Porque al parecer las listas tienen el extraño don de convocar a la reflexión acerca de las cuestiones que tienen que ver con la propia vida, es que me permito lanzar la convocatoria de una nueva lista. Esta es una cosa sobre la cual siempre me pongo a reflexionar, acerca de lo que el destino y la necesidad podrían crear en un renuente laboral. La reflexión que se me ocurre hoy es pensar acerca de aquellas cosas de las que nunca trabajaría (a menos que la necesidad me orillara a desmentirme de mis fobias). Así pues, para nuevas reflexiones.
El trabajo que nunca aceptaría sería de:
*Elevadorista del World Trade Center. Pin... elevadores no tienen ventanas y te tapan los oídos.
*Guardia de supermercado.
*Cajero de banco (que es la misma situación que ser auxiliar de vestuario de, digamos, un table dance de catego o una pasarela de súper modelos. Hay, pero no puedes agarrar).
*Mesero de restaurante de la Colonia Condesa (la mayoría de los que acuden a comer ahí no dejan propina).
*Reportero de noticias de TV Azteca. Si alguien me obliga a hablar como Javier Alatorre y sus compinches, segurito que los mando directito a la...
*Botarga de la Abejita de Nutrisa (¡No! ¡Otra vez, no!).
*Despertador de Elba Esther Gordillo.
*Boletero de estacionamiento de centro comercial.
*Monitor de noticieros de Pedro Ferriz de Con o de Eduardo Ruiz Healy.
*Chofer de Irma Serrano.
*Redactor o corrector de estilo del TV Notas o el TV y Novelas.
*Repartidor de volantes de centro nocturno de mala muerte.
*Dependiente de sex shop.
*Redactor de estenográficas de la Cámara de diputados.
*Etiquetador a mano.
*Barman de narco-antro.
*Asesor de alfabetización básica de Vicente Fox.
*Boletero del metro.
*Enfermero en un hospital del IMSS.
*Fotógrafo de policiales.
*Asesor de moda de Verónica Castro.
*Guardaespaldas de Elton John.
*Maquilador de electrónicos.
*Dependiente de cualquier McDonalds.
*Recamarero de hotel de paso.
*Encargado de servicios escolares en el último día de inscripciones de la UNAM.
*Sonidero de barrio.
*Auxiliar de diálogos de cualquiera de las nenas (es) de Rebelde.
*Estilista.
*Repartidor de propaganda partidista.
*Repartidor del Machete-arte.
*Policía Judicial de cualquier estado.
*Soldado.
*Probador de prototipos de montañas rusas.
*Barman, mesero o limpiador de un bar de trova cubana.
*Botarga de Winnie Poh.
*Árbitro de futbol.
*Recogedor de basura.
*Encuestador de ñoras del Palacio de Hierro.
*Asistente de señora gorda (y rica) de Las Lomas o el Pedregal.
*Locutor de la Zeta o la KBuena.
*En fin.
Y tú, ¿qué es lo que nunca harías?
martes, diciembre 06, 2005
Cosas para añorar
Ecuchar nuevamente un maravilloso disco como Mellon Collie and Infinite Sadness de los no menos buenazos Smashing Pumpkins, me hizo volver a una época en la que no me preocupaban cosas tan mundanas como el sueldo, la renta, los zapatitos cucos del aparador o algún día llegar a Europa en un viaje que no me costara (tanto). Escuchar la voz llena de registros de un Billy Corgan que por igual suena a melancolía rasgante y rasante de “1974”, como a un ruego que no se rinde fácilmente en “Tonight, tonight”, como a la voz rasposísima que le roba al grunge y al punk una fortaleza sospechada con sólo verle la cara de medio psicópata que tiene. James Iha es un sostén armónico-melódico que muchas bandas “grandes” ya quisieran. Los dos cabrones se separaron y ninguno ha logrado crear lo que juntos hicieron alguna vez. Bueno, pues que de la lagrimita esa de Remi que casi brota al oir tan buen disco, se me ocurrió que todos guardamos cosas en la memoria que añoramos a la primera oportunidad. Yo hice mi lista de cosas que añoro en automático, por inercia, a la primera y sin posibilidad de detención. Ahí van. (También porque la época se pone ad hoc para estas cosas).
Extraño:
· Las idas diarias al cine cuando estaba en la Facultad de Ciencias Políticas, y el Centro Cultural Universitario ofrecía programas bien fregones. Desde cine joven francés (cuando Jeunet, Caro, Besson y Kassovitz eran considerados “jóvenes”), pasando por la azotadez de los alemanes y checos, y hasta llegar a los hoy imprescindibles “independientes” norteamericanos (léanse Arofnovsky, Linch, Kauffman, Solondz, Cohen y demás). Me podía escapar al cine diario porque trabajaba en la Biblioteca Nacional y mi hora de comida se volvía en automático de dos horas. ¿Qué dura dos horas? Pus una buena película.
· Los buenos conciertos de rock mexicano. Sí, aquél que en los noventa logró aglutinar a un buen de banda alrededor de letras, temáticas, ritmos y estéticas que estaban alejados del “Siempre en Domingo Style” o de la tan traída y llevada payola. Conciertos de grupos tan disímiles pero que juntos, en ese entonces no se veían tan mal, lograban que se le pusieran a uno los pelos de puntitas: Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio (todavía con el Lobito en las percusiones y el Tiki en la guitarra; en especial el día que se echaron un mano a mano con los de Mano Negra), Caifanes (cuando el Saúl Hernádez cantaba y Alejandro Marcovich era el chido de las guitarras), Santa Sabina (cuando escogían buenos productores como Adrián Belew o Pedro Aznar, Ah, y cuando el Pato Iglesias le ponía cabrón a la bataca), Fobia (sin la mamonería creciente de Leonardo de Lozanne y sí con el talento de Paco Huidobro), el primer Molotov (cantando “Que no te haga bobo, Jacobo” en el antiguo Rockotitlán de Avenida Insurgentes y tirando los spots de luces de tanta brincadera), Tijuana No (con Julieta Venegas de chica mala y no la mala caricatura de hentai japonés en que se convirtió con su último disco), La Castañeda (que tocaban y cantaban horrible, pero que se la rifaban con los performances de cirqueros y teatreros que incluían en sus espectáculos), La Lupita (tocando a todo pulmón “Contrabando y traición” en el Nuestro Rock de 1994), Cuca (y su guarrez natural, “Señorita cara de pizza” decía “dicen que su madre durante el embarazo/ se chingo diez pizzas de un chingadazo. /Por ahí andan diciendo que es una mutante/ a mí no me interesa yo quiero ser su amante”), La gusana ciega (ya con síntomas de desomposición, pero con buenas letras), etc.
· A Nirvana.
· Las tortas de milanesa con queso del Eje 10 y Revolución.
· Mi antiguo depa de Murillo en Mixcoac.
· Ponerme a leer un libro por la noche y no dormir hasta terminarlo. Hoy, con la edad y el cambio de hábitos, el cansancio me vence.
· Que los Pumas ganen partidos en la liga local. (Nostalgia más reciente, ésta).
· Los cafés negros de la olla de mi abuela Margarita, mismos que me fueron recetados minuciosamente desde que tenía como cinco años (por ahí podría empezar a rastrear parte de las causas de mi insomnio).
· Escuchar a Joaquín Sabina bien briago a las seis de la mañana mientras el astro rey se asoma en los canales xochimilcas y no sentirme cursi.
· La culpa y vergüenza al comprar condones (hoy en día hasta me pongo a escoger color, aroma, marca, etc.).
· Escuchar el discurso zapatista, creérmelo y sentirme amplia y auténticamente revolucionario.
· Que mi madre me regañe por llegar tarde a casa, o por no llegar.
· Las encerronas en el Hotel Colonial del Centro Histórico.
· Creer sinceramente que podía ser rock star, actor de cine o, ya de perdis, Premio Nobel.
· La imagen cochina y depravada de Madonna.
· Que las cajeras del centro comercial me digan “Señor”, en lugar de “joven”.
· Poder renegar de la tecnología y repetir que yo nunca iba a usar teléfono celular, computadora o ésas mamadas llamadas Palm.
· Escribir un cuento, artículo o joya de la sabiduría; y tener la completa seguridad de que no necesita corrección.
· Destrozar los textos de los mamoncitos que asistíamos al taller literario de la Facultad de Falosofía.
· Poder echarme en la cama a ver los maratones de Animaniacs o Pinky y Cerebro los domingos en la mañana por canal 5 (ya no los pasan).
· Mazinger Z a las ocho de cada noche.
· La discoteca Tulum.
· Ir a la Plaza Hidalgo en Coyoacán y poder caminar sin tropezar con un ambulante, una chica RBD, un lector de Tarot, una guerrillera del Sanborns o un darkie Totalmente Payaso.
· Tenerle miedo a los punks del metro Insurgentes.
· Las clases de Rosa Beltrán en la Maestría de Letras (¡qué piernas, Dios mío!)
· Poder terminar invicto la rutina de gimnasia psico-física de mis antiguos tiempos de yogui-urbano.
· Ir a fiestas con mis amigos más queridos y no estar tropezando a cada paso con sus crías esparcidas en la sala. Las tertulias mudaron en grupos de ayuda para padres y madres.
· A Mariana y su total, e inexistente, perfección.
· Que los conciertos anuales de Real de Catorce en el Metropolitan sean buenos.
· Los días en que mi claustrofobia no era tan evidente y molesta.
· Mis felices días de mantenido consentido de la Fundación Telmex.
· Creer que algún día voy a terminar mi tesis de maestría.
· En fin.
Y tú, ¿qué extrañas?
Extraño:
· Las idas diarias al cine cuando estaba en la Facultad de Ciencias Políticas, y el Centro Cultural Universitario ofrecía programas bien fregones. Desde cine joven francés (cuando Jeunet, Caro, Besson y Kassovitz eran considerados “jóvenes”), pasando por la azotadez de los alemanes y checos, y hasta llegar a los hoy imprescindibles “independientes” norteamericanos (léanse Arofnovsky, Linch, Kauffman, Solondz, Cohen y demás). Me podía escapar al cine diario porque trabajaba en la Biblioteca Nacional y mi hora de comida se volvía en automático de dos horas. ¿Qué dura dos horas? Pus una buena película.
· Los buenos conciertos de rock mexicano. Sí, aquél que en los noventa logró aglutinar a un buen de banda alrededor de letras, temáticas, ritmos y estéticas que estaban alejados del “Siempre en Domingo Style” o de la tan traída y llevada payola. Conciertos de grupos tan disímiles pero que juntos, en ese entonces no se veían tan mal, lograban que se le pusieran a uno los pelos de puntitas: Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio (todavía con el Lobito en las percusiones y el Tiki en la guitarra; en especial el día que se echaron un mano a mano con los de Mano Negra), Caifanes (cuando el Saúl Hernádez cantaba y Alejandro Marcovich era el chido de las guitarras), Santa Sabina (cuando escogían buenos productores como Adrián Belew o Pedro Aznar, Ah, y cuando el Pato Iglesias le ponía cabrón a la bataca), Fobia (sin la mamonería creciente de Leonardo de Lozanne y sí con el talento de Paco Huidobro), el primer Molotov (cantando “Que no te haga bobo, Jacobo” en el antiguo Rockotitlán de Avenida Insurgentes y tirando los spots de luces de tanta brincadera), Tijuana No (con Julieta Venegas de chica mala y no la mala caricatura de hentai japonés en que se convirtió con su último disco), La Castañeda (que tocaban y cantaban horrible, pero que se la rifaban con los performances de cirqueros y teatreros que incluían en sus espectáculos), La Lupita (tocando a todo pulmón “Contrabando y traición” en el Nuestro Rock de 1994), Cuca (y su guarrez natural, “Señorita cara de pizza” decía “dicen que su madre durante el embarazo/ se chingo diez pizzas de un chingadazo. /Por ahí andan diciendo que es una mutante/ a mí no me interesa yo quiero ser su amante”), La gusana ciega (ya con síntomas de desomposición, pero con buenas letras), etc.
· A Nirvana.
· Las tortas de milanesa con queso del Eje 10 y Revolución.
· Mi antiguo depa de Murillo en Mixcoac.
· Ponerme a leer un libro por la noche y no dormir hasta terminarlo. Hoy, con la edad y el cambio de hábitos, el cansancio me vence.
· Que los Pumas ganen partidos en la liga local. (Nostalgia más reciente, ésta).
· Los cafés negros de la olla de mi abuela Margarita, mismos que me fueron recetados minuciosamente desde que tenía como cinco años (por ahí podría empezar a rastrear parte de las causas de mi insomnio).
· Escuchar a Joaquín Sabina bien briago a las seis de la mañana mientras el astro rey se asoma en los canales xochimilcas y no sentirme cursi.
· La culpa y vergüenza al comprar condones (hoy en día hasta me pongo a escoger color, aroma, marca, etc.).
· Escuchar el discurso zapatista, creérmelo y sentirme amplia y auténticamente revolucionario.
· Que mi madre me regañe por llegar tarde a casa, o por no llegar.
· Las encerronas en el Hotel Colonial del Centro Histórico.
· Creer sinceramente que podía ser rock star, actor de cine o, ya de perdis, Premio Nobel.
· La imagen cochina y depravada de Madonna.
· Que las cajeras del centro comercial me digan “Señor”, en lugar de “joven”.
· Poder renegar de la tecnología y repetir que yo nunca iba a usar teléfono celular, computadora o ésas mamadas llamadas Palm.
· Escribir un cuento, artículo o joya de la sabiduría; y tener la completa seguridad de que no necesita corrección.
· Destrozar los textos de los mamoncitos que asistíamos al taller literario de la Facultad de Falosofía.
· Poder echarme en la cama a ver los maratones de Animaniacs o Pinky y Cerebro los domingos en la mañana por canal 5 (ya no los pasan).
· Mazinger Z a las ocho de cada noche.
· La discoteca Tulum.
· Ir a la Plaza Hidalgo en Coyoacán y poder caminar sin tropezar con un ambulante, una chica RBD, un lector de Tarot, una guerrillera del Sanborns o un darkie Totalmente Payaso.
· Tenerle miedo a los punks del metro Insurgentes.
· Las clases de Rosa Beltrán en la Maestría de Letras (¡qué piernas, Dios mío!)
· Poder terminar invicto la rutina de gimnasia psico-física de mis antiguos tiempos de yogui-urbano.
· Ir a fiestas con mis amigos más queridos y no estar tropezando a cada paso con sus crías esparcidas en la sala. Las tertulias mudaron en grupos de ayuda para padres y madres.
· A Mariana y su total, e inexistente, perfección.
· Que los conciertos anuales de Real de Catorce en el Metropolitan sean buenos.
· Los días en que mi claustrofobia no era tan evidente y molesta.
· Mis felices días de mantenido consentido de la Fundación Telmex.
· Creer que algún día voy a terminar mi tesis de maestría.
· En fin.
Y tú, ¿qué extrañas?
Celos
Pinche Otelo, qué azotado.
¿Para qué se encelaba
si de todos modos era impotente?
Mi vecino espía a su mujer a través de la persiana.
Desde entonces no la deja entrar a mi cuartito.
¿Pus qué tanto es un besito?
Esto es, ¿qué tanto es tantito?
Ayer vi a mi vieja con otro.
Me sentí orgulloso.
El otro güey babeaba.
[Sobre mi vieja]
Una vez sentí celos.
Mi gata se fue persiguiendo el culo de las visitas.
Desde entonces prefiero a los perros.
¿Por qué me celas, amor mío?
¿No ves que soy carburador universal?
Dáme tiempo para entender
por qué me mandas a dormir en la sala.
No soy celoso, dijo el moro veneciano,
sufro de un Edipo no resuelto,
dicen que dijo.
Yo digo,
¡qué celoso es Otelo!
Su vieja no está tan buena.
Julieta si me prende.
Pero tiene su Romeo.
No soy celoso, mi vida,
ábreme el balcón,
no peles al suicida.
¿Quién chingaos es ese William?
¿Para qué se encelaba
si de todos modos era impotente?
Mi vecino espía a su mujer a través de la persiana.
Desde entonces no la deja entrar a mi cuartito.
¿Pus qué tanto es un besito?
Esto es, ¿qué tanto es tantito?
Ayer vi a mi vieja con otro.
Me sentí orgulloso.
El otro güey babeaba.
[Sobre mi vieja]
Una vez sentí celos.
Mi gata se fue persiguiendo el culo de las visitas.
Desde entonces prefiero a los perros.
¿Por qué me celas, amor mío?
¿No ves que soy carburador universal?
Dáme tiempo para entender
por qué me mandas a dormir en la sala.
No soy celoso, dijo el moro veneciano,
sufro de un Edipo no resuelto,
dicen que dijo.
Yo digo,
¡qué celoso es Otelo!
Su vieja no está tan buena.
Julieta si me prende.
Pero tiene su Romeo.
No soy celoso, mi vida,
ábreme el balcón,
no peles al suicida.
¿Quién chingaos es ese William?
Nalgas
Me apasionan tus nalgas.
Es decir, me gustan.
Son tan tuyas.
Como que me llaman.
¿Las has visto?
[No mames, para eso existen los espejos].
Cuando las tomo entre mis manos,
no sé qué es más grande,
si mis manos o tus nalgas.
Vamos al cine, mi amor.
Me encanta ver a los babosos
que siguen el péndulo de tu trasero.
¡Ah, tus nalgas!
Curvas perfectas.
A Marylin la mataron por sus nalgas.
JFK se las envidiaba.
A Lee Harvey Oswald le gustaban las nalgas de Marylin.
[¿Qué hace el puto FBI afuera de mi casa?]
He dejado de escribir por tus nalgas.
Su recuerdo no me abandona.
Cada que tomo la máquina te imagino boca abajo en mi cama.
Entonces mis dedos teclean que le apasionan tus nalgas.
Cuento de nunca acabar.
Es decir, me gustan.
Son tan tuyas.
Como que me llaman.
¿Las has visto?
[No mames, para eso existen los espejos].
Cuando las tomo entre mis manos,
no sé qué es más grande,
si mis manos o tus nalgas.
Vamos al cine, mi amor.
Me encanta ver a los babosos
que siguen el péndulo de tu trasero.
¡Ah, tus nalgas!
Curvas perfectas.
A Marylin la mataron por sus nalgas.
JFK se las envidiaba.
A Lee Harvey Oswald le gustaban las nalgas de Marylin.
[¿Qué hace el puto FBI afuera de mi casa?]
He dejado de escribir por tus nalgas.
Su recuerdo no me abandona.
Cada que tomo la máquina te imagino boca abajo en mi cama.
Entonces mis dedos teclean que le apasionan tus nalgas.
Cuento de nunca acabar.
Te escribo en sueños
Te escribo en sueños
y no puedo aguantar la risa.
Quisiera decir que las palabras me faltan.
Pero no puedo.
Porque las cabronas me faltan.
¿Qué te puedo decir?
Ayer maté tres gallinas.
Grandes. Negras. Burlonas.
El gallo me mira rencoroso.
¡Que chingue a su madre el gallo!
Regreso contigo.
¿Por qué me muerdes?
No tengo la culpa de que no me inspires nada.
¿Miedo? Sencillo.
Dejar de pensar.
Vete.
Déjame dormir.
y no puedo aguantar la risa.
Quisiera decir que las palabras me faltan.
Pero no puedo.
Porque las cabronas me faltan.
¿Qué te puedo decir?
Ayer maté tres gallinas.
Grandes. Negras. Burlonas.
El gallo me mira rencoroso.
¡Que chingue a su madre el gallo!
Regreso contigo.
¿Por qué me muerdes?
No tengo la culpa de que no me inspires nada.
¿Miedo? Sencillo.
Dejar de pensar.
Vete.
Déjame dormir.
Saliva
Dejemos caer la saliva.
Que ruede como ríos por las cascadas de tus labios.
Esos y los otros.
Un tipo escupe en las aceras.
[Dos por dos son cuatro,
¿será relevante el dato?...]
Escribo en el aire
la humedad de tu mirada.
No me dejes volar entre tus miedos.
Mejor démonos un beso
y dejemos que la saliva escurra.
Hoy quiero que tú quieras.
Hoy.
Que ruede como ríos por las cascadas de tus labios.
Esos y los otros.
Un tipo escupe en las aceras.
[Dos por dos son cuatro,
¿será relevante el dato?...]
Escribo en el aire
la humedad de tu mirada.
No me dejes volar entre tus miedos.
Mejor démonos un beso
y dejemos que la saliva escurra.
Hoy quiero que tú quieras.
Hoy.
De las cosas gratis y de las definiciones en crisis
“¡Es cierto! Recuerdo... el final... que parece el principio... a menos que sea la primera escena... que parece ser el final... hum.. éste es el título... [...] También prometo... no trataré de volver a explicar mi espectáculo, si me lo prometen... ¡¡No me lo vuelvan a pedir!!...”
James Thierrée
Dicen por ahí que las mejores cosas de la vida son gratis. El domingo esto tuvo una confirmación buenísima en el teatro. Resulta que mi amigo Víctor Jurado me invitó a una obra de teatro gratis, él a su vez había sido invitado por el famoso, talentoso y nunca bien ponderado Peter Punk, que a su vez había recibido el pitazo de uno de sus amigos, Gerardo. Pues bien, ponderando aquello de que a caballo regalado no se le ve colmillo, nos dirigimos en un auto que mejor debería estar en algún rally africano que circulando por las calles de la ciudad de México, al Teatro Pedregal, en los límites de varias cosas: una de las colonias más exclusivas del DF (Pedregal de San Ángel); una de las más populosas y que todavía guarda algo de aquella estética de las películas de Ismael Rodríguez (Tizapán); los límites de la mayor universidad de América Latina (¿de verdad tengo que poner cuál?); y los límites iniciáticos de la vida (la clínica de Gineco-Obstetricia, creo que así se escribe).
