Para Leo
Leo y mi caracterización de señora gorda, ca. 1997 |
Mi mejor amigo en la Facultad, Leo Frías, me recordó un evento de mi pasado que hubiera preferido mantener en lo más profundo de mis recuerdos: el día cuando un niño me confundió con una señora gorda. Fue en un puesto de dulces, yo estaba de espaldas, el niño sólo alcanzaba a ver la cabellera que sobresalía por arriba de una cazadora café que llevé prácticamente todos los años que duró la universidad. Y ya. Ocurrió en un instante, generó en mí una cierta incomodidad, pero nada que fuera irreparable, trágico o que requiriera iniciar sesiones de terapia.
No fue la única vez. En varias ocasiones, mientras “vigilaba una puerta por la que no pasaba nadie” (como decía otro de mis amigos), los usuarios de la Biblioteca Nacional de México solían decir: “Gracias, señora”; “Hasta luego, señora”; “Servicio de mierda, señora”; y así. A mí, la verdad, me daba prurito sacarlos de su error y prefería que se quedaran con esa idea, o que descubrieran por sí mismos cuando se habían equivocado. Entonces se disculpaban, apenados, y yo sólo sonreía.
Fíjense que no me confundían con una muchacha joven. Me confundían con una señora. Es decir que, en México, la idea de “señoridad” está asociada a la complexión. Una señora no lo es si no parece que se ha zampado media cubeta de tamales en el desayuno. A mi amigo Leo sí que lo confundían con una jovencita, primero porque tenía el pelo más largo que yo y, después, porque su complexión era la de una lagartija de jardinera.
El pelo largo, no obstante, nunca fue obstáculo para el ejercicio de mis preferencias heterosexuales. De hecho, a la distancia, me resulta un tanto incomprensible el hecho de haber tenido novias tan guapas y de complexiones más bien tirando a flacas. La hermana de una de ellas hacía siempre el previsible chiste de que éramos la pareja perfecta, porque entre los dos formábamos un 10. La niña opinadora era anoréxica sin remedio, y le tenía una fobia, y mala onda, a los gordos como yo.
Total que esa complexión de pollero de Central de abastos la conservé hasta hace cuatro años, en que dos eventos me obligaron a cambiar de hábitos de actividad física y de alimentación: primero una lesión lumbar con nervio ciático interesado, y luego una escalada del índice de triglicéridos en la sangre. Lo primero generaba una serie de dolores en una escala amplísima: desde pequeños calambres en una de las nalgas hasta técnicas para bajar de la cama desbarrancándome por la orillita y haciendo rappel con las sábanas. Lo segundo generaba mareos y una sensación de cansancio generalizado. El punto de quiebre fue cuando, revisando en un artículo médico en internet, leí que en determinado momento el aumento indiscriminado de triglicéridos ocasionaba infartos e impotencia sexual. En ese momento pertenecía al no tan selecto club de los tres dígitos: 109 kilos de pura sabrosura. Cuando me enteré de mi probable destino bajé 35 kilos en seis semanas. ¿El método? Tragando sólo cosas ultrasaludables y, por lo tanto, aburridísimas: nopales hervidos, manzanas, avena y calditos de pollo con verduras.
Cuando llegué a la meta planeada con mi nutrióloga, cometí un error: me compré ropa de flaco. Entre ésta, tres trajes completos que ahora no puedo usar. Y no los puedo usar porque después de la euforia reductiva recuperé dos tallas que ya no he podido bajar.
Ahora, también, traigo el pelo corto. Nadie ha vuelto a confundirme con una señora gorda.
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