Lo cursi me viene por partida doble. Es una cosa genética. Mis padres se quieren de una manera que alguna vez he calificado de enfermiza. Porque su convivencia no es una cosa tersa, de telenovela de la siete o de comedia-romántica-de-gente-madura-según-Hollywood. La mayor parte del tiempo gritan y se reclaman cosas. Una dice “no comas tanto de eso que ya el médico te dijo que no puedes”. Y el otro va y se queja: “si no me muero de diabetes, me voy a morir de hambre”. Y así por un periodo largo de tiempo que incomoda a los que no los conocen, pero que a los que sí nos deja indiferentes. O haciendo guiños entre nosotros (generalmente mis hermanos y yo).
Pero no son una pareja que de repente se dio cuenta que estaba junta nomás por pura inercia, coincidencia o fatalidad. Se quieren a su modo y sus detalles son de una cursilería enternecedora. Mi padre le lleva flores a mi madre. Recién cortadas del campo. Se las da como si tal cosa, como si fuera una obligación más que cumplir. Y ella las recibe como si no las hubiera pedido. Como si esas flores fueran un elemento más de la lista del súper. Los que no los conocen ven eso. Los que sí los conocemos sabemos que hay un momento exacto en el que a mi padre le tiembla la mano mientras extiende el aromático ramo de azucenas o los brotes apenas insinuados de la flor de durazno. Le tiembla con la misma emoción con la que siempre le ha temblado. Mi padre es un duro al que no se le nota un gesto fuera de lugar. Actorazo donde los haya. Y mi madre, aunque se esfuerce, no puede ocultar el ligero rubor al recibir sus flores. Es una actriz menos consumada. Se le escapan los suspiros cuando coloca las flores en un jarrón. Cuando sus dedos rozan los de mi padre al alargarle la taza de humeante té, todos los días, exactamente a las cinco treinta de la mañana, como lo han hecho los últimos treinta y siete años de su vida.
El otro día caí en un detalle que había pasado por alto, o que no había cobrado significado para mí. Cuando mi padre sale de casa hacia el trabajo, besa a mi madre. Un beso en la mejilla. Y ella se lo devuelve.
Ese día, después de mucho tiempo, fui testigo de esto que les cuento. Y me sentí profundamente conmovido. Se me hizo un nudo en la garganta y una lágrima amenazó con rodar. Sin embargo, algo de genética de actor también tengo. Aguanté y volteé para otro lado mientras apretaba los dientes y sentía latir mi corazón de dicha.
Les digo que soy un cursi de lo peor.
2 comentarios:
.. quiza el amor no siempre tiene que ser dulce o de el estilo hollywood.
La forma de quererse a veces tendra que ver... con la forma de decirse las cosas o exigirse. Yo siempre he admirado esa clase de amor o supongo que también soy una cursi de lo peor cuando era testigo de verlo frente a mis ojos la manera de ser de mis padres... el enfermo y malhumorado (quiza harto de lidiar con enfermedades degenerativas) y mi madre siempre sonriendole aun cuando recibiera muecas...
y al final...
seguro no quedan muchos de esos amores...
ni hombres sensibles...
ni cursis.
y eso si es una tragedia
Crap, qué dulce. ¿Será esto parte de una novela?
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