La obra en cuestión se llama “La víspera de los abismos” [La Veillée des Abysses], y es una cosa rara creada por el autor James Thiérrée, acróbata y bailarín que es más francés que los croisants. La llegada al teatro lleno de señoras encopetadas, perfumadas y harto discriminatorias, fue una estampa de verdadero costumbrismo mexicano. Digo, va uno de gorrón a ver una de las mejores obras del año, enfundado en el riguroso look dominguero de depresión porque los pumas no pasaron a las finales del fut, y se encuentra uno a esas señoras, a los júniors que necesitan tema de conversación para el lunes temprano en la “uni” y a los ñores que acuden a estos eventos porque “necesitan” estar actualizados. Es como para replantearse el lugar en el mundo.
Pues en fin, que entre tanta frivolidad y oropel (por ahí andaba César Costa dando autógrafos), la función comenzó. Un teatro semivacío (soy del club de los pesimistas, qué quieren. Un optimista, o un publirrelacionista barbero, dirían que estaba medio lleno) esperaba que comenzara la obra que vio su primera luz un 5 de mayo de 2003 en La Rochelle en Francia. Artilugios, contorsiones, zancos, tres varones y dos damas la mar de elásticas. Y entonces el tiempo perdió sentido. Las luces, la música y el puro cuerpo hicieron el resto. Ante nuestros ojos pasaron una serie de estampas en las que la imaginación, la referencia espacial, las múltiples posibilidades del cuerpo y el talento nato producto de una disciplina que se ve a leguas tirana pero necesaria y, para los protagonistas, seguro que disfrutable.
Nieto del entrañable y universal artista Charles Chaplin, James Thierrée despliega, junto a los demás ¿actores?, ¿acróbatas?, ¿mimos?, ¿alebrijes escapados de una luminosa imaginación?, un festival de sensaciones [entendidas éstas desde la definición más básica, la de los sentidos], en las que el humor y la capacidad de asombro nunca terminan de hacerse patentes. No hay una trama en el sentido estricto y tradicional del término. Y no hace falta. Cada uno de los personajes creados por los integrantes del grupo actoral ejecutan machincuepas las más de atrevidas en la imaginación del espectador. Risas en un espectáculo en el que el diálogo está ausente.
Ese es un problema. Ahora, cada que le diga a mis estudiantes que la unidad básica del género dramático es el diálogo, voy a tener una sensación de falsedad. Porque lo que vi en el teatro no fue una serie de frases profundas y demoledoras sobre la naturaleza humana, tampoco una serie de chistoretes zurcidos unos tras otros en series interminables, mucho menos una construcción de enredos con final feliz. NO. Lo que vi tiene más que ver con un espectáculo artístico multidisciplinario que le hace honor al neologismo ése. Danza, circo, actuación, humor, buena música, mejores actores, escenografía básica pero relucidora. En fin. Teatro físico, le llaman.
Cercanía conceptual, dicen, con el Cirque du Soleil. Yo veo más lejanía. Veo la cristalización de una idea que va más allá de la espectacularidad y el derroche de elementos impresionantes. Veo la propuesta honesta de seis actores que se dejan ir hacia el abismo de la originalidad y el arriesgue. Tanto físico como artístico. Un banquete de estímulos. Banquete al que se colaron algunos cerdos que despreciaron las margaritas. Yo me las tragué completitas. Y gratis.
La víspera de los abismos
(La Veillée des Abysses)
Creada por James Thierrée
Actores, acróbatas, bailarines, una soprano, un practicante de capoeira y varios cirqueros: James Thierrée, Uma Ysamat, Raphaëlle Boitel, Niklas Ek y Thiago Martins.
En el Teatro Pedregal del 23 de diciembre al 4 de diciembre de 2005. (O sea que nomás les queda una semana)
James Thierrée
Dicen por ahí que las mejores cosas de la vida son gratis. El domingo esto tuvo una confirmación buenísima en el teatro. Resulta que mi amigo Víctor Jurado me invitó a una obra de teatro gratis, él a su vez había sido invitado por el famoso, talentoso y nunca bien ponderado Peter Punk, que a su vez había recibido el pitazo de uno de sus amigos, Gerardo. Pues bien, ponderando aquello de que a caballo regalado no se le ve colmillo, nos dirigimos en un auto que mejor debería estar en algún rally africano que circulando por las calles de la ciudad de México, al Teatro Pedregal, en los límites de varias cosas: una de las colonias más exclusivas del DF (Pedregal de San Ángel); una de las más populosas y que todavía guarda algo de aquella estética de las películas de Ismael Rodríguez (Tizapán); los límites de la mayor universidad de América Latina (¿de verdad tengo que poner cuál?); y los límites iniciáticos de la vida (la clínica de Gineco-Obstetricia, creo que así se escribe).
La obra en cuestión se llama “La víspera de los abismos” [La Veillée des Abysses], y es una cosa rara creada por el autor James Thiérrée, acróbata y bailarín que es más francés que los croisants. La llegada al teatro lleno de señoras encopetadas, perfumadas y harto discriminatorias, fue una estampa de verdadero costumbrismo mexicano. Digo, va uno de gorrón a ver una de las mejores obras del año, enfundado en el riguroso look dominguero de depresión porque los pumas no pasaron a las finales del fut, y se encuentra uno a esas señoras, a los júniors que necesitan tema de conversación para el lunes temprano en la “uni” y a los ñores que acuden a estos eventos porque “necesitan” estar actualizados. Es como para replantearse el lugar en el mundo.
Pues en fin, que entre tanta frivolidad y oropel (por ahí andaba César Costa dando autógrafos), la función comenzó. Un teatro semivacío (soy del club de los pesimistas, qué quieren. Un optimista, o un publirrelacionista barbero, dirían que estaba medio lleno) esperaba que comenzara la obra que vio su primera luz un 5 de mayo de 2003 en La Rochelle en Francia. Artilugios, contorsiones, zancos, tres varones y dos damas la mar de elásticas. Y entonces el tiempo perdió sentido. Las luces, la música y el puro cuerpo hicieron el resto. Ante nuestros ojos pasaron una serie de estampas en las que la imaginación, la referencia espacial, las múltiples posibilidades del cuerpo y el talento nato producto de una disciplina que se ve a leguas tirana pero necesaria y, para los protagonistas, seguro que disfrutable.
Nieto del entrañable y universal artista Charles Chaplin, James Thierrée despliega, junto a los demás ¿actores?, ¿acróbatas?, ¿mimos?, ¿alebrijes escapados de una luminosa imaginación?, un festival de sensaciones [entendidas éstas desde la definición más básica, la de los sentidos], en las que el humor y la capacidad de asombro nunca terminan de hacerse patentes. No hay una trama en el sentido estricto y tradicional del término. Y no hace falta. Cada uno de los personajes creados por los integrantes del grupo actoral ejecutan machincuepas las más de atrevidas en la imaginación del espectador. Risas en un espectáculo en el que el diálogo está ausente.
Ese es un problema. Ahora, cada que le diga a mis estudiantes que la unidad básica del género dramático es el diálogo, voy a tener una sensación de falsedad. Porque lo que vi en el teatro no fue una serie de frases profundas y demoledoras sobre la naturaleza humana, tampoco una serie de chistoretes zurcidos unos tras otros en series interminables, mucho menos una construcción de enredos con final feliz. NO. Lo que vi tiene más que ver con un espectáculo artístico multidisciplinario que le hace honor al neologismo ése. Danza, circo, actuación, humor, buena música, mejores actores, escenografía básica pero relucidora. En fin. Teatro físico, le llaman.
Cercanía conceptual, dicen, con el Cirque du Soleil. Yo veo más lejanía. Veo la cristalización de una idea que va más allá de la espectacularidad y el derroche de elementos impresionantes. Veo la propuesta honesta de seis actores que se dejan ir hacia el abismo de la originalidad y el arriesgue. Tanto físico como artístico. Un banquete de estímulos. Banquete al que se colaron algunos cerdos que despreciaron las margaritas. Yo me las tragué completitas. Y gratis.
La víspera de los abismos
(La Veillée des Abysses)
Creada por James Thierrée
Actores, acróbatas, bailarines, una soprano, un practicante de capoeira y varios cirqueros: James Thierrée, Uma Ysamat, Raphaëlle Boitel, Niklas Ek y Thiago Martins.
En el Teatro Pedregal del 23 de diciembre al 4 de diciembre de 2005. (O sea que nomás les queda una semana)
lunes, noviembre 21, 2005
En un lugar de La Mancha... urbana
En un lugar de La Mancha... urbana de cuyo nombre no puedo acordarme, pero que para más señas estaba por el metro Tacubaya, cayó del cielo un caballero llamado Don Alonso Quijano, cuya cabeza estaba lo suficientemente mal como para creerse el ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Fue tal el golpe que recibió en la cabeza que durante un momento estuvo sumamente aturdido. En cuanto recuperó algo de compostura, se dio a la tarea de ubicar el lugar exacto en el que se encontraba. Volteó hacia todos lados pero por ninguno pudo encontrar a su amigo Sancho.
-¡Sancho! ¡Sancho! ¿Dónde os habéis metido?
Y fue tanto su gritar y tan grande el alboroto que causaba, que uno de los dueños de los puestos de discos piratas procedió a amonestarlo.
-¿Pus qué onda, ruco? Lléguele a gritar a otro lado. Si está buscando a un “sancho”, pus nomás déme la dirección y atendemos su pedido.
-¿Pero qué extraña lengua es esa que estáis hablando? Pongo a Dios por testigo de que no os entiendo nada de lo que me decís.
-¡Chale! ¿Y este güey de donde salió? Habla como en los programas del “Nachional Yiografic”.
-¡Calla! Gente soez y de baja calaña, que si no me dais noticias de en qué lugar me encuentro y que diabólico hechizo habéis puesto sobre mí, os juro por la memoria de Amadís de Gaula y de mi dama Dulcinea del Toboso, que os haré pagar tamaña insolencia.
Y diciendo esto, nuestro extraviado caballero procedió a tomar la ruinosa lanza que tenía en sus manos y a señalar con el desgastado filo la nariz prominente y llena de barros del, ya a estas alturas, harto comerciante de música de similares (“lo mismo, pero más barato”).
-¡Pus qué tranza! Aliviánese ruquito, que si se pone tan acá, orito llamo a la bandera para que se lo abarate. ¡No se pase de lanza!
-Mi única bandera es la que trabaja para que los débiles y puros de corazón tengan justicia. Para que los abusos de los poderosos sean puntualmente castigados. Para que las damas princesas en peligro tengan en mi brazo a su principal defensor. Para que el nombre de mi dama, Dulcinea del Toboso, resuene en las cuatro partes conocidas del mundo, de éste y el Nuevo allende los mares atlánticos. ¿Que no traspase mi lanza? Sólo traspasará tan abultada tripa de caballero tan necio y falto de respeto por las leyes de caballería.
Y sucedió entonces que, justo cuando el enflaquecido caballero se disponía a asestar un feroz golpe, vino una turba de gente que, sin previo aviso, comenzó a arrastrarlo hacia dentro de un agujero abierto en la tierra. El caballero se retorcía sin poder detener el empuje de tan insolentes personas. Empujaban como si estuvieran poseídos de una fuerza sobrehumana.
-¡Deténganse! No se interpongan en mi camino, que he de dar puntual castigo a ese villano. Seguro tiene de aliado a mi enemigo Frestón. Malhalla villano más escurridizo y poderoso. Sólo espero algún día verlo frente a frente para asestarle un mortal golpe con esta mi espada justiciera. Pero, ¿es que estas escaleras no tienen fin? Seguro conducen al mismísimo infierno. ¡Preséntense demonios que no os temo ni por un momento! ¡Señora Dulcinea, asístame en esta aciaga hora!
Y así fue como el ingenioso hidalgo fue arrastrado hasta el interior de esa cueva y llevado ante lo que parecía el foso seco de algún castillo. Una multitud se apiñaba frente al foso, como entre dudando de arrojarse a aquel cauce seco o permanecer en la orilla mirando las fauces de una cueva que se perdía en su propia oscuridad. Todo estaba en silencio, por eso fue que el rugido se escuchó gigantesco, amenazador. Un sonido que obligó a todos los que estaban en el andén a voltear hacia una de las orillas de la cueva iluminada. Entonces fue que lo vio.
-¡Por todos los hechiceros del mundo!- gritó don Quijote- ¡así que es verdad que existen! Malhalla la hora en que te habéis topado conmigo, indómito dragón, que yo tomaré vuestra cabeza, deshojaré una a una tus escamas y me haré una armadura que me haga invulnerable. Anda demonio alado, ¡aquí os espero!
Y diciendo esto, echó mano a la espada y se puso en condición de combate. Fue entonces que el que él llamaba dragón se paró justo frente a sus ojos, se abrieron sus entrañas y de él comenzaron a salir gentes de todos tamaños y semblantes. Después de esto, la gente que había estado en la orilla del foso comenzaron a introducirse en los estómagos del monstruo. Fue tal la indignación del anciano y flaco caballero, que enseguida arremetió con golpes de espada en uno de los costados de la bestia.
-¡Vamos, dragón endemoniado! Dejad libre a esta pobre gente. Arrojádlas hacia afuera. Tu interminable apetito acabará por dejar deshabitada toda la faz de la tierra.
Y así fue que, mientras más atacaba a la bestia, más podía ver como entre agua las caras llenas de asombro de los que habían terminado en la panza del dragón. Y con más fuerza era que el caballero atacaba. El monstruo entonces cedió. Las puertas se abrieron ante la algarabía de don Quijote, pero, ante su sorpresa, ninguno de los pobres seres atrapados dentro del dragón se atrevían a dar un paso fuera. Antes alguno, incluso lo llenó de palabras que parecían inconformes.
-¡Pinche mariguano! Deja que la gente se vaya a trabajar.
-Que alguien se lleve al loquito para el maniquiur.
-Pobre hombre, seguro que acaba de perder su empleo.
-¡Futa! Lo que me faltaba.
-Mira vieja, se parece a tu papá.
-Llégale a darte un baño, carnalito. Hasta acá se huele tu presencia.
Al mismo tiempo que don Quijote trataba de entender aquello que le estaban diciendo, cuatro brazos fuertes lo asieron por las axilas y comenzaron a arrastrarlo hacia fuera de la cueva. El caballero de la triste figura se revolvía como si fuera un tlaconete con sal, pero sus captores no parecían estar dispuestos a dejarlo ir.
-A Central, A Central, tenemos un 45. Lo llevamos a la sala de interrogatorio. Cambio.
-No, pareja. Estamos a punto de ir por las tortas, no nos queda tiempo para interrogar a nadien. Sáquenlo pa’ fuera y nomás fíjensen que no se vuelva a meter pa’ dentro. Nosotros estamos 25. Repito 25. Cambio.
-Copiado, pareja, copiado. Lo dejamos en 32 y le llegamos a las de chorizo con huevo. Cambio.
-¡Soeces!, ¡malandrines!, ¡baja ralea!, ¡chusma inmunda!- don Quijote se desgañitaba tratando de que los guardias lo dejaran en paz. Sólo consiguió hacerse rasguños y dislocarse un brazo.
La humanidad del Quijote dio contra el suelo de atroz manera. Fue tal su mala suerte que cayó dentro de un desagüe apestoso mal llamado coladera. En ese malhadado trance estaba, cuando se dio cuenta que de su espada no había señal y que todos sus pertrechos marciales habían resultado inútiles ante la embestida de los agentes del mal que lo habían sacado de aquella tremenda cueva y que le habían arrancado el triunfo de su investidura contra el dragón naranja que a punto estuvo de rendirse.
-Ni siquiera el Caballero de la Blanca Luna hubiese podido derrotar a tan horrorosa y malvada criatura como yo estuve a punto de hacerlo. ¡Maldito Frestón! ¡Me habéis arrebatado el triunfo que por mis propios merecimientos había ganado! ¡Dios quiera que nunca te vea a los ojos porque entonces usaré tu capa para lavarme las narices y tu rostro para pulir mis sandalias!
Dicho esto y saliendo de la coladera en la que había caído, Don Quijote comenzó a mirar a su alrededor y quedó en una estupefacción insólita, es decir, quedó completamente apantallado.
-Juro a Dios que debo estar soñando. Por donde quiera miro castillos con ventanas de hielo y carrozas que avanzan sin bestias que los tiren. Hechizados deben de estar por cuanto arrojan humo por el trasero y rugen horriblemente en sus escapadas. ¡Señora Dulcinea, por cuanto si esto no es sueño, te pido que me asistas y que si muriera buena sepultura me dispusieses!
-Te puedo asegurar que soñando no estás. Esto es tan real como que tanto tú como yo no tenemos ni en qué caernos muertos. Tan real como que a nadie le importa y, sobre todo, tan real como que yo te estoy viendo y tú a mí. Acércate y toma de esta botella que su contenido en algo habrá de apaciguar tu dolor.
El Quijote revolvióse hacia su espalda, justo de donde había oído partir la voz. Tuvo que bajar los ojos para encontrar los ojos del dueño de aquella reflexión medianamente entendible y a todas luces, lúcida. Y entonces fue que vio a un hombre viejo que se acurrucaba contra la pared y que despedía un olor que al Quijote le pareció que no desentonaría en ninguno de los establos que había conocido. El rostro lleno de largas barbas blancas en donde podía adivinarse lo que podría ser, según don Quijote, algún tipo de alubias. La cara quemada por el sol dejaba observar unos ojos que aún entrecerrados adivinaban una mente saludable. El cuerpo lo tenía cubierto con un sarape de Saltillo que don Quijote confundió con la armadura del mismísimo Lanzarote. En sus pies cohabitaban un tenis de marca reconocida con un huarache de suela de llanta. El Caballero de la Triste Figura lo reconoció enseguida como compañero de armas. Así que sin pensarlo más, extendió la mano y tomó la botella que aquel hombre le ofrecía.
-Alborozado me siento, muy señor mío, de encontrar en este sitio un compañero de armas y del noble oficio de la caballería andante. Porque caballero tenéis que ser para ofrecerme así, sin más dilación, el bálsamo de su charla cuando todos los demás me la niegan ostensiblemente. Hechizados deben de estar para ignorar así a sus semejantes, pero no os preocupéis, que ya veré la manera de romper tal hechizo.
-Caballero soy, mi estimado amigo, aunque he visto mejores tiempos. Andante también, más por necesidad que por gusto. Los policías me corren de cualquier lugar en el que establezco mi residencia. Y mi charla la ofrezco a quien me quiera escuchar, que tiempo y disposición es lo que me sobra. Hasta ahora sólo los perros me escuchaban.
-Pues mal harán aquellos que os nieguen su oído que a pesar de tener un raro acento, las cosas que dice están llenas de claridad. ¿Qué es lo que lo ha traído a tan lamentable estado?
-La macroeconomía, la globalización y las malas administraciones gubernamentales. Por ellos no tengo casa, ni trabajo, ni comida.
-Poderosos contrincantes deben ser, cuando os han puesto en penitencia y ayuno. Pero eso es algo que, a larga vista, no nos importa a nosotros los caballeros andantes. Cuénteme su historia, que así yo tendré el honor de compartir mis experiencias y aventuras ante su merced.
-Mi historia comienza con el catorceavo error de diciembre, en ese entonces era un reconocido profesor de literatura que laboraba en una escuela de reconocido prestigio que tuvo que cerrar porque se pensó que la educación nomás producía gente sin oficio ni beneficio que lo único que aprendía era a pensar. Cuestión muy peligrosa para los poderosos. Fui corrido de ese lugar porque se me ocurrió organizar foritos y actividades para que los menos afortunados y más jóvenes pudieran iluminarse con las luces inextinguibles de los libros.
-Luminosos los libros, mi muy señor mío. Comparto su opinión y comparto la misma maldición. Un hechicero declarado eterno enemigo hizo desaparecer toda mi biblioteca. Larga historia y desafortunado destino el de aquellos volúmenes tengo en la memoria...
-¡Ignorantes! ¡Pérfidos! ¡Hijos de mala madre aquellos que alejan a los hombres de los libros! Son como ratas esperando el juicio final para terminarse los restos del mundo... ¡Usted disculpe...! No me pude contener. Total que después de haber sido echado de ese lugar de conocimiento, perdí todo lo que tenía: mis libros, discos, películas, muebles, auto, casa, amigos... Hasta que por fin acepté mi destino y me dediqué a vagar por las calles, a mendigar un pedazo de pan, a buscar un rincón cálido en el cual pasar la noche. En fin, una historia triste, pero igual a muchas historias en este mundo. Pero, a todo esto, he acaparado la plática y usted no ha dicho nada, ¿cómo es que ha llegado aquí?
-Me ha arrojado un gigante al que he atacado en medio de un campo de trigo.
-¿Un gigante?
-Sí, un gigante. Movía sus cuatro brazos de manera espantosa. Lo ataqué de frente, me dio un golpe traicionero y, segundos antes de tocar el suelo, aparecí en este lugar endemoniado.
-Historia interesante. ¿Puede contarme más?
-Por supuesto.
