la que estoy trabajando. Espero que
algún día todo cambie.
1 comentario:
A mi me pasa justo lo mismo. ¿Cómo saber cuál es la forma adecuada de enfrentar estas situaciones, cuando quien sufre está también en el dilema de vivir o negar un duelo? Quizás el escuchar y el abrazo son los mejores bálsamos...
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