Y fue así que el caballero andante y el vagabundo parlante se pusieron a platicar de la historia de don Quijote. Y en el relato aparecían dragones, castillos, gigantes, el buen Sancho Panza, la de belleza sin par Dulcinea del Toboso, caballeros de la Blanca Luna, hechiceros, princesas en peligro, hombres esclavos a los que había que liberar, reinos conquistados, ejércitos enormes vencidos, nobles encantados y miles de maravillas de las que pasaron hablando toda la noche, ayudados contra el frío por un montón de diarios y alguna cobija mugrosa que el vagabundo sacó de entre sus cosas. Y fue así que amaneció y que don Quijote se paró de inmediato en cuanto algo que parecía el sol se asomaba por el horizonte. Una inmensa neblina lechosa impedía disfrutar de los rayos del sol de manera decente. Aún así, don Quijote quiso emprender camino.
-Y hacia donde dirigirá sus pasos, si se puede saber- le increpó su nocturno compañero.
-Necesito ir hacia el Toboso a pedir consejo y bendiciones a mi señora Dulcinea.
-¿El Toboso? No sé por donde queda. ¿Así se llama la colonia?
-Teniendo a mi señora en él, debería de ser el reino más poderoso de la Tierra. Sin embargo, creo que antes debo de hacer más méritos. Tengo que ayudar a los desvalidos, los débiles y los pobres. ¿Dónde cree que encuentre a estas personas?
-¿Débiles, pobres y desvalidos? Pues bien que ha calculado el lugar al que llegó. Aquí encontrará millones de ellos. Cualquiera de esos micros lo llevaría hasta lugares en los que abundan sus pobres y desvalidos.
-¿Micros decís?
-Transportes... carrozas... ésos que ve allí.
-Pero, ¿no están endiabladas esas criaturas que ni animales parecen?
-Las criaturas no, pero créame que aquellos que las conducen deben de estar poseídos por el mismísimo Lucifer.
-No invoque fuerza tan poderosa, honorable caballero, que contra un ser de esas magnitudes, ni siquiera mis fuertes brazos podrían hacerle frente. ¿Y cómo es que esas bestias pueden llevarme a lugares donde se necesiten mis servicios?
-No se preocupe, que enseguida le consigo un aventón gratis hasta donde ha pedido ir.
El vagabundo fue hasta uno de esos dichos micros y conversó por unos momentos con la persona que parecía cochero. Después se dirigió hasta donde estaba don Quijote.
-Y bien, que puede subir a la carroza que el chofer ya sabe dónde bajarlo.
-Muchas gracias, valiente caballero, algún día podré corresponder a sus favores. Si alguna vez necesita de mi amistad, mi ayuda o mi presencia, no dudéis en llamarme.
-Mucha ayuda a veces necesito, mi querido amigo. A todo esto, ni siquiera me ha dicho su nombre, ¿cómo dice que se llama?
-Soy don Quijote, natural de La Mancha, por lo que podéis decirme don Quijote de La Mancha.
-Ándele pues, y yo soy Michael Jackson...
-Encantado de conocerle, sir Michael Jackson. Espero poder volver a verlo.
Entonces fue que don Quijote subió a una de las dichas bestias que rugía ya en la impaciencia de la partida. Al frente de sus enormes ojos ostentaba un título que decía: “Jalalpa/Las Torres”.
-¿”Las Torres”? -dijo don Quijote- debe tratarse de almenares de lejanos castillos.
Y fue entonces que el ingenioso hidalgo conoció la furia de la bestia en la que se había subido. Corría como seguramente había corrido Babieca por los campos de Castilla. Esquivaba con audacia e imprudencia a otras bestias de su misma naturaleza pero de distintas formas y colores. Tan ensimismado estaba en las maniobras que la carroza ejecutaba y en agarrarse con las veinte uñas de los tubos que tenía adentro el dicho por el vagabundo “micro”, que ni siquiera sintió que había llegado a su destino.
-Aquí se baja, abuelito. Me dijo el compa de la base que lo dejara por aquí.
Don Quijote vació el contenido de su estómago en cuanto se vio a buen resguardo en el suelo. Después levantó la vista y se quedó helado. En un hermoso castillo que tenía enfrente, ondeaba un pendón en el que podía verse un retrato de un gallardo, valiente y fuerte caballero cabalgando al lado de su fiel escudero. El letrero decía “¡Ésas son... Quijotadas!”.
-Pero si soy yo, y ése mancebo tan bien plantado no es otro más que mi escudero Sancho Panza.
El caballero atravesó el paso de las bestias rugientes y traspasó el umbral del castillo que estaba resguardado por apuestos guardias y heraldos vestidos de azul.
-Su credencial, por favor...-dijo uno de los heraldos azules.
-Déjalo pasar -dijo el otro- qué no ves que es uno de los maestros que van a participar en las conferencias.
Don Quijote se perdió dentro del castillo, bajó unas largas escaleras y se encontró, repentinamente, en un salón lleno de libros. Una biblioteca completa llena de estantes atestados de textos de las más raras naturalezas. Llenas de mesas, de sillas, de luces que no necesitaban de cebo ni de cera. Don Quijote pasó la vista por las hileras de libros.
-Las batallas en el desierto, libro de caballerías seguro es. El hombre que contaba, he aquí un libro de musulmanes infieles y sabios. Química inorgánica, ¡andamos!, con que también hay libros de alquimia y hechicería. Ulises, vaya, vaya, la historia del griego Odiseo. Historia de la filosofía, demasiado grueso, seguro es desde los griegos hasta nuestros padres de la iglesia.
Fue entonces que se quedó paralizado. En uno de los estantes, entre tantos libros, encontró un volumen grueso que llamó poderosamente su atención.
-El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra-leyó lenta y pausadamente-, pues de verdad que estoy en un sueño, tanto que hasta he encontrado mi propia historia entre sus libros. ¿Quién será ese Miguel de Cervantes...?
Y al decir esto, abrió el libro con tan buena fortuna que el título del tal capítulo aludía a la aventura en la que él mismo, cabalgando sobre Rocinante, atacaba a un inmenso gigante de cuatro brazos. Entonces fue que una luz enceguecedora cubrió la biblioteca y un ejemplar del libro de Cervantes cayó al suelo. Nadie vio quién lo había tirado. No había señales de ser humano alguno en los estantes. Un bibliotecario recogió el libro y lo volvió a colocar en su lugar. Después se hizo el silencio.
Esta es la historia, mis queridos oyentes, de cómo don Quijote salió de las páginas de un libro maravilloso y llegó a nuestros días, de la forma en que atravesó los peligros de la gran ciudad, de su arribo a la Preparatoria Lázaro Cárdenas y de su descanso, por un buen rato y con toda la fortuna para nosotros, en cada uno de los ejemplares que a partir de hoy tendremos en la biblioteca. Afortunados somos.
-¡Sancho! ¡Sancho! ¿Dónde os habéis metido?
Y fue tanto su gritar y tan grande el alboroto que causaba, que uno de los dueños de los puestos de discos piratas procedió a amonestarlo.
-¿Pus qué onda, ruco? Lléguele a gritar a otro lado. Si está buscando a un “sancho”, pus nomás déme la dirección y atendemos su pedido.
-¿Pero qué extraña lengua es esa que estáis hablando? Pongo a Dios por testigo de que no os entiendo nada de lo que me decís.
-¡Chale! ¿Y este güey de donde salió? Habla como en los programas del “Nachional Yiografic”.
-¡Calla! Gente soez y de baja calaña, que si no me dais noticias de en qué lugar me encuentro y que diabólico hechizo habéis puesto sobre mí, os juro por la memoria de Amadís de Gaula y de mi dama Dulcinea del Toboso, que os haré pagar tamaña insolencia.
Y diciendo esto, nuestro extraviado caballero procedió a tomar la ruinosa lanza que tenía en sus manos y a señalar con el desgastado filo la nariz prominente y llena de barros del, ya a estas alturas, harto comerciante de música de similares (“lo mismo, pero más barato”).
-¡Pus qué tranza! Aliviánese ruquito, que si se pone tan acá, orito llamo a la bandera para que se lo abarate. ¡No se pase de lanza!
-Mi única bandera es la que trabaja para que los débiles y puros de corazón tengan justicia. Para que los abusos de los poderosos sean puntualmente castigados. Para que las damas princesas en peligro tengan en mi brazo a su principal defensor. Para que el nombre de mi dama, Dulcinea del Toboso, resuene en las cuatro partes conocidas del mundo, de éste y el Nuevo allende los mares atlánticos. ¿Que no traspase mi lanza? Sólo traspasará tan abultada tripa de caballero tan necio y falto de respeto por las leyes de caballería.
Y sucedió entonces que, justo cuando el enflaquecido caballero se disponía a asestar un feroz golpe, vino una turba de gente que, sin previo aviso, comenzó a arrastrarlo hacia dentro de un agujero abierto en la tierra. El caballero se retorcía sin poder detener el empuje de tan insolentes personas. Empujaban como si estuvieran poseídos de una fuerza sobrehumana.
-¡Deténganse! No se interpongan en mi camino, que he de dar puntual castigo a ese villano. Seguro tiene de aliado a mi enemigo Frestón. Malhalla villano más escurridizo y poderoso. Sólo espero algún día verlo frente a frente para asestarle un mortal golpe con esta mi espada justiciera. Pero, ¿es que estas escaleras no tienen fin? Seguro conducen al mismísimo infierno. ¡Preséntense demonios que no os temo ni por un momento! ¡Señora Dulcinea, asístame en esta aciaga hora!
Y así fue como el ingenioso hidalgo fue arrastrado hasta el interior de esa cueva y llevado ante lo que parecía el foso seco de algún castillo. Una multitud se apiñaba frente al foso, como entre dudando de arrojarse a aquel cauce seco o permanecer en la orilla mirando las fauces de una cueva que se perdía en su propia oscuridad. Todo estaba en silencio, por eso fue que el rugido se escuchó gigantesco, amenazador. Un sonido que obligó a todos los que estaban en el andén a voltear hacia una de las orillas de la cueva iluminada. Entonces fue que lo vio.
-¡Por todos los hechiceros del mundo!- gritó don Quijote- ¡así que es verdad que existen! Malhalla la hora en que te habéis topado conmigo, indómito dragón, que yo tomaré vuestra cabeza, deshojaré una a una tus escamas y me haré una armadura que me haga invulnerable. Anda demonio alado, ¡aquí os espero!
Y diciendo esto, echó mano a la espada y se puso en condición de combate. Fue entonces que el que él llamaba dragón se paró justo frente a sus ojos, se abrieron sus entrañas y de él comenzaron a salir gentes de todos tamaños y semblantes. Después de esto, la gente que había estado en la orilla del foso comenzaron a introducirse en los estómagos del monstruo. Fue tal la indignación del anciano y flaco caballero, que enseguida arremetió con golpes de espada en uno de los costados de la bestia.
-¡Vamos, dragón endemoniado! Dejad libre a esta pobre gente. Arrojádlas hacia afuera. Tu interminable apetito acabará por dejar deshabitada toda la faz de la tierra.
Y así fue que, mientras más atacaba a la bestia, más podía ver como entre agua las caras llenas de asombro de los que habían terminado en la panza del dragón. Y con más fuerza era que el caballero atacaba. El monstruo entonces cedió. Las puertas se abrieron ante la algarabía de don Quijote, pero, ante su sorpresa, ninguno de los pobres seres atrapados dentro del dragón se atrevían a dar un paso fuera. Antes alguno, incluso lo llenó de palabras que parecían inconformes.
-¡Pinche mariguano! Deja que la gente se vaya a trabajar.
-Que alguien se lleve al loquito para el maniquiur.
-Pobre hombre, seguro que acaba de perder su empleo.
-¡Futa! Lo que me faltaba.
-Mira vieja, se parece a tu papá.
-Llégale a darte un baño, carnalito. Hasta acá se huele tu presencia.
Al mismo tiempo que don Quijote trataba de entender aquello que le estaban diciendo, cuatro brazos fuertes lo asieron por las axilas y comenzaron a arrastrarlo hacia fuera de la cueva. El caballero de la triste figura se revolvía como si fuera un tlaconete con sal, pero sus captores no parecían estar dispuestos a dejarlo ir.
-A Central, A Central, tenemos un 45. Lo llevamos a la sala de interrogatorio. Cambio.
-No, pareja. Estamos a punto de ir por las tortas, no nos queda tiempo para interrogar a nadien. Sáquenlo pa’ fuera y nomás fíjensen que no se vuelva a meter pa’ dentro. Nosotros estamos 25. Repito 25. Cambio.
-Copiado, pareja, copiado. Lo dejamos en 32 y le llegamos a las de chorizo con huevo. Cambio.
-¡Soeces!, ¡malandrines!, ¡baja ralea!, ¡chusma inmunda!- don Quijote se desgañitaba tratando de que los guardias lo dejaran en paz. Sólo consiguió hacerse rasguños y dislocarse un brazo.
La humanidad del Quijote dio contra el suelo de atroz manera. Fue tal su mala suerte que cayó dentro de un desagüe apestoso mal llamado coladera. En ese malhadado trance estaba, cuando se dio cuenta que de su espada no había señal y que todos sus pertrechos marciales habían resultado inútiles ante la embestida de los agentes del mal que lo habían sacado de aquella tremenda cueva y que le habían arrancado el triunfo de su investidura contra el dragón naranja que a punto estuvo de rendirse.
-Ni siquiera el Caballero de la Blanca Luna hubiese podido derrotar a tan horrorosa y malvada criatura como yo estuve a punto de hacerlo. ¡Maldito Frestón! ¡Me habéis arrebatado el triunfo que por mis propios merecimientos había ganado! ¡Dios quiera que nunca te vea a los ojos porque entonces usaré tu capa para lavarme las narices y tu rostro para pulir mis sandalias!
Dicho esto y saliendo de la coladera en la que había caído, Don Quijote comenzó a mirar a su alrededor y quedó en una estupefacción insólita, es decir, quedó completamente apantallado.
-Juro a Dios que debo estar soñando. Por donde quiera miro castillos con ventanas de hielo y carrozas que avanzan sin bestias que los tiren. Hechizados deben de estar por cuanto arrojan humo por el trasero y rugen horriblemente en sus escapadas. ¡Señora Dulcinea, por cuanto si esto no es sueño, te pido que me asistas y que si muriera buena sepultura me dispusieses!
-Te puedo asegurar que soñando no estás. Esto es tan real como que tanto tú como yo no tenemos ni en qué caernos muertos. Tan real como que a nadie le importa y, sobre todo, tan real como que yo te estoy viendo y tú a mí. Acércate y toma de esta botella que su contenido en algo habrá de apaciguar tu dolor.
El Quijote revolvióse hacia su espalda, justo de donde había oído partir la voz. Tuvo que bajar los ojos para encontrar los ojos del dueño de aquella reflexión medianamente entendible y a todas luces, lúcida. Y entonces fue que vio a un hombre viejo que se acurrucaba contra la pared y que despedía un olor que al Quijote le pareció que no desentonaría en ninguno de los establos que había conocido. El rostro lleno de largas barbas blancas en donde podía adivinarse lo que podría ser, según don Quijote, algún tipo de alubias. La cara quemada por el sol dejaba observar unos ojos que aún entrecerrados adivinaban una mente saludable. El cuerpo lo tenía cubierto con un sarape de Saltillo que don Quijote confundió con la armadura del mismísimo Lanzarote. En sus pies cohabitaban un tenis de marca reconocida con un huarache de suela de llanta. El Caballero de la Triste Figura lo reconoció enseguida como compañero de armas. Así que sin pensarlo más, extendió la mano y tomó la botella que aquel hombre le ofrecía.
-Alborozado me siento, muy señor mío, de encontrar en este sitio un compañero de armas y del noble oficio de la caballería andante. Porque caballero tenéis que ser para ofrecerme así, sin más dilación, el bálsamo de su charla cuando todos los demás me la niegan ostensiblemente. Hechizados deben de estar para ignorar así a sus semejantes, pero no os preocupéis, que ya veré la manera de romper tal hechizo.
-Caballero soy, mi estimado amigo, aunque he visto mejores tiempos. Andante también, más por necesidad que por gusto. Los policías me corren de cualquier lugar en el que establezco mi residencia. Y mi charla la ofrezco a quien me quiera escuchar, que tiempo y disposición es lo que me sobra. Hasta ahora sólo los perros me escuchaban.
-Pues mal harán aquellos que os nieguen su oído que a pesar de tener un raro acento, las cosas que dice están llenas de claridad. ¿Qué es lo que lo ha traído a tan lamentable estado?
-La macroeconomía, la globalización y las malas administraciones gubernamentales. Por ellos no tengo casa, ni trabajo, ni comida.
-Poderosos contrincantes deben ser, cuando os han puesto en penitencia y ayuno. Pero eso es algo que, a larga vista, no nos importa a nosotros los caballeros andantes. Cuénteme su historia, que así yo tendré el honor de compartir mis experiencias y aventuras ante su merced.
-Mi historia comienza con el catorceavo error de diciembre, en ese entonces era un reconocido profesor de literatura que laboraba en una escuela de reconocido prestigio que tuvo que cerrar porque se pensó que la educación nomás producía gente sin oficio ni beneficio que lo único que aprendía era a pensar. Cuestión muy peligrosa para los poderosos. Fui corrido de ese lugar porque se me ocurrió organizar foritos y actividades para que los menos afortunados y más jóvenes pudieran iluminarse con las luces inextinguibles de los libros.
-Luminosos los libros, mi muy señor mío. Comparto su opinión y comparto la misma maldición. Un hechicero declarado eterno enemigo hizo desaparecer toda mi biblioteca. Larga historia y desafortunado destino el de aquellos volúmenes tengo en la memoria...
-¡Ignorantes! ¡Pérfidos! ¡Hijos de mala madre aquellos que alejan a los hombres de los libros! Son como ratas esperando el juicio final para terminarse los restos del mundo... ¡Usted disculpe...! No me pude contener. Total que después de haber sido echado de ese lugar de conocimiento, perdí todo lo que tenía: mis libros, discos, películas, muebles, auto, casa, amigos... Hasta que por fin acepté mi destino y me dediqué a vagar por las calles, a mendigar un pedazo de pan, a buscar un rincón cálido en el cual pasar la noche. En fin, una historia triste, pero igual a muchas historias en este mundo. Pero, a todo esto, he acaparado la plática y usted no ha dicho nada, ¿cómo es que ha llegado aquí?
-Me ha arrojado un gigante al que he atacado en medio de un campo de trigo.
-¿Un gigante?
-Sí, un gigante. Movía sus cuatro brazos de manera espantosa. Lo ataqué de frente, me dio un golpe traicionero y, segundos antes de tocar el suelo, aparecí en este lugar endemoniado.
-Historia interesante. ¿Puede contarme más?
-Por supuesto.
Y fue así que el caballero andante y el vagabundo parlante se pusieron a platicar de la historia de don Quijote. Y en el relato aparecían dragones, castillos, gigantes, el buen Sancho Panza, la de belleza sin par Dulcinea del Toboso, caballeros de la Blanca Luna, hechiceros, princesas en peligro, hombres esclavos a los que había que liberar, reinos conquistados, ejércitos enormes vencidos, nobles encantados y miles de maravillas de las que pasaron hablando toda la noche, ayudados contra el frío por un montón de diarios y alguna cobija mugrosa que el vagabundo sacó de entre sus cosas. Y fue así que amaneció y que don Quijote se paró de inmediato en cuanto algo que parecía el sol se asomaba por el horizonte. Una inmensa neblina lechosa impedía disfrutar de los rayos del sol de manera decente. Aún así, don Quijote quiso emprender camino.
-Y hacia donde dirigirá sus pasos, si se puede saber- le increpó su nocturno compañero.
-Necesito ir hacia el Toboso a pedir consejo y bendiciones a mi señora Dulcinea.
-¿El Toboso? No sé por donde queda. ¿Así se llama la colonia?
-Teniendo a mi señora en él, debería de ser el reino más poderoso de la Tierra. Sin embargo, creo que antes debo de hacer más méritos. Tengo que ayudar a los desvalidos, los débiles y los pobres. ¿Dónde cree que encuentre a estas personas?
-¿Débiles, pobres y desvalidos? Pues bien que ha calculado el lugar al que llegó. Aquí encontrará millones de ellos. Cualquiera de esos micros lo llevaría hasta lugares en los que abundan sus pobres y desvalidos.
-¿Micros decís?
-Transportes... carrozas... ésos que ve allí.
-Pero, ¿no están endiabladas esas criaturas que ni animales parecen?
-Las criaturas no, pero créame que aquellos que las conducen deben de estar poseídos por el mismísimo Lucifer.
-No invoque fuerza tan poderosa, honorable caballero, que contra un ser de esas magnitudes, ni siquiera mis fuertes brazos podrían hacerle frente. ¿Y cómo es que esas bestias pueden llevarme a lugares donde se necesiten mis servicios?
-No se preocupe, que enseguida le consigo un aventón gratis hasta donde ha pedido ir.
El vagabundo fue hasta uno de esos dichos micros y conversó por unos momentos con la persona que parecía cochero. Después se dirigió hasta donde estaba don Quijote.
-Y bien, que puede subir a la carroza que el chofer ya sabe dónde bajarlo.
-Muchas gracias, valiente caballero, algún día podré corresponder a sus favores. Si alguna vez necesita de mi amistad, mi ayuda o mi presencia, no dudéis en llamarme.
-Mucha ayuda a veces necesito, mi querido amigo. A todo esto, ni siquiera me ha dicho su nombre, ¿cómo dice que se llama?
-Soy don Quijote, natural de La Mancha, por lo que podéis decirme don Quijote de La Mancha.
-Ándele pues, y yo soy Michael Jackson...
-Encantado de conocerle, sir Michael Jackson. Espero poder volver a verlo.
Entonces fue que don Quijote subió a una de las dichas bestias que rugía ya en la impaciencia de la partida. Al frente de sus enormes ojos ostentaba un título que decía: “Jalalpa/Las Torres”.
-¿”Las Torres”? -dijo don Quijote- debe tratarse de almenares de lejanos castillos.
Y fue entonces que el ingenioso hidalgo conoció la furia de la bestia en la que se había subido. Corría como seguramente había corrido Babieca por los campos de Castilla. Esquivaba con audacia e imprudencia a otras bestias de su misma naturaleza pero de distintas formas y colores. Tan ensimismado estaba en las maniobras que la carroza ejecutaba y en agarrarse con las veinte uñas de los tubos que tenía adentro el dicho por el vagabundo “micro”, que ni siquiera sintió que había llegado a su destino.
-Aquí se baja, abuelito. Me dijo el compa de la base que lo dejara por aquí.
Don Quijote vació el contenido de su estómago en cuanto se vio a buen resguardo en el suelo. Después levantó la vista y se quedó helado. En un hermoso castillo que tenía enfrente, ondeaba un pendón en el que podía verse un retrato de un gallardo, valiente y fuerte caballero cabalgando al lado de su fiel escudero. El letrero decía “¡Ésas son... Quijotadas!”.
-Pero si soy yo, y ése mancebo tan bien plantado no es otro más que mi escudero Sancho Panza.
El caballero atravesó el paso de las bestias rugientes y traspasó el umbral del castillo que estaba resguardado por apuestos guardias y heraldos vestidos de azul.
-Su credencial, por favor...-dijo uno de los heraldos azules.
-Déjalo pasar -dijo el otro- qué no ves que es uno de los maestros que van a participar en las conferencias.
Don Quijote se perdió dentro del castillo, bajó unas largas escaleras y se encontró, repentinamente, en un salón lleno de libros. Una biblioteca completa llena de estantes atestados de textos de las más raras naturalezas. Llenas de mesas, de sillas, de luces que no necesitaban de cebo ni de cera. Don Quijote pasó la vista por las hileras de libros.
-Las batallas en el desierto, libro de caballerías seguro es. El hombre que contaba, he aquí un libro de musulmanes infieles y sabios. Química inorgánica, ¡andamos!, con que también hay libros de alquimia y hechicería. Ulises, vaya, vaya, la historia del griego Odiseo. Historia de la filosofía, demasiado grueso, seguro es desde los griegos hasta nuestros padres de la iglesia.
Fue entonces que se quedó paralizado. En uno de los estantes, entre tantos libros, encontró un volumen grueso que llamó poderosamente su atención.
-El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra-leyó lenta y pausadamente-, pues de verdad que estoy en un sueño, tanto que hasta he encontrado mi propia historia entre sus libros. ¿Quién será ese Miguel de Cervantes...?
Y al decir esto, abrió el libro con tan buena fortuna que el título del tal capítulo aludía a la aventura en la que él mismo, cabalgando sobre Rocinante, atacaba a un inmenso gigante de cuatro brazos. Entonces fue que una luz enceguecedora cubrió la biblioteca y un ejemplar del libro de Cervantes cayó al suelo. Nadie vio quién lo había tirado. No había señales de ser humano alguno en los estantes. Un bibliotecario recogió el libro y lo volvió a colocar en su lugar. Después se hizo el silencio.
Esta es la historia, mis queridos oyentes, de cómo don Quijote salió de las páginas de un libro maravilloso y llegó a nuestros días, de la forma en que atravesó los peligros de la gran ciudad, de su arribo a la Preparatoria Lázaro Cárdenas y de su descanso, por un buen rato y con toda la fortuna para nosotros, en cada uno de los ejemplares que a partir de hoy tendremos en la biblioteca. Afortunados somos.
jueves, septiembre 29, 2005
La innombrable amiga tenebrosa
Las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur de ser el primer inmortal.
JL Borges
Muchas veces se ha planteado la cuestión de la muerte como uno de los tópicos que rebasan por completo los intentos de ubicar la pertinencia de su naturaleza a una sola ciencia o campo de conocimiento. La muerte es un fenómeno esencialmente humano. No quiero decir que los animales, o las plantas, o las estrellas no mueran. Quiero decir que los únicos que aparentemente tenemos conciencia de que vamos a morir somos los seres humanos. También podemos estar convencidos de que estamos destinados a enamorarnos y a sentir culpa en algún momento de la vida. Y eso implica, necesariamente, una reflexión acerca de esta certidumbre. La muerte. Más que un esqueleto descarnado que carga una guadaña (La Parca o La Flaquita, como le llama cariñosamente alguna escritora en embrión), más que una tumba en algún lejano cementerio, más que la dama tenebrosa, más que la compañera final del hombre, la muerte remite a la duda eterna sobre su naturaleza posterior. ¿Qué pasa después de la muerte? ¿Qué pasa durante el transito que lleva a un cerebro y a un cuerpo físico a dejar de emitir señales de vida? ¿Tiene caso preguntarnos qué es la muerte cuando no podemos definir de manera satisfactoria qué es la vida?
Resulta bastante soberbio pretender escribir un texto en el que se pueda dar fe, ya no medianamente sino al menos como introducción de un tema tan complejo, extenso y variado como lo es el de la muerte en la literatura. Las tramas dentro de los textos narrativos, por poner un ejemplo, encuentran uno de sus motores más interesantes en la descripción o el papel protagonista que tiene la muerte dentro de una serie de acciones narradas. Existen géneros (o subgéneros, para los puristas) literarios en los cuales la presencia de los muertos es una condición sin la cual no podría concebirse el desarrollo de una trama.
La muerte es una habitante cotidiana dentro de los trextos literarios. Es una presencia de la cual no se puede prescindir con facilidad. La podemos encontrar como un motivo literario, como un tema, como parte de reflexiones profundídimas, como inspiradora de los más hermosos poemas, incluso como personaje de narraciones fantásticas.
Tenemos que tomar en cuenta que la presencia de la muerte en la literatura tiene que plantearse desde diversos puntos de vista. Primero como una preocupación reflexiva acerca del papel que tiene el hecho de que un personaje muera. Los personajes literarios llegan a crearse una vida propia en el momento en el que la palabra los hace vivir. Antes de eso no son más que manchas de tinta sobre un pedazo muerto de celulosa. Los libros viven, y se viven,en el más amplio sentido de la palabra cuando alguien lo deja existir. Los personajes de esos libros viven en la mente, en el corazón y en la memoria de aquellos que alguna vez le dieron vida. Aún recuerdo con pesar la tarde en que, tirado de panza sobre mi cama, me enteraba de la manera más cruda y más directa que D'Artagnac, el personaje central de la saga de Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas muere sobre su cama. Hoy mismo puedo rememorar las lágrimas que escurrieron por mi rostro cuando el héroe de mil batallas y de aproximadamente 3600 páginas en las viejas ediciones de Porrúa decía adiós sin posibilidad de regreso. Yo que había seguido al mosquetero a través de los campos de Francia, de las tabernas malolientes, de los salones de la corte, del mar que separaba Francia de Inglaterra. Yo que había visto transcurrir en los tres títulos de la serie (Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne) el nacimiento, crecimiento, madurez y decadencia del personaje en cuestión de semanas, acudía a la cabecera de su cama a atestiguar su partida hacia el reino de la vacuidad y la incertidumbre. Recuerdo también la partida de El principito del desierto africano dejando al aviador con un palmo de narices y una duda postergada hasta la eternidad: ¿a dónde se fue el niño que buscaba que alguien le dibujara un cordero? No me da pena admitir que sentí y lloré más la pérdida de esos dos personajes literarios que la de mi abuela materna. La razón: los primeros me acompañaron durante gran parte de mi infancia y aún hoy lo siguen haciendo. A mi abuela la veía, a veces, en dos ocasiones al año y lo único que sabía hacer era pellizcarme las mejillas hasta enrojecerlas y emitir tesis obscenas acerca del origen de mis eternas ojeras.
La muerte. ¿Cuántos escritores no se han perdido en la búsqueda de retratarla, de asirla, de entenderla? En la ficción es el lugar en donde la muerte se regodea en formas, envases e intenciones. La literatura policíaca reclama, de entrada, un muerto para que pueda existir. La literatura de terror inventa y construye la posibilidad de cementerios malditos, de zombies deseosos de carne humana, de monstruos a los que se da vida a partir de materia muerta, al asesinato como motor único de psicópatas y alienígenas (en el sentido de ajenos a la naturaleza “correcta” del ser humano), de muertos vivientes por gracia de la sangre fresca. La literatura romántica pone a la muerte como uno de los elementos a perseguir si se quiere ser consecuente con los principios que le darán sentido a ese movimiento. Las biografías y autobiografías son un intento desesperado por asirse a la eternidad y postergar para siempre el momento de la muerte. La literatura erótica es ese juego interminable entre los impulsos vitales y el miedo a la muerte, la celebración de la vida.
Libros que hablen de la muerte hay muchos y con perspectivas diversas. Aquí van los que a mí, sin más, me ponen. Drácula de Bram Stoker; Entrevista con el vampiro de Anne Rice con énfasis en el monólogo que Louis se avienta pidiendo la muerte por piedad; Frankenstein de Mary Shelley; Pedro Páramo de Juan Rulfo, con su constante vagabundear entre fantasmas y muertos; La inmortalidad de Milan Kundera; La invención de la soledad de Paul Auster, en donde hace uno de los homenajes más sentidos a la muerte de un padre; Algo sobre la muerte del mayor Sabines, Tía Chofi y Doña Luz de Jaime Sabines; por supuesto, Muerte sin fin de Gorostiza; Las vírgenes suicidas de Geoffrey Eugenides, donde se narran las misteriosas muertes de un grupo de preciosas jovencitas; La larga marcha de Stephen King, en la que aparece la muerte como un premio de consolación; Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle con sus muertos a granel; Spawn de Todd McFarlane en la que los zombies y el reino de los muertos se vuelven realidad en un futuro apocalíptico; Farenheit 451 de Ray Bradbury, en los que los condenados a muerte son los mismísimos libros; ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Phillip K. Dick en la que se narra el momento en el que unos androides rebeldes toman conciencia de lo que es la muerte y la vida; Diálogo entre un sacerdote y un moribundo del divino Marqués de Sade; El cuervo de Edgar Allan Poe; La epístola del apóstol Juan desde la isla de Patmos, mejor conocida como el Apocalipsis o Libro de las revelaciones de La Biblia, en la que todos los humanos, muertitos incluidos, tienen que rendir cuentas ante el grandote; el cuento “El inmortal” de Jorge Luis Borges; El desbarrancadero de Fernando Vallejo, en la que se acude a la muerte de un hermano querido que se consume en la enfermedad; Salón de belleza de Mario Bellatín, y un largo, larguísimo etcétera.
A final de cuentas, lo que nos debe de quedar claro es que la muerte es una presencia cotidiana en todos los actos de la vida que realizamos. La literatura, que espero sea una parte de sus vidas si no lo es aún, seguirá existiendo y configurándose como lo único inmortal en este inmenso valle de las sombras que es el mundo contemporáneo.
lunes, agosto 15, 2005
El encanto de la onomatopeya
Son pocos los escritores de cine que consiguen hacerme entrar de manera automática al cine. El que se encuentra hasta arriba en esa situación es Charlie Kauffman, el autor de los guiones de ¿Quieres se John Malkovich?, El ladrón de orquídeas y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos; después viene gente como Woody Allen, Takeshi Kitano, Paul Thomas Anderson, Quentin Tarantino, Jim Jarmush y Todd Solondz. Cuando veo alguno de esos nombres en el rubro referente a “guión”, no tengo que pensarlo dos veces, me clavo a ver la cinta en cuestión.
El domingo descubrí a uno nuevo: Paul Haggis. Este director alemán acaba de llegar a las salas de cine mexicano con una obra que estuvo enlatada durante dos años y en espera de distribución. Enorme injusticia. La película se llama Crash y en un primer momento me imaginé una nueva adaptación del excelente texto de James George Ballard acerca de las perversiones sexuales asociadas a accidentes famosos de autos. Era inquietante por dos razones: la primera por ver si alguien se había atrevido a corregirle la plana a David Cronenberg y su excelente adaptación; y la otra observar a la fresa de Sandra Bullock en relaciones enfermizas y poco convencionales. No pasó ninguna de las dos cosas. Lo que pasó en pantalla fue una serie de maravillosas historias que fluían de manera natural y casi imperceptible. Las evidencias de un guión sólido y magistral.
Escribir para el cine requiere de un cúmulo de capacidadess que muy pocos llevan a buen término. Contar historias complejas y trascendentes implica aún más dificultad. Si a eso le añades que el número de personajes es bastante elevadito, estás a un paso de generar algo genial. Haggins lo logró. Crash no es una película sobre perversiones relacionadas con accidentes automovilísticos. Es un retrato fidelísimo de los prejuicios y variedad de perspectivas de lo que la diversidad racial y cultural de los Estados Unidos está renuente a aceptar. La tan cacareada integración es una falacia que esta cinta se encarga de desnudar.
La historia transcurre en la ciudad de Los Ángeles e involucra a una serie de personajes de lo más variopinta: un par de ladrones de autos negros (los ladrones, no los autos) que tienen una peculiar manera de explicar los prejuicios raciales de los cuales se supone que son víctimas; un precandidato político que explota la idea de los “derechos de las minorías” como una forma de obtener puntos electorales; la esposa del candidato que a partir de ser asaltada por dos negros comienza a ejercer un racismo digno de mejor causa; un comerciante persa que es confundido con un árabe y que nunca acaba de comprender la lógica del funcionamiento de una cultura a la que no puede comprender; un chino atropellado que resulta un reverendo hijo de puta; un cerrajero mexicano que vive dentro de las reglas que el sistema impone, pero que en la relación (hermosa por donde se le vea) con su hija encuentra toda la razón de su existencia; un policía negro que tiene que vender su dignidad por proteger a su hermano delincuente; un policía blanco súper racista que justifica su racismo por el hecho de que las políticas de las minorías le destrozaron la vida a su padre, el cual es víctima de dolores físicos insoportables; un director de televisión negro que tiene que agachar la cabeza cada vez más hacia abajo, en una espiral de humillaciones que en determinado momento hace crisis; un jovencísimo patrullero que se aterra frente a los prejuicios que imperan en la policía pero que será víctima de un destino paradójico. ¿Son muchos personajes? Pues faltan más por listar. ¿Lo maravilloso? El director y el escritor consiguen que la obra final sean por completo verosímil y redonda. El casting de autores es interesante por lo variado y exótico de la presencia de algunos de ellos: Sandra Bullock, Don Cheadle, Matt Dillon, Ryan Philliphe, Jeniffer Esposito, Brendan Fraser, entre otros.
A pesar del infame subtítulo que le pusieron en español: Alto impacto (no es de sorprender, si a su homóloga, la de Cronenberg, le habían puesto Extraños placeres. Puag.). Pareciera que hay una tendencia en las casas distribuidoras a tener en un muy bajo concepto a los espectadores, con esas adaptaciones al español, los distribuidores sólo crean falsas expectativas y dejan en evidencia su inteligencia ínfima. En fin, que a pesar del título de película de Van Damme o de Vin Diesel, la cinta es uno de los puntos altos en este año que pinta mediocrón en cuanto a películas inteligentes, digo, ya pasamos la primera mitad del año. Crash está distribuida por el Festival Cinematográfico de Verano de la UNAM, y presenta funciones en el Centro Cultural Universitario (Sala Julio Bracho), en la Cineteca Nacional y en varias salas de la cadena Cinemex. Consulte su cartelera. Dentro del Festival hay cintas muy interesantes como Feux Rouges (Luces Rojas) del francés Cedric Khan, una nueva propuesta del revolucionado cine japonés Dare mo shinarai (Nadie sabe) del director Hirokazu Kore-eda, Coversaciones con mamá del argentino Santiago Carlos Oves, Das jahr der ersten küsse (Mi primer beso) de Kai Wessel, Sangue vivo (Sangre viva) del italiano Edoardo Winspeare, la fortísima Kadaljós (Luz fría) y, algo que no deben perderse, la última travesura del español Alex de la Iglesia, Crimen Ferpecto.
En conclusión, Crash de Paul Haggins es una opción para ir al cine, una amiga dixit, “a sentir cosas”. Que para eso va uno al cine. A sorprenderse.
--------------------------
Oye, niño, no te dejes;/ haz tu cabeza estallar./ Oye, niño, no seas tonto;/haz tu cabeza estallar./ Todo lo que ata es asesino./ Todo lo que ata no es la paz./ Oye, niño, ya no corras;/ no me quieras ganar./ Cuando mi nombre ya no exista/ verás qué velocidad./ Y arroja tu armadura/ ser el aire no es pensar./ No hay camino hasta tu suerte;/ nadie te puede ayudar./ No hay camino hasta tu suerte;/ haz tu cabeza estallar.
“Oye, niño”, del maravilloso Miguel Abuelo.
El domingo descubrí a uno nuevo: Paul Haggis. Este director alemán acaba de llegar a las salas de cine mexicano con una obra que estuvo enlatada durante dos años y en espera de distribución. Enorme injusticia. La película se llama Crash y en un primer momento me imaginé una nueva adaptación del excelente texto de James George Ballard acerca de las perversiones sexuales asociadas a accidentes famosos de autos. Era inquietante por dos razones: la primera por ver si alguien se había atrevido a corregirle la plana a David Cronenberg y su excelente adaptación; y la otra observar a la fresa de Sandra Bullock en relaciones enfermizas y poco convencionales. No pasó ninguna de las dos cosas. Lo que pasó en pantalla fue una serie de maravillosas historias que fluían de manera natural y casi imperceptible. Las evidencias de un guión sólido y magistral.
Escribir para el cine requiere de un cúmulo de capacidadess que muy pocos llevan a buen término. Contar historias complejas y trascendentes implica aún más dificultad. Si a eso le añades que el número de personajes es bastante elevadito, estás a un paso de generar algo genial. Haggins lo logró. Crash no es una película sobre perversiones relacionadas con accidentes automovilísticos. Es un retrato fidelísimo de los prejuicios y variedad de perspectivas de lo que la diversidad racial y cultural de los Estados Unidos está renuente a aceptar. La tan cacareada integración es una falacia que esta cinta se encarga de desnudar.
La historia transcurre en la ciudad de Los Ángeles e involucra a una serie de personajes de lo más variopinta: un par de ladrones de autos negros (los ladrones, no los autos) que tienen una peculiar manera de explicar los prejuicios raciales de los cuales se supone que son víctimas; un precandidato político que explota la idea de los “derechos de las minorías” como una forma de obtener puntos electorales; la esposa del candidato que a partir de ser asaltada por dos negros comienza a ejercer un racismo digno de mejor causa; un comerciante persa que es confundido con un árabe y que nunca acaba de comprender la lógica del funcionamiento de una cultura a la que no puede comprender; un chino atropellado que resulta un reverendo hijo de puta; un cerrajero mexicano que vive dentro de las reglas que el sistema impone, pero que en la relación (hermosa por donde se le vea) con su hija encuentra toda la razón de su existencia; un policía negro que tiene que vender su dignidad por proteger a su hermano delincuente; un policía blanco súper racista que justifica su racismo por el hecho de que las políticas de las minorías le destrozaron la vida a su padre, el cual es víctima de dolores físicos insoportables; un director de televisión negro que tiene que agachar la cabeza cada vez más hacia abajo, en una espiral de humillaciones que en determinado momento hace crisis; un jovencísimo patrullero que se aterra frente a los prejuicios que imperan en la policía pero que será víctima de un destino paradójico. ¿Son muchos personajes? Pues faltan más por listar. ¿Lo maravilloso? El director y el escritor consiguen que la obra final sean por completo verosímil y redonda. El casting de autores es interesante por lo variado y exótico de la presencia de algunos de ellos: Sandra Bullock, Don Cheadle, Matt Dillon, Ryan Philliphe, Jeniffer Esposito, Brendan Fraser, entre otros.
A pesar del infame subtítulo que le pusieron en español: Alto impacto (no es de sorprender, si a su homóloga, la de Cronenberg, le habían puesto Extraños placeres. Puag.). Pareciera que hay una tendencia en las casas distribuidoras a tener en un muy bajo concepto a los espectadores, con esas adaptaciones al español, los distribuidores sólo crean falsas expectativas y dejan en evidencia su inteligencia ínfima. En fin, que a pesar del título de película de Van Damme o de Vin Diesel, la cinta es uno de los puntos altos en este año que pinta mediocrón en cuanto a películas inteligentes, digo, ya pasamos la primera mitad del año. Crash está distribuida por el Festival Cinematográfico de Verano de la UNAM, y presenta funciones en el Centro Cultural Universitario (Sala Julio Bracho), en la Cineteca Nacional y en varias salas de la cadena Cinemex. Consulte su cartelera. Dentro del Festival hay cintas muy interesantes como Feux Rouges (Luces Rojas) del francés Cedric Khan, una nueva propuesta del revolucionado cine japonés Dare mo shinarai (Nadie sabe) del director Hirokazu Kore-eda, Coversaciones con mamá del argentino Santiago Carlos Oves, Das jahr der ersten küsse (Mi primer beso) de Kai Wessel, Sangue vivo (Sangre viva) del italiano Edoardo Winspeare, la fortísima Kadaljós (Luz fría) y, algo que no deben perderse, la última travesura del español Alex de la Iglesia, Crimen Ferpecto.
En conclusión, Crash de Paul Haggins es una opción para ir al cine, una amiga dixit, “a sentir cosas”. Que para eso va uno al cine. A sorprenderse.
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Oye, niño, no te dejes;/ haz tu cabeza estallar./ Oye, niño, no seas tonto;/haz tu cabeza estallar./ Todo lo que ata es asesino./ Todo lo que ata no es la paz./ Oye, niño, ya no corras;/ no me quieras ganar./ Cuando mi nombre ya no exista/ verás qué velocidad./ Y arroja tu armadura/ ser el aire no es pensar./ No hay camino hasta tu suerte;/ nadie te puede ayudar./ No hay camino hasta tu suerte;/ haz tu cabeza estallar.
“Oye, niño”, del maravilloso Miguel Abuelo.
Soy escritor
En este año, una de las personas más importantes que se han cruzado por mi vida cumplió 52 años. A pesar de tener un buen rato de no verla en vivo y en directo, aún conservo la memoria y el agradecimiento suficiente como para reconocer en ella a una de las cómplices principales de la pulsión que hace que de vez en cuando me lancé de manera irrenunciable hacia la máquina de escribir (la compu también es una máquina, ¿qué no?). Hortensia Moreno Esparza, la escritora Hortensia Moreno, fue mi maestra de tres cursos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, tuve el enorme honor de ser su ayudante durante dos semestres y tuve la inmensa fortuna de que accediera a dirigir mi trabajo de tesis de la licenciatura, hecho que seguramente influyó para la mención honorífica y la recomendación de publicación que mi trabajo escrito recibió.
Durante los tres años que duró el trayecto de redacción, revisión, reescritura y rechazo paulatino de las versiones escritas que le presentaba a Hortensia, tuve la oportunidad de ver (y de convertirme en personaje extraoficialmente y sin autorización) de la novela en la que mi maestra trabajaba en ese momento: Ideas fijas. Ideas fijas es un experimento narrativa que, a través de una voz masculina narra el arribo, transcurso, y aventuras de un provinciano que llega a la capital en la que es cobijado, arrasado y demolido por las mujeres que se cruzan en el camino de su vida. La pregunta que se muestra en la contraportada del libro nos da una idea acerca del tono en el que trascurre la narración: “¿Será cierto que las mujeres son personas de ideas fijas y que siempre encuentran la manera de salirse con la suya? ¿será verdad que, en ciertos momentos de la vida, ellas deciden todo y los varones no cuentan para nada?”.
Pues bien, que después de darle una releída (y una revivida) al título en cuestión, terminé con la lagrimita de Remi y el nudo consecuente en la garganta. Hay algo en ese libro que hará que recuerde a Hortensia de por vida: en gran parte, por ella me hice profesor y por ella sigo cada día intentando ser un buen escribidor. Ideas fijas termina contundentemente, con dos páginas que se han convertido a lo largo del tiempo en un manifiesto personal al que regreso cada vez que la seguridad de mi vocación flaquea. Que me ha ayudado a seguir intentando. Que me ha acompañado a celebrar lo adquirido. Dos páginas que transcribo a continuación:
“Soy un escritor. La sola mención de la palabra implica, incluso para mí, una posición descabellada. Me atrevo a decirlo a pesar de que conozco esa implicación; sé lo ridícula que suena semejante declaración en estos tiempos, sobre todo cuando la pronuncia alguien como yo, que no pertenece a la casta de los elegidos . No tengo ningún derecho de autonombrarme artista. El arte es tan sagrado e inaccesible para el común de los mortales que sólo es propio de quienes se conocen herederos de la tradición. Nosotros, los diletantes, estamos autorizados a asomarnos al arte con curiosidad y admiración, a condición de que siempre lo miremos desde fuera, sin tratar de entenderlo y mucho menos de hacerlo.
Soy un artista. Lo digo con arrogancia en un tiempo en que la arrogancia está completamente fuera de lugar. En un tiempo en que el arte se ha convertido en uno de los fetiches preferidos, y su actura un misterio no siempre a salvo de cierta aura patética. Al buscar lo sublime, corro el riesgo de que se rían de mí. Corro el riesgo también de que me miren con desprecio. De que mi arrogancia provoque indignación y sea considerada, a su vez, una manera de despreciar a quienes escuchan esta palabra con escepticismo y desconfianza. ¿Qué más da? MI condición de sujeto marginal no habrá de modificarse si oculto el hecho; y aunque el desprecio y el ridículo son ingredientes que vuelven mi marginalidad un asunto todavía más desagradable, dudo de que una profesión más anodina me hubiese abierto las puertas de los mundos sociales en que la palabra artista suena tan inconcebible cuando yo la pronuncio.
Soy un escritor por elección y destino. Así lo deseé secretamente desde el día en que descubrí la palabra escrita hasta el momento en que por fin me atreví a confesármelo. Ahora parece que no hubiera podido ser de otra manera y, sin embargo, este destino en mis manos es tan frágil que sólo la confabulación de muchos elementos del azar permitió mi ingreso en la secta de impostores que me inició en el arte. Porque yo pertnenezco sin dignidad al universo de las profesiones anodinas y me gano el pan con vergüenza, pues lo que hago para ganármelo no me gusta. Ese movimiento entre mi realidad y mi deseo siempre ha dibujado la línea que marca mis límites. Es muy probable que en otras circuntancias me hubiera conformado con soñar ser un artista. El mundo hubiera contenido mi atrevimiento con gran eficacia: soy apocado y me aterran el desprecio y el ridículo. Por no hablar de mi mansedumbre, de mi humildad. ¡De dónde he sacado yo valor para sentirme un escritor? ¿De dónde he sacado esta arrogancia que me permite decirlo para que los otros escuchen esta frase con la misma ironía con que escucharían a un enano llamarse gigante?
Soy un artista descubriendo el mundo. Incapaz de tolerarlo en su miserable aspecto real, me empeño en la construcción de mundos paralelos. Horribles o hermosos, probables o imposibles, atrayentes o repulsivos, pero otros distintos, libres de las determinaciones que rigen nuestro hacer, nuestro sentir, nuestro ser. Me empeño en mostrar mis mundos monstruosos aunque no sea más que para recordar que la imaginació aún existe y hay diferencias en el centro de toda esta homogeneidad aplastante.
Soy un escritor, en fin, para mi propio asombro. Enfrentado al hecho inquietante de la presencia real del arte en mi vida, deslumbrado ante su potencia arrasadora. Sé que mi asunción de su existencia ha cambiado por completo mi vida y me ha vuelto otro también a mí; uno distinto del que era antes, del muchacho tímido cuyas más atrevidas ambiciones se resumían en el adocenado afán de reconocimiento y riqueza que rige el mundo de las profesiones anodinas.
Soy un escritor y me sé enfermo de tristeza, soledad y desesperanza”.
Durante los tres años que duró el trayecto de redacción, revisión, reescritura y rechazo paulatino de las versiones escritas que le presentaba a Hortensia, tuve la oportunidad de ver (y de convertirme en personaje extraoficialmente y sin autorización) de la novela en la que mi maestra trabajaba en ese momento: Ideas fijas. Ideas fijas es un experimento narrativa que, a través de una voz masculina narra el arribo, transcurso, y aventuras de un provinciano que llega a la capital en la que es cobijado, arrasado y demolido por las mujeres que se cruzan en el camino de su vida. La pregunta que se muestra en la contraportada del libro nos da una idea acerca del tono en el que trascurre la narración: “¿Será cierto que las mujeres son personas de ideas fijas y que siempre encuentran la manera de salirse con la suya? ¿será verdad que, en ciertos momentos de la vida, ellas deciden todo y los varones no cuentan para nada?”.
Pues bien, que después de darle una releída (y una revivida) al título en cuestión, terminé con la lagrimita de Remi y el nudo consecuente en la garganta. Hay algo en ese libro que hará que recuerde a Hortensia de por vida: en gran parte, por ella me hice profesor y por ella sigo cada día intentando ser un buen escribidor. Ideas fijas termina contundentemente, con dos páginas que se han convertido a lo largo del tiempo en un manifiesto personal al que regreso cada vez que la seguridad de mi vocación flaquea. Que me ha ayudado a seguir intentando. Que me ha acompañado a celebrar lo adquirido. Dos páginas que transcribo a continuación:
“Soy un escritor. La sola mención de la palabra implica, incluso para mí, una posición descabellada. Me atrevo a decirlo a pesar de que conozco esa implicación; sé lo ridícula que suena semejante declaración en estos tiempos, sobre todo cuando la pronuncia alguien como yo, que no pertenece a la casta de los elegidos . No tengo ningún derecho de autonombrarme artista. El arte es tan sagrado e inaccesible para el común de los mortales que sólo es propio de quienes se conocen herederos de la tradición. Nosotros, los diletantes, estamos autorizados a asomarnos al arte con curiosidad y admiración, a condición de que siempre lo miremos desde fuera, sin tratar de entenderlo y mucho menos de hacerlo.
Soy un artista. Lo digo con arrogancia en un tiempo en que la arrogancia está completamente fuera de lugar. En un tiempo en que el arte se ha convertido en uno de los fetiches preferidos, y su actura un misterio no siempre a salvo de cierta aura patética. Al buscar lo sublime, corro el riesgo de que se rían de mí. Corro el riesgo también de que me miren con desprecio. De que mi arrogancia provoque indignación y sea considerada, a su vez, una manera de despreciar a quienes escuchan esta palabra con escepticismo y desconfianza. ¿Qué más da? MI condición de sujeto marginal no habrá de modificarse si oculto el hecho; y aunque el desprecio y el ridículo son ingredientes que vuelven mi marginalidad un asunto todavía más desagradable, dudo de que una profesión más anodina me hubiese abierto las puertas de los mundos sociales en que la palabra artista suena tan inconcebible cuando yo la pronuncio.
Soy un escritor por elección y destino. Así lo deseé secretamente desde el día en que descubrí la palabra escrita hasta el momento en que por fin me atreví a confesármelo. Ahora parece que no hubiera podido ser de otra manera y, sin embargo, este destino en mis manos es tan frágil que sólo la confabulación de muchos elementos del azar permitió mi ingreso en la secta de impostores que me inició en el arte. Porque yo pertnenezco sin dignidad al universo de las profesiones anodinas y me gano el pan con vergüenza, pues lo que hago para ganármelo no me gusta. Ese movimiento entre mi realidad y mi deseo siempre ha dibujado la línea que marca mis límites. Es muy probable que en otras circuntancias me hubiera conformado con soñar ser un artista. El mundo hubiera contenido mi atrevimiento con gran eficacia: soy apocado y me aterran el desprecio y el ridículo. Por no hablar de mi mansedumbre, de mi humildad. ¡De dónde he sacado yo valor para sentirme un escritor? ¿De dónde he sacado esta arrogancia que me permite decirlo para que los otros escuchen esta frase con la misma ironía con que escucharían a un enano llamarse gigante?
Soy un artista descubriendo el mundo. Incapaz de tolerarlo en su miserable aspecto real, me empeño en la construcción de mundos paralelos. Horribles o hermosos, probables o imposibles, atrayentes o repulsivos, pero otros distintos, libres de las determinaciones que rigen nuestro hacer, nuestro sentir, nuestro ser. Me empeño en mostrar mis mundos monstruosos aunque no sea más que para recordar que la imaginació aún existe y hay diferencias en el centro de toda esta homogeneidad aplastante.
Soy un escritor, en fin, para mi propio asombro. Enfrentado al hecho inquietante de la presencia real del arte en mi vida, deslumbrado ante su potencia arrasadora. Sé que mi asunción de su existencia ha cambiado por completo mi vida y me ha vuelto otro también a mí; uno distinto del que era antes, del muchacho tímido cuyas más atrevidas ambiciones se resumían en el adocenado afán de reconocimiento y riqueza que rige el mundo de las profesiones anodinas.
Soy un escritor y me sé enfermo de tristeza, soledad y desesperanza”.
sábado, agosto 06, 2005
Sobre los spots del México Unido
Como resulta que ahora los spots de la AC México Unido contra la Delincuencia son un nuevo compló de las fuerzas oscuras de ex-enano exiliado irlandés, quisiera hacer una reflexión.
Alguna vez ya hablábamos de la tozudez del hoy ex-jefe de gobierno en exilio vacacional, y de cierta ausencia de autocrítica objetiva. No hay forma de contrarrestar las imágenes que la sociedad civil (o parte de la sociedad civil) emite para hacer oir su voz, eso ocurre en una sociedad democrática. No se puede hacer oídos sordos a una exigencia que, al tiempo, se convertirá en la principal plataforma discursiva de nuestros mediocres y harto cuestionables candidatos presidenciales (decía Charles Bukowski en "Los sesentas: los jóvenes, la revolución y la literatura" que además de prohibir los museos pretenciosos y mamones, debería comenzarse por prohibir el nombramiento de candidatos presidenciales tan horrendos, la opción no es opción, votar por Humprey o por Nixon [o por Calderón o por AMLO o por Cárdenas o por Madrazo o por Montiel o por Creel] era como darte a escoger entre mierda caliente o mierda fría).
Sin embargo, la reticiencia del gobierno capitalino obra en su contra al centrar el debate en la situación del DF únicamente. Como si en el resto del país el terror no fuera cosa de todos los días. Yo no me siento completamente seguro en el DF, como no me sentiría seguro seguramente (o más todavía) si tuviera que vivir en Tijuana (donde el narco gobierna la ciudad con completa impunidad), Laredo (donde bazukean, ametrallan, agranadan y balacean las casas de cualquier hijo de vecino), Ciudad Juárez (donde, ojo, son más los muertos que las muertas, aunque lo amarillo venda más), Culiacán (donde el que no está relacionado con el narco lo está con la policía, válgase la redundancia), Los Mochis (ídem), la sierra de Guerrero (donde los cacicazgos y el México bronco van aunados a la impunidad cotidiana), Cancún (donde la nueva oleada de secuestros parece haber encontrado una nueva y jugosa plaza) y hasta San Cristóbal si me lo permiten (donde algún SubComanche-fan extremista me tilde de cerdo burgués y me aplique la justiciera proletaria indígena revolucionaria).
Se están errando los blancos. Los blancos se están poniendo de pechito para que les pongan sus trompadas. El problema de la inseguridad no tiene que ver, en el más recóndito origen, con el número de policía o la eficiencia de las autoridade judiciales de este país. La inseguridad responde a una lógica de degradación del nivel de vida en una sociedad en la que el reparto de la riqueza es de una injusticia evidente por donde se le mire. La inseguridad responde a un sistema putrefacto en el que la corrupción en absolutamente TODOS los niveles están llevando a este país a una encrucijada de tintes cada vez más dramáticos e irreversibles. La inseguridad responde a una lucha de clases (que desde que dejó de enseñarse marxismo en las escuelas dicen que desapareció) que está dejando de ser subterránea para manifestarse de las formas más violentas posibles. Corrupción y pobreza, bomba de tiempo que está condenada a estallar de maneras en las que la predicción, cualquier predicción, se queda corta.
En fin, que en lugar de pensar en cómo reacciona el ahora candidato presidencial de la amorfa (otros dirían diversa) izquierda de este país, deberíamos ponernos a pensar en nuestro papel como ciudadanos, votantes, y, antes de todo eso, como seres humanos: ¿A donde chingados nos dirigimos y quiénes son los putos tuertos que hemos dejado que nos dirijan?
Alguna vez ya hablábamos de la tozudez del hoy ex-jefe de gobierno en exilio vacacional, y de cierta ausencia de autocrítica objetiva. No hay forma de contrarrestar las imágenes que la sociedad civil (o parte de la sociedad civil) emite para hacer oir su voz, eso ocurre en una sociedad democrática. No se puede hacer oídos sordos a una exigencia que, al tiempo, se convertirá en la principal plataforma discursiva de nuestros mediocres y harto cuestionables candidatos presidenciales (decía Charles Bukowski en "Los sesentas: los jóvenes, la revolución y la literatura" que además de prohibir los museos pretenciosos y mamones, debería comenzarse por prohibir el nombramiento de candidatos presidenciales tan horrendos, la opción no es opción, votar por Humprey o por Nixon [o por Calderón o por AMLO o por Cárdenas o por Madrazo o por Montiel o por Creel] era como darte a escoger entre mierda caliente o mierda fría).
Sin embargo, la reticiencia del gobierno capitalino obra en su contra al centrar el debate en la situación del DF únicamente. Como si en el resto del país el terror no fuera cosa de todos los días. Yo no me siento completamente seguro en el DF, como no me sentiría seguro seguramente (o más todavía) si tuviera que vivir en Tijuana (donde el narco gobierna la ciudad con completa impunidad), Laredo (donde bazukean, ametrallan, agranadan y balacean las casas de cualquier hijo de vecino), Ciudad Juárez (donde, ojo, son más los muertos que las muertas, aunque lo amarillo venda más), Culiacán (donde el que no está relacionado con el narco lo está con la policía, válgase la redundancia), Los Mochis (ídem), la sierra de Guerrero (donde los cacicazgos y el México bronco van aunados a la impunidad cotidiana), Cancún (donde la nueva oleada de secuestros parece haber encontrado una nueva y jugosa plaza) y hasta San Cristóbal si me lo permiten (donde algún SubComanche-fan extremista me tilde de cerdo burgués y me aplique la justiciera proletaria indígena revolucionaria).
Se están errando los blancos. Los blancos se están poniendo de pechito para que les pongan sus trompadas. El problema de la inseguridad no tiene que ver, en el más recóndito origen, con el número de policía o la eficiencia de las autoridade judiciales de este país. La inseguridad responde a una lógica de degradación del nivel de vida en una sociedad en la que el reparto de la riqueza es de una injusticia evidente por donde se le mire. La inseguridad responde a un sistema putrefacto en el que la corrupción en absolutamente TODOS los niveles están llevando a este país a una encrucijada de tintes cada vez más dramáticos e irreversibles. La inseguridad responde a una lucha de clases (que desde que dejó de enseñarse marxismo en las escuelas dicen que desapareció) que está dejando de ser subterránea para manifestarse de las formas más violentas posibles. Corrupción y pobreza, bomba de tiempo que está condenada a estallar de maneras en las que la predicción, cualquier predicción, se queda corta.
En fin, que en lugar de pensar en cómo reacciona el ahora candidato presidencial de la amorfa (otros dirían diversa) izquierda de este país, deberíamos ponernos a pensar en nuestro papel como ciudadanos, votantes, y, antes de todo eso, como seres humanos: ¿A donde chingados nos dirigimos y quiénes son los putos tuertos que hemos dejado que nos dirijan?
miércoles, julio 13, 2005
Adorada Doris Dörrie
El pasado sábado conocí (no en el sentido amplio de “conocer”, sino en el de simplemente asociar una imagen con determinado nombre) a la cineasta alemana Doris Dörrie, una de mis calenturas intelectuales desde hace como diez años. En sábado cinetequero daban su primer y exitoso largometraje Hombres, una exploración en clave de melodrama de la situación de “lo masculino” (cualquier cosa que eso quiera decir) en un mundo en el que las mujeres y su “empoderamiento”, incita a una reconsideración del papel del hombre dentro de un esquema que más allá de hacerse igualitario, se está convirtiendo en francamente aislatorio de los dos géneros.
Después de Hombres, Dörrie llevó a las pantallas la historia de Lisa, una treintañera en la frontera vital del no saber qué va a pasar con la vida y que, ante la ausencia de prospectos románticos que le hagan más llevadera la vida, decide tomar cursos de meditación en donde el objetivo principal es aprender a bien morir, esto es, toma clases de suicidio infalible. Una serie de personajes se atravesarán en el camino de la protagonista, sobresaliendo entre todos el de un supuesto inmigrante africano homosexual que dirige a Lisa en esa búsqueda del hombre ideal. Con magistral dirección, la artista alemana lleva las reflexiones del espectador, del mundo de seres solitarios al mundo de las probabilidades más descabelladas, del mundo de la mujer independiente y autosuficiente al mundo de las que lloran bajo las sábanas y con un miedo atroz a morir solas, del hombre supuestamente irresistible y dominante al impotente que le echa la culpa al ruido, del retorno a la normalidad deprimente al inicio de una experiencia esperanzadora. La hasta hoy, según el escribidor, ha sido su mejor película, pasó sin pena ni gloria por los circuitos culturales (ni crean que llegó a las salas comerciales), algo habrá tenido que ver el infame título del nombre de la obra: Nadie me quiere. Los que llegamos a verla en aquél Primer Festival de Verano de la UNAM en 1996, sabemos que la aseveración del título es una mentira para cualquier ser humano. Siempre hay alguien, aún en los más inesperados y recónditos lugares.
Después de Nadie me quiere y de un desalentador paso por la industria hollywoodense, Dörrie regresó a los proyectos europeos y así fue como se llevó a dos alemanes infelices con lo que su vida de oficinistas burócratas les deparaba a las mágicas tierras del lejano Oriente. Iluminación garantizada se convirtió en la obra de “reflexión seria” alrededor de la condición de lo humano en un ambiente propicio para la meditación y la puesta en perspectiva de las necesidades y las capacidades. El acierto de Dörrie consistió en la capacidad para dejar bien impresa en la pantalla el enorme contraste visual entre el Occidente más occidentalizado (que no son los EU, sino la ciudad de Tokio) y el territorio de la tradicionalidad milenaria que las cintas de la Golden Harvest de los setenta había convertido sólo en campo de batalla de Bruce Lee, Jackie Chan, Bolo Yeung y compañía: los templos budistas. El reclamo para la cineasta en esta cinta tiene que ver con el desplazamiento del humor que había caracterizado sus producciones anteriores. Iluminación Garantizada pasó a ser, el día que me toco verla, de una promesa de consolidación de la más irracional adoración, a una extrañeza que creció conforme los cuadros se proyectaban en el lienzo. El giro místico de la alemana no me convenció y me dejó más bien resentido por el cambio, que hoy veo como necesario por aquello de no hacerse previsible.
Después de este viaje al Oriente filmó, apenas el año pasado, Desnudos, una cinta que no he visto pero en la que, según amigos que ya la vieron, regresa al planteamiento de la “inexistencia-necesidad” de la vida en pareja de la humanidad a principios del siglo XXI y de los obstáculos y situaciones en las que caemos sin remedio al embarcarnos en esa búsqueda constante de “lo correcto” y “lo necesario”.
Total que el reciente sábado, después de la proyección de Hombres, la cineasta apareció por las escaleras posteriores de la sala 4 de la Cineteca Nacional. Al principio me resistía a conocerla en persona, me había hecho una imagen que al final resultó bastante acertada y poco decepcionante: una mujer de alrededor de cincuenta años; pinta de feminista recalcitrante; pelo corto y rubio, rubio, rubio; pantalones negros semiajustados; mochila de explorador, como si alguien le hubiera advertido que iba a una jungla; gafas de diseñador, italiano but of course; inglés bastante fluído; español nomás para apantallar al principio, porque después nadita; en fin, casi como me la imaginaba. Y digo casi, porque lo que nunca le hubiera colgado era la soberbia: “esta película nos costo cuatrocientos mil dólares, pero recaudamos millones y millones”; “en Alemania hay personas que han visto la película cien veces y se saben los diálogos como en un karaoke”; “me pidieron hacer un remake en Hollywood, pero me negué”; y cositas por el estilo.
Al finalizar, la paciencia porque no terminamos de ver el show completo, le pregunté a mi acompañante si de verdad será necesario que la gente que hace cosas (arte en este caso) tendría que explicarlas. ¿Qué caso tienen las entrevistas si ya se sabe lo que van a decir? ¿por qué los lugares comunes son tan, pero tan contagiosos? En fin, que la conclusión fue que la obra tendría que explicarse por sí misma.
Al final de todo, pero al final de todo, ese remake de la sensación de ver una cinta casi siempre nos deja con sensación de resaca. No hay como la primera, esperada e inexplicable primera vez. Llegué a mi sillón favorito y me tiré a leer el librito de cuentos que alguna vez adquirí ¿Qué quiere usted de mí? (Was wollen Sie von mir?) en donde Doris Dörrie vuelve a ser adorable como la autora, la artista sensible que es y que, espero, siga siendo durante mucho tiempo. Transcribo "Sin equipaje", uno de sus relatos que más me gustan:
"Sin equipaje"
Me alegré de encontrar un compartimento para mí solo. Lo primero que hice fue correr las cortinas para que no entrase nadie más. Cuando, por fin, arrancó el tren, todavía estaba solo. Me quité los zapatos y me tumbé. Quería dormir las ocho horas hasta Hamburgo. Pero no tenía monedas y ahora ellos estarían en el aeropuerto, para avisarles que había perdido el enlace con Hannover y tenía que pernoctar en Munich. Pedro no tenía monedas y ahora ellos estarían en el aeropuerto de Hannover esperando en vano a su hijo. No tenía ganas de volver a verlos, ni siquiera después de pasar dos años en América. Ni tenía ganas de estar aquí. La primera persona alemana que quería ver era Marita, que estaría en Hamburgo. No era tan insoportablemente alemana, o por lo menos, no lo era entonces. En estos dos años, yo había aprendido a reaccionar como un americano. Cuando el comandante del avión de Lufthansa habló por los altavoces, me acordé de los perros nazis de las series de televisión americana y nada más.
No; yo no quería regresar.
En Augsburg una mujer abrió la puerta del compartimento y se sentó sin decir palabra. No preguntó si estaba ocupado, ni dijo buenas tardes. Yo, molesto, me volví hacia el otro lado, pero ya no pude dormir. Me sentía observado. Me senté. La mujer tendría poco más de treinta años, la figura llena y una cara franca y bonita. Sus párpados estaban un poco irritados. Sus largos pendientes de plata oscilaban levemente con el movimiento del tren. Vi que no llevaba equipaje y eso me alivió. No debía de ir muy lejos. Apretaba el bolso como si temiera que yo se lo quitara. Cuando nuestras miradas se tropezaron ella volvió la cara. Vi que tenía gotitas de sudor en la frente.
-¿Puedo abrir la ventana? -preguntó en voz baja pero con tono firme.
“Si le contesto, es capaz de contarme su vida”, pensé.
-I'm sorry, I don't speak German.
Ella repitió la pregunta.
-Se window. Can I open?
Yo asentí. Ella se asomó. El pelo le ondeaba al viento. Hacía frío y me eché la chaqueta por encima. Ella cerró la ventana y volvió a sentarse.
Yo fui a sacar los periódicos y entonces recordé que sólo tenía periódicos alemanes. Salí al pasillo, para ver su había algún otro compartimento vacío. Todos estaban ocupados, incluso los de primera clase. Cuando volví, ella se enjugaba los ojos con el pañuelo. El sol se ponía.
Pasó un hombre con chaqueta color naranja vendiendo bocadillos y bebidas.
-One coffe, white, and salami sandwich -le dije. Él me miró sin comprender.
-Un café y un bocadillo de salami -tradujo ella-. Lo de blanco no se qué quiere decir.
-With milk-dije. Ella sonrió brevemente. Después, no hubiera podido decir si me había sonreído de verdad, porque la sonrisa se borró en seguida, como si hubiera caído un telón.
Ella miraba por la ventana inexpresivamente. Yo encendí la luz del compartimento.
-Sis is better -dijo ella, encendiendo la lámpara de lectura de encima de mi asiento y apagando la otra. Ella se quedó a oscuras. Apenas le distinguía la cara.
-You are from America?
-Yes.
-Where?
-New York.
-It's a dangerous city, no?
Me hubiera dado de bofetadas, por haberle dicho que no hablaba alemán. Ahora me contaría igualmente su vida, y en un inglés abominable.
-Yo habla un poco alemán -dije con acento americano.
-Ah, pero antes dijo...
-Es que, como hace tiempo que no lo hablo, me da vergüenza.
-Pues habla muy bien. ¿Dónde lo aprendió?
-Mis padres son alemanes.
Ella guardó silencio. Yo pedía a todos los santos que no dijera nada más.
-¿Emigrantes? -preguntó. Yo no contesté, para no liarme todavía más.
-Mi abuelo murió en un campo de concentración -me dijo-. Era comunista.
El tren paró. Ella no se apeaba. ¿Cómo puede una persona recorrer más de cuatrocientos kilómetros sin equipaje? ¡Y una mujer! El bolso era minúsculo. Allí no cabía ni un neceser.
-Yo tuve mucha suerte con mis padres, ¿sabe? Casualmente, ellos no eran nazis..., siempre me he preguntado lo que tiene que ser dejarlo todo de la noche a la mañana, sin saber si algún día volverás.
-Puede estar contenta de que hoy no ocurran esas cosas -dije. Mi falso acento americano me ponía nervioso. Sonaba barato, ignorante y estúpido.
-Pero podría volver a ocurrir.
-¿Usted cree?
De pronto se sentó a mi lado y apoyó la cabeza en mi hombro. Me era simpática por lo que había dicho. No era una alemana típica. Yo no me moví. Ella suspiró y vi caer una gota en el plástico rojo del asiento. Le rodeé los hombros con el brazo.
-¿Por qué llora?
-Prefiero no hablar de eso -dijo ella y me puso la mano en la rodilla. Yo se la oprimí. Hubieran podido tomarnos por dos enamorados.
-¿Ha venido a Alemania de vacaciones? -preguntó en un tono de conversación un poco forzado.
No me gusta hablar de mí, pero se lo conté todo. Quizá porque la había visto llorar. Con un alemán rudimentario, le conté toda mi estúpida historia de amor americana. Con el tiempo fui encontrándole el gusto a pronunciar mal, a preguntar palabras, a tartamudear.
Tuve que relatarle la historia de mis desgracias con un vocabulartio de doscientas palabras, y cuanto más hablaba más clara se me aparecía mi propia historia. Realmente, lo de Cathy fue inviable desde el principio.
-¿Y por una mujer se ha ido de su país?
-Sí -dije-, sólo por una mujer. Corazón roto.
Ella me dio un beso. Yo apagué la lámpara de lectura.
Ella extendió los asientos y convirtió el compartimento en una gran cama. Nos abrazamos, nos besamos y nos abrazamos.
Cuando desperté, durante un momento me pareció que a mi lado tenía a Cathy. Ella me acarició los párpados.
-No llores -dijo-. Hay cosas peores.
Fue a subir la cortinilla.
-No -dije yo.
-Estamos llegando.
-Me gustaría eratar siempre así. No apearnos nunca -dije.
-Eso no puede ser. -Ella rió por primera vez en toda la noche. Estábamos en Hamburgo.
Recogió los asientos y subió la cortinilla. Agarró el bolso y me miró a los ojos.
-Es que sólo salí a comprar cigarrillos -dijo.
Yo hice como si la expresión me fuera desconocida.
-Tengo tres hijos y marido. Anoche me marché de casa así... Sencillamente así. -Parecía asombrada.
Paseamos juntos por el andén. Yo quería decírselo todo, que no soy americano, que mis padres no son emigrantes, que hablo alemán, que la historia de Cathy es auténtica.
Cuando me volví, ella había desaparecido. Esperé media hora. Entonces llamé a Marita. No estaba en casa.
Me registré los bolsillos buscando un cigarrillo. Encontré un largo pendiente de plata.
-------------------------------
Más de soledades y mal entendidos:
“Mi relación más cercana es con un gato/ camino de noche adonde llegue/ prefiero conversar con mi muerte/ un largo rato.
Se supone que debo ser un alguien/ que debo hacer algo de mí mismo/ prefiero sacudirmer este sueño/ un largo rato.
Quiero que juguemos cuando vengas/ con tu pandilla de vivencias/ pero después ya no regreses/ un largo rato.
Me resulta más sencillo el silencio/ es tonto pretender que soy un sabio/ prefiero arañar algunos bluses/ un largo rato.
Hay emociones que brotan de repente/ y escriben un párrafo de vida/ prefiero creer que dicen nada/ un largo rato.”
José Cruz de Real de Catorce, “Un largo rato”, del disco Cicatrices.
El pasado sábado conocí (no en el sentido amplio de “conocer”, sino en el de simplemente asociar una imagen con determinado nombre) a la cineasta alemana Doris Dörrie, una de mis calenturas intelectuales desde hace como diez años. En sábado cinetequero daban su primer y exitoso largometraje Hombres, una exploración en clave de melodrama de la situación de “lo masculino” (cualquier cosa que eso quiera decir) en un mundo en el que las mujeres y su “empoderamiento”, incita a una reconsideración del papel del hombre dentro de un esquema que más allá de hacerse igualitario, se está convirtiendo en francamente aislatorio de los dos géneros.
Después de Hombres, Dörrie llevó a las pantallas la historia de Lisa, una treintañera en la frontera vital del no saber qué va a pasar con la vida y que, ante la ausencia de prospectos románticos que le hagan más llevadera la vida, decide tomar cursos de meditación en donde el objetivo principal es aprender a bien morir, esto es, toma clases de suicidio infalible. Una serie de personajes se atravesarán en el camino de la protagonista, sobresaliendo entre todos el de un supuesto inmigrante africano homosexual que dirige a Lisa en esa búsqueda del hombre ideal. Con magistral dirección, la artista alemana lleva las reflexiones del espectador, del mundo de seres solitarios al mundo de las probabilidades más descabelladas, del mundo de la mujer independiente y autosuficiente al mundo de las que lloran bajo las sábanas y con un miedo atroz a morir solas, del hombre supuestamente irresistible y dominante al impotente que le echa la culpa al ruido, del retorno a la normalidad deprimente al inicio de una experiencia esperanzadora. La hasta hoy, según el escribidor, ha sido su mejor película, pasó sin pena ni gloria por los circuitos culturales (ni crean que llegó a las salas comerciales), algo habrá tenido que ver el infame título del nombre de la obra: Nadie me quiere. Los que llegamos a verla en aquél Primer Festival de Verano de la UNAM en 1996, sabemos que la aseveración del título es una mentira para cualquier ser humano. Siempre hay alguien, aún en los más inesperados y recónditos lugares.
Después de Nadie me quiere y de un desalentador paso por la industria hollywoodense, Dörrie regresó a los proyectos europeos y así fue como se llevó a dos alemanes infelices con lo que su vida de oficinistas burócratas les deparaba a las mágicas tierras del lejano Oriente. Iluminación garantizada se convirtió en la obra de “reflexión seria” alrededor de la condición de lo humano en un ambiente propicio para la meditación y la puesta en perspectiva de las necesidades y las capacidades. El acierto de Dörrie consistió en la capacidad para dejar bien impresa en la pantalla el enorme contraste visual entre el Occidente más occidentalizado (que no son los EU, sino la ciudad de Tokio) y el territorio de la tradicionalidad milenaria que las cintas de la Golden Harvest de los setenta había convertido sólo en campo de batalla de Bruce Lee, Jackie Chan, Bolo Yeung y compañía: los templos budistas. El reclamo para la cineasta en esta cinta tiene que ver con el desplazamiento del humor que había caracterizado sus producciones anteriores. Iluminación Garantizada pasó a ser, el día que me toco verla, de una promesa de consolidación de la más irracional adoración, a una extrañeza que creció conforme los cuadros se proyectaban en el lienzo. El giro místico de la alemana no me convenció y me dejó más bien resentido por el cambio, que hoy veo como necesario por aquello de no hacerse previsible.
Después de este viaje al Oriente filmó, apenas el año pasado, Desnudos, una cinta que no he visto pero en la que, según amigos que ya la vieron, regresa al planteamiento de la “inexistencia-necesidad” de la vida en pareja de la humanidad a principios del siglo XXI y de los obstáculos y situaciones en las que caemos sin remedio al embarcarnos en esa búsqueda constante de “lo correcto” y “lo necesario”.
Total que el reciente sábado, después de la proyección de Hombres, la cineasta apareció por las escaleras posteriores de la sala 4 de la Cineteca Nacional. Al principio me resistía a conocerla en persona, me había hecho una imagen que al final resultó bastante acertada y poco decepcionante: una mujer de alrededor de cincuenta años; pinta de feminista recalcitrante; pelo corto y rubio, rubio, rubio; pantalones negros semiajustados; mochila de explorador, como si alguien le hubiera advertido que iba a una jungla; gafas de diseñador, italiano but of course; inglés bastante fluído; español nomás para apantallar al principio, porque después nadita; en fin, casi como me la imaginaba. Y digo casi, porque lo que nunca le hubiera colgado era la soberbia: “esta película nos costo cuatrocientos mil dólares, pero recaudamos millones y millones”; “en Alemania hay personas que han visto la película cien veces y se saben los diálogos como en un karaoke”; “me pidieron hacer un remake en Hollywood, pero me negué”; y cositas por el estilo.
Al finalizar, la paciencia porque no terminamos de ver el show completo, le pregunté a mi acompañante si de verdad será necesario que la gente que hace cosas (arte en este caso) tendría que explicarlas. ¿Qué caso tienen las entrevistas si ya se sabe lo que van a decir? ¿por qué los lugares comunes son tan, pero tan contagiosos? En fin, que la conclusión fue que la obra tendría que explicarse por sí misma.
Al final de todo, pero al final de todo, ese remake de la sensación de ver una cinta casi siempre nos deja con sensación de resaca. No hay como la primera, esperada e inexplicable primera vez. Llegué a mi sillón favorito y me tiré a leer el librito de cuentos que alguna vez adquirí ¿Qué quiere usted de mí? (Was wollen Sie von mir?) en donde Doris Dörrie vuelve a ser adorable como la autora, la artista sensible que es y que, espero, siga siendo durante mucho tiempo. Transcribo "Sin equipaje", uno de sus relatos que más me gustan:
"Sin equipaje"
Me alegré de encontrar un compartimento para mí solo. Lo primero que hice fue correr las cortinas para que no entrase nadie más. Cuando, por fin, arrancó el tren, todavía estaba solo. Me quité los zapatos y me tumbé. Quería dormir las ocho horas hasta Hamburgo. Pero no tenía monedas y ahora ellos estarían en el aeropuerto, para avisarles que había perdido el enlace con Hannover y tenía que pernoctar en Munich. Pedro no tenía monedas y ahora ellos estarían en el aeropuerto de Hannover esperando en vano a su hijo. No tenía ganas de volver a verlos, ni siquiera después de pasar dos años en América. Ni tenía ganas de estar aquí. La primera persona alemana que quería ver era Marita, que estaría en Hamburgo. No era tan insoportablemente alemana, o por lo menos, no lo era entonces. En estos dos años, yo había aprendido a reaccionar como un americano. Cuando el comandante del avión de Lufthansa habló por los altavoces, me acordé de los perros nazis de las series de televisión americana y nada más.
No; yo no quería regresar.
En Augsburg una mujer abrió la puerta del compartimento y se sentó sin decir palabra. No preguntó si estaba ocupado, ni dijo buenas tardes. Yo, molesto, me volví hacia el otro lado, pero ya no pude dormir. Me sentía observado. Me senté. La mujer tendría poco más de treinta años, la figura llena y una cara franca y bonita. Sus párpados estaban un poco irritados. Sus largos pendientes de plata oscilaban levemente con el movimiento del tren. Vi que no llevaba equipaje y eso me alivió. No debía de ir muy lejos. Apretaba el bolso como si temiera que yo se lo quitara. Cuando nuestras miradas se tropezaron ella volvió la cara. Vi que tenía gotitas de sudor en la frente.
-¿Puedo abrir la ventana? -preguntó en voz baja pero con tono firme.
“Si le contesto, es capaz de contarme su vida”, pensé.
-I'm sorry, I don't speak German.
Ella repitió la pregunta.
-Se window. Can I open?
Yo asentí. Ella se asomó. El pelo le ondeaba al viento. Hacía frío y me eché la chaqueta por encima. Ella cerró la ventana y volvió a sentarse.
Yo fui a sacar los periódicos y entonces recordé que sólo tenía periódicos alemanes. Salí al pasillo, para ver su había algún otro compartimento vacío. Todos estaban ocupados, incluso los de primera clase. Cuando volví, ella se enjugaba los ojos con el pañuelo. El sol se ponía.
Pasó un hombre con chaqueta color naranja vendiendo bocadillos y bebidas.
-One coffe, white, and salami sandwich -le dije. Él me miró sin comprender.
-Un café y un bocadillo de salami -tradujo ella-. Lo de blanco no se qué quiere decir.
-With milk-dije. Ella sonrió brevemente. Después, no hubiera podido decir si me había sonreído de verdad, porque la sonrisa se borró en seguida, como si hubiera caído un telón.
Ella miraba por la ventana inexpresivamente. Yo encendí la luz del compartimento.
-Sis is better -dijo ella, encendiendo la lámpara de lectura de encima de mi asiento y apagando la otra. Ella se quedó a oscuras. Apenas le distinguía la cara.
-You are from America?
-Yes.
-Where?
-New York.
-It's a dangerous city, no?
Me hubiera dado de bofetadas, por haberle dicho que no hablaba alemán. Ahora me contaría igualmente su vida, y en un inglés abominable.
-Yo habla un poco alemán -dije con acento americano.
-Ah, pero antes dijo...
-Es que, como hace tiempo que no lo hablo, me da vergüenza.
-Pues habla muy bien. ¿Dónde lo aprendió?
-Mis padres son alemanes.
Ella guardó silencio. Yo pedía a todos los santos que no dijera nada más.
-¿Emigrantes? -preguntó. Yo no contesté, para no liarme todavía más.
-Mi abuelo murió en un campo de concentración -me dijo-. Era comunista.
El tren paró. Ella no se apeaba. ¿Cómo puede una persona recorrer más de cuatrocientos kilómetros sin equipaje? ¡Y una mujer! El bolso era minúsculo. Allí no cabía ni un neceser.
-Yo tuve mucha suerte con mis padres, ¿sabe? Casualmente, ellos no eran nazis..., siempre me he preguntado lo que tiene que ser dejarlo todo de la noche a la mañana, sin saber si algún día volverás.
-Puede estar contenta de que hoy no ocurran esas cosas -dije. Mi falso acento americano me ponía nervioso. Sonaba barato, ignorante y estúpido.
-Pero podría volver a ocurrir.
-¿Usted cree?
De pronto se sentó a mi lado y apoyó la cabeza en mi hombro. Me era simpática por lo que había dicho. No era una alemana típica. Yo no me moví. Ella suspiró y vi caer una gota en el plástico rojo del asiento. Le rodeé los hombros con el brazo.
-¿Por qué llora?
-Prefiero no hablar de eso -dijo ella y me puso la mano en la rodilla. Yo se la oprimí. Hubieran podido tomarnos por dos enamorados.
-¿Ha venido a Alemania de vacaciones? -preguntó en un tono de conversación un poco forzado.
No me gusta hablar de mí, pero se lo conté todo. Quizá porque la había visto llorar. Con un alemán rudimentario, le conté toda mi estúpida historia de amor americana. Con el tiempo fui encontrándole el gusto a pronunciar mal, a preguntar palabras, a tartamudear.
Tuve que relatarle la historia de mis desgracias con un vocabulartio de doscientas palabras, y cuanto más hablaba más clara se me aparecía mi propia historia. Realmente, lo de Cathy fue inviable desde el principio.
-¿Y por una mujer se ha ido de su país?
-Sí -dije-, sólo por una mujer. Corazón roto.
Ella me dio un beso. Yo apagué la lámpara de lectura.
Ella extendió los asientos y convirtió el compartimento en una gran cama. Nos abrazamos, nos besamos y nos abrazamos.
Cuando desperté, durante un momento me pareció que a mi lado tenía a Cathy. Ella me acarició los párpados.
-No llores -dijo-. Hay cosas peores.
Fue a subir la cortinilla.
-No -dije yo.
-Estamos llegando.
-Me gustaría eratar siempre así. No apearnos nunca -dije.
-Eso no puede ser. -Ella rió por primera vez en toda la noche. Estábamos en Hamburgo.
Recogió los asientos y subió la cortinilla. Agarró el bolso y me miró a los ojos.
-Es que sólo salí a comprar cigarrillos -dijo.
Yo hice como si la expresión me fuera desconocida.
-Tengo tres hijos y marido. Anoche me marché de casa así... Sencillamente así. -Parecía asombrada.
Paseamos juntos por el andén. Yo quería decírselo todo, que no soy americano, que mis padres no son emigrantes, que hablo alemán, que la historia de Cathy es auténtica.
Cuando me volví, ella había desaparecido. Esperé media hora. Entonces llamé a Marita. No estaba en casa.
Me registré los bolsillos buscando un cigarrillo. Encontré un largo pendiente de plata.
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Más de soledades y mal entendidos:
“Mi relación más cercana es con un gato/ camino de noche adonde llegue/ prefiero conversar con mi muerte/ un largo rato.
Se supone que debo ser un alguien/ que debo hacer algo de mí mismo/ prefiero sacudirmer este sueño/ un largo rato.
Quiero que juguemos cuando vengas/ con tu pandilla de vivencias/ pero después ya no regreses/ un largo rato.
Me resulta más sencillo el silencio/ es tonto pretender que soy un sabio/ prefiero arañar algunos bluses/ un largo rato.
Hay emociones que brotan de repente/ y escriben un párrafo de vida/ prefiero creer que dicen nada/ un largo rato.”
José Cruz de Real de Catorce, “Un largo rato”, del disco Cicatrices.
martes, julio 12, 2005
El discreto encanto de la biografía
Viaje a través de lo improbable o la Odisea de Ramón Álvarez—Buylla.
Un mundo le es dado al hombre;
su gloria no es soportar o despreciar este mundo,
sino enriquecerlo construyendo otros universos.
Mario Bunge
Desde muy joven me han fascinado las películas de seres con trastornos mentales y asesinos psicópatas. No podía resistir observar con una atención desmesurada la forma metódica en la que estos hombres llevaban a cabo sus planes, me parecían más brillantes e inteligentes que los detectives que al final lograban atraparlos. Mi fascinación por todos esos personajes me llevó a plantearme dos opciones profesionales: por un lado podría seguir el camino de la psicología con sus teorías del comportamiento y la justificación de las acciones de los hombres a partir de la convivencia con sus semejantes; por el otro, podía intentar escudriñar los misterios del órgano rector de las emociones y del complejo sistema que daba forma a las acciones que ocurrían en la realidad, esto es, involucrarme en la fisiología médica.
Al final elegí ésta última y no tardé en darme cuenta de que la misión encomendada a esa parte de la ciencia no estaba dirigida exclusivamente a elaborar complicadas teorías dirigidas a explicar el comportamiento criminal, esto es, mi interés particular. La misión de esta particular forma de conocimiento estaba dirigida a salvar vidas y a intentar reducir o eliminar el dolor de las personas. Con el tiempo, los videos didácticos de operaciones fisiológicas y las explicaciones de maestros excepcionales, me parecieron igual de apasionantes que las cintas de detectives y los monstruos humanos retratados en pantalla. Hice de la fisiología y de la práctica médica, una auténtica vocación.
Vocación que me llevaba, a mi mediana edad, a frecuentar los congresos científicos que se realizaban acerca de nuestro campo de conocimiento con cierta regularidad. En uno de esos congresos nacionales fue donde conocí a uno de los hombres que más han modificado mi forma de ver la vida: don Ramón Álvarez—Buylla. El encuentro fue por completo fortuito y para nada carente de ese azar con el que los misteriosos manejos del universo suelen sorprendernos a menudo. Más aún, ni siquiera hubo contacto directo, esto es verbal o físico, con el genial científico, fue, como dije anteriormente, una obra maestra del azar y una evidencia de las acciones que se manifiestan en los caminos que no podemos discernir y que cruzan constantemente nuestra vida.
Caminaba por uno de los pasillos de aquél encierro que nos imponía el desarrollo del congreso, por momentos placentero y por momentos una miserable pérdida de tiempo, cuando vi a un hombre alto y con un acento intermedio entre el habla ibérica y el acento mexicano. Es decir, una forma de hablar que revelaba un origen hispano pero que también dejaba en evidencia un largo tiempo de vida en México. Discutía con otro hombre, al que había visto momentos antes en una mesa redonda y que formaba parte del comité científico gubernamental que se encargaba de elegir las opciones de financiamiento de las investigaciones en nuestro país. El miembro del comité le estaba diciendo que había sido degradado de su nivel como investigador, que de no ser por su intervención como miembro del comité, la sanción habría sido mayor.
El hombre se mostró en principio anonadado, completamente sorprendido, para después lanzarse en improperios contra aquella decisión. No podía entender cómo había ocurrido aquello y cómo el comité no había tomado en cuenta todo el trabajo de organización que había tenido que realizar a su llegada a la universidad que ahora representaba, la Universidad de Colima, ni del trabajo de orientación que estaba realizando con un grupo de jóvenes que se perfilaban como la nueva sangre de la investigación médica en el país. El miembro del comité argumentó que la reducción de nivel en el Sistema Nacional de Investigadores se debía a que tenía algún tiempo que no publicaba los avances que tenía en sus trabajos. Al oír esto, simplemente se dio vuelta y comenzó a caminar con una mujer que debía ser, sin lugar a dudas, su esposa y con otro participante del congreso.
Picado por la curiosidad decidí seguir al trío que para este momento llevaban una animada plática. El hombre aseguraba que se daría de baja en el SNI mientras su esposa y el otro hombre trataban de calmarlo y de persuadirlo de tal decisión. El científico movía la cabeza de un lado para otro y profería palabras ininteligibles desde el lugar en el que yo estaba. De repente, el hombre reparó en mi presencia y en la atención que prestaba a su plática. Pillado en mi actitud de chismoso ocasional intenté sonreír sin conseguirlo. El hombre relajó su rostro pero me lanzó una mirada que, sin lugar a dudas, quería decir algo como “¿qué chingados está mirando?” Lo vi dirigir unas cuantas palabras a su esposa y a su amigo para, acto siguiente, dirigirse al sanitario.
Me pareció excesivo en ese momento seguirlo y pedirle disculpas por mi intromisión tan poco discreta en su plática, así que regresé al auditorio en donde estaba a punto de iniciar nuevamente las conferencias. En el camino me encontré a un compañero de profesión que tenía dos años impartiendo cátedra en los Estados Unidos y le conté, intentando poner un poco de humor, la escena que recién había atestiguado. Le dije que me parecía excesiva la reacción del investigador y que no se podía justificar. En ese momento, el trío que se había quedado en el pasillo ingresaba al auditorio. Le señalé a mi amigo la figura del científico. Volteó a verme sorprendido.
— Lo degradaron de nivel ¿a él?
— Sí, ¿por qué te sorprende?
— Pero si es don Ramón Álvarez—Buylla.
Mi rostro no se inmutó, era evidente que el nombre no me era familiar. En ese momento mi amigo comenzó a enlistar una serie de frases de las que yo sólo logré atrapar palabras sueltas porque los encargados del sonido dentro de la sala hacían gala de su incapacidad. La muchedumbre que entró al auditorio al escuchar que la actividad se reiniciaba nos separó totalmente. Además de las palabras sueltas que después recordé: exilio, Asturias, URSS, Rosenblueth, entre otras, se me quedó marcada la última frase de mi amigo.
— ¿Sabes algo de la preparación del corpúsculo de Pacini?
— Por supuesto, Werner Lowenstein escribió bastante sobre eso.
— No fue Lowenstein en principio, fue él.
Mi amigo señalaba al interior de la sala en donde a duras penas se distinguía la figura del científico que momentos antes se encontraba fuera de sí al conocer la decisión del comité científico y que ahora prestaba una total atención a la exposición que se llevaba a cabo en ese instante. Su rostro mostraba una concentración total, un ansia de comprender los conceptos que los altavoces expandían sobre el público presente, a intervalos asentía con su cabeza que aún conservaba bastante cabellos y a ratos fruncía el ceño como un gesto de evidente desacuerdo. Una voz me sacó de tal observación, mi ponencia se había adelantado por la ausencia de otro investigador. Volteé a mirar nuevamente al científico que acomodaba sus gafas sobre el puente de la nariz y leía atentamente la versión escrita de la conferencia en la que se encontraba. Fue la última imagen, y la única en vida, que tuve de él. Lancé un suspiro y me dirigí a preparar mi participación.
Todo lo anterior no significaría más que una anécdota destinada a quedar sepultada en el olvido sino fuera porque algunos años después me habló mi amigo de Estados Unidos para decirme que llegaba a México y que esperaba que nos viéramos. Le dije que sería un placer hacerlo y me ofrecí a recogerlo en el aeropuerto. Al llegar y después de los abrazos y de las preguntas obligadas acerca de la familia y el destino de conocidos comunes, le pregunté del por qué de su visita tan intempestiva. Me dijo que iba a participar en un homenaje póstumo que el Ateneo Español le ofrecía a Don Ramón Álvarez—Buylla. Tuve que hacer un esfuerzo para relacionar el nombre con la imagen del científico que había conocido azarosamente en aquél congreso. En esa ocasión no perdí oportunidad de preguntarle algunas cosas acerca de la vida de tal personaje. Me sorprendió su respuesta.
—No puedo responder a todas tus dudas por completo. Tengo casi todas las referencias de sus trabajos y conozco a grandes rasgos las aportaciones que realizó en su campo de estudios. Pero de su vida privada conozco muy poco: palabras sueltas, anécdotas sin contexto, en fin. Sé que nació en España y que vivió algún tiempo en la antigua URSS. Que trabajó en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas (ENCB) del Politécnico y en el Instituto Nacional de Cardiología con el Dr. Rosenblueth. Creí que por tu trabajo de tesis acerca de la regulación de la glucosa habías consultado alguno de sus trabajos.
— Pues, de hecho, no lo hice.
— No importa, aquí traigo una copia de uno de sus textos referidos al tema. Creí que podría interesarte.
Tomé el legajo de fotostáticas que mi amigo me ofrecía y lo hojeé despreocupadamente. Dejé a mi colega en el hotel ante su negativa de acudir a mi casa. Dentro de un taxi y de camino a mi departamento comencé a leer el trabajo del maestro. A pesar del año en el que había sido publicado (1951), contenía grandiosas intuiciones y descubrimientos interesantísimos. Llegué hasta mi escritorio y devoré con deleite las páginas de apretada tipografía que iluminaban con sus razonamientos algunos huecos que yo no había podido resolver en mi tesis. La madrugada me sorprendió releyendo el texto y comparando las tesis expuestas con otros trabajos posteriores. No cabía duda, Álvarez—Buylla había sido pionero y constructor de nuevas formas de entender la manera en como el cuerpo humano reacciona. A pesar de tener mis recelos con respecto a las teorías pavlovianas, los experimentos de don Ramón me parecían de una claridad espeluznante.
Por la pasión con la que había abordado el texto, casi se me olvida que había prometido recoger a mi amigo y acompañarlo a su conferencia. Cuando pasé por él ya estaba desayunando en el restaurante del hotel y me pidió que lo acompañara. No podía ocultar mi emoción por el descubrimiento del trabajo del homenajeado. Mi amigo solamente sonreía.
— Pues si te parece interesante su trabajo como científico, más apasionante te parecerá su vida. Dicen que hay material para escribir unas cuantas novelas basadas en sus aventuras.
— ¿Y sería una buena novela?
— Sería excelente.
Salimos con el tiempo suficiente para llegar al Ateneo caminando. Mi amigo me contó que su sorpresa ante los descubrimientos de don Ramón habían sido similares.
— Lo conocí mientras tomaba mis clases de maestría en lo que hoy es el Cinvestav (Centro de Investigación y de Estudios Avanzados). Era uno de los maestros más respetado por la rigidez con la que conducía su clase y por la brillantez con que transmitía sus conocimientos. Nunca se desesperó ante una pregunta de sus alumnos ni creyó que alguna duda en nosotros se derivara de la necedad o la falta de entendimiento. Todas las dudas tenían validez, algunas podían dirigir la atención hacia elementos que no habían sido considerados. Era un cirujano sorprendente, de una limpieza en los cortes y de una inventiva capaz de transformar aparatos anodinos en herramientas capaces de convertirse en una fuente de datos impresionante. Creo que como maestro fue uno de los mejores, sino el mejor, que he tenido. Mira, hemos llegado.
La vista del edificio era magnífica en ese día. Sería por la cantidad de gente que se juntaba, se reconocía, se recordaba mutuamente. El evento resultó una serie de reconocimientos sinceros hacia la obra del maestro muerto hacía poco tiempo y de la recuperación de los recuerdos que le garantizaban al singular científico un lugar en el corazón de los ahí reunidos. Pasear por los pasillos y las escaleras del edificio, era estar expuesto a una cantidad de elogios que, por el tono y la vehemencia con que eran expresados, no podían ser gratuitos o fingidos. Los fragmentos de las conversaciones quedaban retumbando en la cabeza el tiempo suficiente como para que no pareciera distinta de la que le seguía:
— Era un hombre con una visión enorme, que igual podía poner atención a un problema en conjunto que detenerse en los detalles que cuestionaban las observaciones generales. Era lo que podría decirse, un descubridor, es decir, no un continuador redundante de campos ya estudiados, sino un impulsor de nuevas soluciones a problemas planteados...
— Es una pena todo esto. Ramón siempre fue un buscador incansable de la verdad y un generador y transmisor de conocimiento. Siempre creyó que los logros científicos individuales no eran más que aportaciones al saber colectivo. Nunca se pensó a sí mismo como un ser egoísta cerrado a exponer opiniones o a contradecir supuestos. Mostraba sin recelo los avances que había logrado en sus estudios, no importándole que después esas intuiciones le fueran arteramente plagiadas...
—Amaba su historia, sus orígenes, su identidad. Probablemente hubiera alcanzado la fama si no hubiera dado preponderancia a las revistas en las que publicó sus trabajos. Revistas latinoamericanas por sobre las solicitudes de revistas extranjeras que le pedían los avances de sus investigaciones. En ese sentido, siempre fue un hombre orgulloso del conocimiento generado en esta tierra...
— Es cierto que tenía su carácter, quién lo puede negar. Pero sin ese carácter y esa disciplina impuesta a sí mismo para realizar sus experimentos científicos, tal vez no hubiera obtenido los resultados que obtuvo. A pesar de su genio, nunca perdía la oportunidad de establecer una buena conversación con quien estuviera interesado en sostenerla, igual con sus colegas que con el vendedor de periódicos o con el conserje del instituto. Nada le parecía insignificante, ni indigno de atención...
— No se le conoció militancia política. Siempre se andaba riendo de las tarugadas que los políticos hacían en nombre del bien común, risa que se transformaba en coraje porque la candidez de los funcionarios se transformaba la mayoría de las veces en cinismo expreso. Sin embargo, nadie le puede colgar ninguna etiqueta más allá que la de hombre cabal, sin militancias, sin compromisos más que con el conocimiento...
— Fue un buen padre y un buen marido, atento, amoroso. Mucho más que eso, o por eso mismo, fue más que un maestro y científico genial, un excelente ser humano...
La voz me parecía conocida, al volver el rostro miré a la mujer que años atrás acompañaba al científico en el mencionado congreso. Era su esposa, Elena Roces. Parecía haberse llenado con la vitalidad de su marido, atendía a todos y para todos tenía alguna palabra o algún gesto que delataba el afecto que las personas que la saludaban habían tenido para su esposo y para la familia en general. Parecía como si desde el fondo de la mirada serena de Elena, don Ramón mandara parabienes a todos los que aún lo recordaban.
Estaba en estos pensamientos cuando la mano de mi amigo sobre el hombro me avisó que nos teníamos que marchar. El camino hacia su hotel fue un apasionante diálogo acerca de los temas médicos que Álvarez—Buylla había tratado. Además de su trabajo sobre la regulación de la glucosa en el cuerpo había trabajado con el corpúsculo de Pacini, un mecanorreceptor encapsulado, mismo que don Ramón había ubicado en el mesenterio del gato; pero lo que más le impresionaba a mi interlocutor era el trabajo desarrollado por el maestro para sustituir la hipófisis por glándula salival, un logro que no le fue reconocido sino después de mucho tiempo y que, aún así, era visto con recelo a pesar de las demostraciones contundentes.
Conversando animadamente llegamos a la puerta del hotel y nos despedimos. Un fuerte abrazo y deseos sinceros sellaron nuestro encuentro en aquél nuevo descubrimiento para mí. Él prometió enviarme todo el material que tuviera de don Ramón y yo le prometí tener una correspondencia continua para informarle de las nuevas que ocurrían en este país. No le aseguré buenas noticias, pero si le aseguré que lo mantendría al tanto. Lo vi subir al ascensor para llegar a su cuarto, las puertas corredizas se sellaron y yo metí mis manos en el saco que en ese momento era inútil ante el frío inclemente de la noche. Me introduje en el mismo taxi que nos había traído y desaparecimos al doblar la esquina en el intrincado laberinto de la ciudad de México.
En busca del pasado perdido: los primeros años.
Algunos meses después del homenaje a don Ramón ya había devorado toda la literatura que sus trabajos sobre fisiología me habían ofrecido. Mi amigo había cumplido su promesa y ahora tenía sobre mi escritorio una cantidad de textos esparcidos, subrayados y releídos que habían salido mágicamente de un paquete de correo. Mi colega tenía razón, sus investigaciones médicas me habían impresionado y dejado un agradable sabor de boca y una refrescante contribución al cerebro. Lo que me intrigaba ahora, eran otras cosas. ¿Cómo era posible que un hombre cosechara tantos buenos recuerdos y elogios en personas tan dispares? ¿Quién había sido ese hombre que ocasionaba que hombres duros en apariencia se les quebrara la voz al hablar de él? ¿Cómo había sido la vida del hombre, más que del científico?
Todas las preguntas rebotaban en mi cabeza y la curiosidad crecía a cada momento. Decidí investigar por mi cuenta con resultados desastrosos: no pude encontrar más que fichas técnicas donde se mencionaba los lugares en los que había trabajado en México, algunos de sus textos publicados y, cuando más, su fecha de nacimiento. Me parecía una pérdida de tiempo todo aquello. Tal vez el pasado de aquél hombre estaba condenado a quedar para siempre oculto. Entonces tuve una idea. Sabía que don Ramón había llegado a México procedente del extranjero. En alguna oficina gubernamental tenían que existir datos de aquél arribo. Me comuniqué con un amigo que tenía en Migración para pedir si podía revisar sus archivos en busca del nombre que le pedía. Me dijo que tal vez le llevaría algún tiempo. Esperé con impaciencia durante tres días y, cuando pensaba que todo había sido en vano, el teléfono sonó y escuché la voz de mi contacto decirme que había encontrado las referencias que le pedía pero que estaban en los archivos viejos, esto es, que no estaban en el sistema electrónico, por lo que tendría que consultar el expediente en papel. Salí casi corriendo hacia las oficinas en las que estaban los libros, saludé con impaciencia a mi amigo a pesar de no haberlo visto en mucho tiempo y con manos temblorosas tomé el fólder viejo de cartulina amarillenta y hojas escritas a máquina y con olor a rancio. Mi amigo me pidió un café y me dejó su oficina en lo que revisaba el expediente. El expediente constaba de dos hojas con información miserable. De lo rescatable, decía que había nacido el 22 de junio de 1919 en Oviedo, Asturias, donde había recibido el nombre de Ramón Álvarez—Buylla de Aldana. Los nombres de sus padres: Arturo Álvarez—Buylla Godino y Blanca de Aldana. Llegó a América a través de Baltimore y Nueva York en los Estados Unidos. Asimismo, solicitaba radicar en México por cuestiones políticas. La fecha del documento, además, estaba borrosa, marcaba algún día de enero de 1947, esto es, tiempo después de haber finalizado la Segunda Guerra.
Le di vueltas al documento intentando encontrar alguna cosa más. Mi insistencia se vio recompensada con un nombre y una dirección. En el espacio que señalaba “Persona conocida en el país”, estaba el nombre de un tal Pablo E., un número telefónico de cinco cifras y una dirección en la colonia Roma. Anoté sin gran convicción la dirección esperanzado de que Pablo E. continuara vivo. Salí de la oficina dejando el fólder sobre el escritorio de mi amigo y avisándole a su secretaria que no lo podía esperar. Salí del edificio federal con menos entusiasmo que con el que había entrado.
Tenía toda esa tarde libre, así que decidí darme una vuelta por la dirección de 1947 de Pablo E. como una forma de confirmar que era imposible que siguiera habitando el mismo sitio. La vida le reserva a uno sorpresas, al llegar a la casa enunciada en la dirección, pude ver que estaba lo suficientemente vieja y descuidada como para que tuviera más de cincuenta años. Jalé la campanilla y esperé, después de casi diez minutos, volví a mover el cordón. Justo cuando me disponía a retirarme convencido de la inutilidad de tal espera, los goznes de la puerta rechinaron y le abrieron paso a un anciano que entrecerrando los ojos por la luz que le pegaba de frente trataba de ver quién estaba en el quicio de su puerta. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la luz de la calle, se atrevió a preguntar.
— ¿Quién es?
Me pareció inútil decirle mi nombre.
— Un amigo de don Ramón Álvarez—Buylla.
El viejo pareció desconcertarse un momento, después siguió avanzando hacia la puerta exterior y fijó sus ojos cafés en mi persona.
— Eres muy joven para ser amigo de Ramón.
— En realidad, soy un estudiante de fisiología y estoy haciendo un trabajo sobre el doctor y creí que usted podría ayudarme.
— No soy médico, además, tiene muchos colegas que podrían explicarte mejor lo que quieres saber.
— Es que no es sobre su trabajo, sino sobre su vida.
— Y qué voy a saber yo de su vida. Pregúntale a él.
— No puedo. Ha muerto.
Hasta ese momento me di cuenta de lo que había hecho. Aquél anciano creía que su amigo (si es que lo era) seguía vivo y le estaba fastidiando la merienda. Cuando escuchó la noticia emitida con tan poca diplomacia, pareció estremecerse para después sólo abrir la puerta y darse la vuelta. Me quedé parado sin saber qué hacer.
— ¿Vas a pasar o te vas a quedar allí como idiota?
La respuesta era obvia. En el interior de la casa flotaba un olor a rancio, como si la luz del sol no hubiera entrado ahí hacía mucho tiempo. Traté de ubicar la presencia de alguna otra persona en aquella casa pero parecía que aquél hombre vivía solo. Me señaló un sillón de diseño antiguo que se conservaba bastante bien. Desapareció tras de una puerta y regresó trayendo en sus manos una botella de anís y dos vasos. Mientras tanto, yo husmeaba con mi vista todos los rincones del cuarto, en la penumbra pude distinguir un bodegón que colgaba sobre un comedor que parecía no había sido utilizado en mucho tiempo; más allá un altar con dos veladoras prendidas cuyo humo había llenado el techo de un negro que se veía imposible de desaparecer; fotografías que no decían nada hasta que mi vista topó con una que parecía haber salido de algún libro de texto: Francisco Franco Bahamonde mirando a la cámara desde un punto indefinible en el tiempo y abrazando al que parecía un cadete recién graduado de la academia. El viejo miraba divertido mi curiosidad.
— Es mi padre.
Mis ojos se fijaron estupefactos sobre su rostro surcado de arrugas. El acento era inconfundiblemente ibérico.
— Franco no, el que está a su lado. Se llamaba Rubén Etchegaray. Pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Cómo supo dónde vivía o qué le hace creer que yo sé algo de la vida de Ramón?
— Porque cuando el doctor llegó a México dio su dirección como referencia personal. Está en los archivos de Migración.
— Debí suponerlo, a esos cabrones no se les escapa nada. Está bien. ¿Qué quiere saber sobre Ramón?
¿Qué quería saber sobre Ramón Álvarez? Era una pregunta que me había hecho muchas veces pero que nunca había podido contestar a cabalidad. Quería saber cómo había sido su niñez, cuál era la razón por la que salió de España, cómo llegó a México. En fin, todo lo que pudiera averiguar.
— No lo sé a ciencia cierta. Tal vez podríamos empezar por cómo lo conoció.
El viejo lanzó un suspiro hondo, como si se dispusiera a hacer un largo viaje hacia lugares en el tiempo de los cuales había decidido desterrarse voluntariamente.
— Conocí a Ramón en Oviedo. Cuando niños. Los niños de la escuela le hacíamos burla porque era hijo único y sus padres lo consentían bastante. Don Arturo, su padre, me estimaba aunque no tuviera las mismas ideas que el mío. Nuestros padres eran amigos aunque la política los distanció durante algún tiempo. El padre de Ramón abrazó la causa equivocada en ese momento. A Ramón le gustaba mucho el fútbol ¿sabe?, era buen jugador y se enorgullecía de eso. El caso es que sólo pudimos convivir durante poco tiempo, ya que sus padres se mudaron, primero a Madrid y después a Tetúan, en el África. Don Arturo era un hombre liberal que se había unido al proyecto de la República, su compromiso era tal que estuvo como alto comisario en Marruecos. Mientras tanto, Ramón crecía de manera normal, como cualquier chico español. Estudios en colegios católicos. Cuando terminó la preparatoria aseguraba que ingresaría a la facultad de medicina en Madrid. Sin embargo, siempre tenía tiempo para regresar a su tierrina. Volvía a Asturias como si la tierra le enviara un mensaje cifrado en el viento que él siempre atendía. Era un buen país, una buena tierra llena de buena gente. Sin aquello, todo habría sido distinto para nosotros.
— ¿Sin aquello?
— La guerra, muchacho, siempre la maldita guerra. A Ramón le sorprendió la guerra civil en Tetúan junto con su familia. El Tercio, franquistas por supuesto, los pusieron presos a mediados del 36. Los franquistas, que sabían del valor de don Arturo, le ofrecieron colaborar con ellos. Obviamente se negó. Así que lo encarcelaron en la prisión del Monte Hacho, en Ceuta y a doña Blanca la recluyeron en un convento. Todo esto lo supimos porque mi padre intentó que su amigo no corriera con tan mala suerte.
— ¿Lo logró?
— No, a don Arturo lo fusilaron casi un año después de su aprehensión, el 16 de marzo de 1937. Allí mismo en la cárcel.
— ¿Cómo es que recuerda la fecha?
— Fue un día antes del día de San Patricio... un día antes de que mi padre muriera en las trincheras de la ciudad.
Guardé silencio ante la revelación, don Pablo le dio un trago grueso a su anís y levantó la vista. No pude evitar la pregunta.
— ¿Y doña Blanca?
— Corrió una suerte diferente. Gracias a la intermediación de la Cruz Roja Internacional logró ser canjeada por otros prisioneras y llegar a México.
— Con Ramón.
— No, Ramón logró escapar antes a Tánger, una ciudad con estatuto de puerto internacional desde 1923. No se sabe cómo llega a España y se enrola en la columna de Galán, la leyenda del Quinto Regimiento. Sin embargo, no permanece en el frente mucho tiempo, a pesar de sus deseos. Los amigos de su padre, saldando la deuda de su pérdida, lo retiran del campo de batalla.
— ¿Y ya no combatió?
— Era difícil imponerle algo a aquél muchacho. Entonces tenía solamente 17 años. Se unió al grupo de adiestramiento para aviación, quería seguir los pasos de su padre. Miente sobre su edad al médico a cargo, don Dionisio Nieto, que también estuvo en México, para ser aceptado en el grupo. Como así ocurre, pasa un tiempo en Sabadell en Cataluña aprendiendo a pilotear aviones soviéticos con maestros soviéticos. Debió ser difícil para él tener todas esas responsabilidades a tan corta edad.
— ¿Y después?
— ¿Después? Después nada. No volví a saber de él hasta que llegó a México. De hecho aquí nunca nos vimos. Supongo que por una decisión acertada. Sabíamos que si nos volvíamos a ver tendríamos el impulso de reprocharnos mutuamente lo que había sucedido, y sin razón. Nadie tenía la capacidad de parar aquella locura desde el momento en que se desató. Ni nosotros, ni nuestros padres, nadie.
El anciano guardó silencio por un momento y después apuró lo que restaba del anís que se calentaba en sus manos. Sacó un reloj reluciente del bolsillo de su chaleco de lana y volteó a mirarme. Era tiempo de irme. Le agradecí todo lo que me había dicho y le estreché la mano. Estaba fría, como la de un muerto.
— Espera —me dijo mientras se introducía a uno de los cuartos de la casa y se oía que abría un cajón— si quieres saber qué es lo que pasó con Ramón después, esta persona te puede ayudar. Vino hace algunos años a preguntar cosas sobre Ramón, igual que tú. Aunque supongo que con distintas razones.
Me extendió una tarjeta amarillenta en la que se veía un nombre impronunciable junto a un teléfono, sin ninguna dirección.
— Y ten cuidado muchacho. Si persigues fantasmas, ten bien claro qué hacer cuando los encuentres.
Volví a agradecerle a don Pablo y salí de su casa. El airecillo helado hizo que un escalofrío recorriera toda mi espina dorsal enervando los poros de mi piel. Al llegar a la primera lámpara con luz decente volví a sacar la tarjeta y a intentar leer el nombre: Alikoshka Goliadkin. Era un buen nombre para cualquier fantasma.
Como no ser comunista y no morir en el intento: los años en Rusia.
De regreso en casa, y después de una noche de sueño inquieto, decidí revisar lo que había en el teléfono de la tarjeta que don Pablo me había entregado, pero cada vez que lo marcaba, una voz femenina indicaba en una grabación que el número estaba mal marcado o no existía. Decidí recurrir nuevamente a mi contacto en Migración. Después de disculparme por la salida violenta de la vez anterior y una vez asegurándome de que podía pedirle un nuevo favor, le planteé el asunto que me llevaba a llamarlo por segunda vez en tan corto tiempo. Había un tipo, ruso seguramente, que vivía o había vivido en México. Necesitaba saber cómo contactarlo. Mi amigo me pidió el nombre, se lo di y dijo que me llamaría en cuanto tuviera alguna información. Le agradecí y me dispuse a esperar otros cuantos días en lo que se encontraba alguna información.
Grande fue mi sorpresa cuando escuché que el teléfono sonaba a los veinte minutos y escuché la voz de mi cómplice en aquella búsqueda desenfrenada.
— Lo tengo. Este fue más fácil. Es un pez grande al que hemos estado vigilando lo menos desde hace unos quince años. Llegó después de lo de Gorvachov y lo de la independencia de las repúblicas que formaban la URSS. Por mucho tiempo hemos sospechado que realiza tareas de espionaje con los ciudadanos ex—soviéticos asilados en nuestro país. Tiene buenas referencias como agente de la KGB antes de que se disolviera en 1991. Aquí trabaja como traductor en la embajada rusa y como profesor de historia contemporánea en la Universidad Hispanoamericana. Tengo aquí su dirección y su número telefónico. ¿Los quieres?
— Por supuesto.
El hombre que podía seguir desentrañando los misterios de la vida de Álvarez—Buylla, vivía acompañado de una chica cubana en un departamento amplio de la colonia del Valle. Cuando le solicité la cita, lo traté como maestro, a fin de que creyera, sin que yo tuviera necesidad de aclarárselo, que el asunto era académico. Nos vimos una viernes por la tarde en un edificio desde el cual podíamos ver el reloj del Parque Hundido, los corredores acompañados de sus perros y los besos furtivos de los novios que se creían a salvo de miradas indiscretas.
— Y ¿cuál es el asunto acerca del cual desea consultarme?
— Acerca de la vida en la Unión Soviética del doctor Ramón Álvarez—Buylla.
— ¿Perdón?
— Un exiliado español que llegó a México en 1947, al cual su país entrenó como piloto de guerra, pero que terminó como médico. ¿Paradójico verdad? En fin, un hombre al que ustedes siguieron vigilando durante su estancia en este país.
El hombre de constitución gruesa, ojos café claros, cabello inexistente y dueño de un acento inconfundible, me miró de arriba abajo por un momento y después se puso de pie, mientras encendía un puro cuyo olor siempre me ha parecido nauseabundo.
— Discúlpeme señor. Mi campo es el de la historia contemporánea, no el de las novelas de espionaje. Ahora, si su visita no tiene nada que ver con algún requerimiento académico, le pediré que se retire de mi casa. No recuerdo el nombre que menciona, porque, de hecho, no tendría porque recordarlo.
No sería fácil hacer hablar a aquél tipo. En lo que diplomáticamente me echaba de su casa, seguramente había catalogado y explorado todas las posibilidades acerca de mi identidad. Decidí ser un poco más abierto, sólo un poco más.
— Discúlpeme profesor Goliadkin, no quise molestarlo de esa manera. Verá, soy un estudiante de doctorado en fisiología de la UNAM. El doctor que le he mencionado es uno de los científicos más brillantes en lo que se refiere a mi área. He decidido hacer una investigación biográfica acerca de él. Como pasó algún tiempo en la antigua URSS, creí que una persona como usted, esto es, un observador crítico de la historia contemporánea podría ayudarme.
— ¿Y quién le dijo que yo era la persona adecuada?
— Su embajada nos lo recomendó ampliamente, según ellos es usted un excelente historiador y uno de los mejores traductores con que cuentan.
Sonreí, era mejor parar con los elogios antes de que sonaran falsos e interesados. Alikoshka me miró con curiosidad disimulada, su esposa estaba en el marco de la puerta y lo veía, él le hizo una señal y ella desapareció.
— ¿Cómo dijo que se llamaba este hombre?
— Álvarez—Buylla. Perdón, Ramón Álvarez—Buylla de Aldana.
— Bulanov Roman.
— ¿Qué?
— En Rusia su nombre era Bulanov Roman. Después de que tuvimos que salir de España, los camaradas ahí destacados llevamos con nosotros a un grupo de jóvenes que estaban aprendiendo a pilotar aviones. Bulanov estaba con ellos. En ese entonces era asistente de un instructor de vuelo, era joven pero recuerdo todo lo que sucedió. Fue una de las experiencias más agobiantes que conozco. Para franquear las fronteras, los españoles tenían que declarar un nombre ruso y mantener la boca cerrada a fin de que todos pudiéramos estar a salvo. Salimos de Sabadell en España secretamente e iniciamos un recorrido para nada turístico por todo el este europeo. Llegamos a El Havre, en la desembocadura del Sena, de esos astilleros nos embarcamos hacia Leningrado, hoy San Petersburgo. Para llegar hasta ahí cruzamos los gélidos mares del norte de Europa. Pero no era nuestro destino final, de Leningrado recorrimos en ferrocarril, toda la llanura del Don hasta llegar a Rostov, otro puerto en el Mar Negro. De Rostov, recorrimos por tierra hasta el puerto de Majachkala y de ahí, a Bakú, en las playas del Mar Caspio. De Bakú nos movimos hacia Kirovabad, hoy Vjatka, donde nos establecimos permanentemente. El pueblo de Kirov era sumamente pintoresco, no parecía para nada un campo de entrenamiento. La naturaleza lo rodeaba todo, montañas, llanuras, vegetación, todo parecía ser perfecto. Sin embargo, la disciplina del cuartel era rígida: levantarse a las cuatro de la mañana para estar dos horas después en los campos de entrenamiento. Bulanov, o Ramón si lo prefiere, llegó a volar en aviones de combate. Pero era demasiado tarde para él y para su causa. En ese año, 1938, la guerra civil en su patria ya se había decidido, por desgracia en contra de sus ideales. Los 150 nuevos pilotos que la república soviética había entrenado ya no tenía fines prácticos que perseguir. Al menos no en el frente de batalla español.
— ¿Qué pasó entonces? ¿Regresó a España?
— No, no lo hizo. Por su mente pasaron varias posibilidades, entre ellas alcanzar a su madre aquí en México. Pero si regresar a España era bastante difícil, llegar a México en medio de la situación en la que se encontraba, resultaba todavía peor. No sólo se necesitaba dinero, las imposibilidades tenían que ver con fines más prácticos como el férreo control de los puertos y las ciudades.
— Entonces su gobierno lo mandó a estudiar medicina.
— No exactamente. Al ver que el entrenamiento ofrecido a estos jóvenes entusiastas no tiene un fin inmediato, los altos mandos militares deciden integrar a este grupo con entrenamiento previo a un grupo de investigación y reacción revolucionaria.
— ¿Qué era eso?
— Básicamente academias de espionaje y sabotaje militar. Sin tomar en cuenta la opinión de los muchachos y, peor aún, sin avisarles, son transportados repentina y secretamente hasta la ciudad de Jarkovo en plena estepa siberiana. Disfrazados de técnicos mineros, los llevan a campos de entrenamiento militar.
— Debe haber sido algo sumamente emocionante.
— Para Bulanov no lo fue. Al darse cuenta de lo que tramaban aquellos militares se rebela y enfrenta al comandante en jefe del escuadrón de nuevos reclutas. Fue una suerte que aquél veterano de la lucha revolucionaria no tuviera conocimiento cabal de los insultos castellanos. Como a duras penas entendía algunas palabras españolas no hizo más que retirar a Ramón del grupo y enviarlo, como castigo, a laborar en una fábrica de camiones en las estepas del Don. Es decir, de regreso a Rostov.
— No entiendo, ¿por qué motivo decidió salir de ese ambiente? Más aún, ¿por qué aceptó recluirse en una fábrica automotriz?
— Bulanov era un hombre de ideales. Algo que usted, en estos cínicos tiempos, tal vez no entienda. Él había decidido tomar el entrenamiento militar para rescatar a su patria de lo que a él le parecía una tragedia inminente. Toda el tiempo dentro de los entrenamientos se mostró como un hombre decidido a luchar frente a frente, esto es en igualdad de condiciones, con el enemigo. Él creía en lo que su padre había creído y por lo que había muerto. Bulanov estaba decidido a morir por esos ideales. Y eso no era atribuible solamente a su juventud, tenía que ver con sentimientos profundos, con una fortaleza de carácter que no cualquiera puede presumir. Formar parte de un grupo dedicado a la hipocresía y la simulación como forma de vida no representaba ninguna opción.
— ¿Qué pasó entonces?
— Pues llegó hasta la desembocadura del Don, a las orillas del mar de Azov y se dedicó a trabajar con ahínco. Entre rusos y ucranianos principalmente, pero reunido también con compañeros españoles que después de sufrir la derrota de la república se encontraban reunidos en ese lugar, trabaja como conductor de pruebas, como repartidor, hasta como cargador. Transportaba su carácter a todas las actividades que desempeñaba, así fue como recibió el nombramiento de primer estajanovista, esto es, de trabajador sobresaliente.
— Pero entonces, ¿cómo fue que estudió medicina?
— Eso ocurrió después. Dentro del tedio que suponía la cotidianeidad de la fábrica, Bulanov encontraba otras distracciones. Esas distracciones consistían, básicamente, en enamorar a las lugareñas. Claro que para lograr ese cometido tenía que tener tiempo libre, y el único que encontró fue aquél que estaba destinado al estudio del ruso y a la revisión de los textos marxistas. Sus constantes ausencias y sus cuestionamientos continuos, hicieron que sus compañeros del colectivo lo acusen de contrarrevolucionario. En asamblea se decide mandar una notificación al Partido Comunista Español.
— ¿En esas condiciones tenía alguna influencia el PCE? Se suponía que estaban dispersos.
— Gran parte de los integrantes se encontraban en Moscú y se encargaban de regular las actividades y de observar a los refugiados españoles. Lo que hacen es enviar inspectores desde Moscú a fin de vigilar a este tipo que prefiere pasearse con las chicas a tener un compromiso férreo con el Partido. No hubieran conseguido tal cosa, Bulanov nunca se afilió a ningún partido. Era una convicción que mantendría durante toda su vida, o al menos durante el tiempo que conviví con él. Decía que no le debía nada a ningún partido, entonces no tenía porque afiliarse a algo en lo que no creía. Los inspectores llegan a Rostov y comienzan a investigar las acciones del renegado.
— Debieron de castigarlo severamente.
— De ninguna manera. De hecho parecía que su destino ya había sido trazado de antemano, y ese destino no era recibir un reconocimiento de treinta años como ejemplo obrero de manos de José Stalin. Bulanov se hace amigo de uno de los inspectores de PCE, un tipo jovial que se llamaba Antonio Montero, pero que todo el mundo conocía como “Popeye”. Cuando los inspectores revisan el historial y los antecedentes académicos de Bulanov, deciden que si éste no está dispuesto a ser un difusor de los ideales del comunismo, debería de tener un sitio desde el cual ayudar a la causa. Lo mandan a estudiar medicina al Instituto Médico de Rostov. Tal vez por la naciente amistad o porque el partido le encarga que vigile de cerca al rebelde, Popeye se inscribe en los mismos cursos. Probablemente, los inspectores creían que, una vez dentro de la escuela y en espera de un fracaso inminente, aquél jovenzuelo volvería al buen camino de la ortodoxia y el compromiso político.
— ¿Y no fue así?
— Pos supuesto que no. Los profesores del Instituto, entre los que se encontraban gente como el anatomista Yatsuta, el histólogo Laurov y el fisiólogo Rashanski, se admiran de que el exiliado español se matricula en la escuela con calificaciones de honor en todas las asignaturas. Era un excelente estudiante y un tipo comprometido con el conocimiento. Además era una persona que sabía agradecer lo que recibía. Siempre predicó la ayuda que mi país le brindó y se admiró de que los sindicatos soviéticos, en una práctica común, le otorgaban el doble de recursos a los estudiantes extranjeros con respecto de los estudiantes de la Unión.
— Entonces fue en ese lugar donde obtuvo su doctorado en Fisiología.
— No, eso fue varios años más tarde en Moscú. En Rostov no pudimos permanecer más que unos cuantos meses en paz.
— ¿Pudimos?
— En ese momento, yo era delegado estudiantil del partido en la ciudad. Por eso sé todo lo que le estoy contando. Tuvimos que salir de las llanuras del Don.
— ¿Por qué?
— Porque la historia no perdona ni a los médicos, mi estimado. El 22 de junio de 1941, Vjacheslav Mihailovich Skrjabin, mejor conocido como el canciller Molotov, anunciaba en la radio que por la madrugada los nazis estaban avanzando sobre las ciudades soviéticas y habían comenzado los bombardeos. Fue una conmoción en toda la ciudad, pero aún así, los alemanes no arribaron a Rostov sino hasta el 16 de octubre. Ese día, alrededor de las tres de la mañana, escuché los gritos de Bulanov y de Popeye, a unas puertas de mi dormitorio en los aposentos estudiantiles. Golpeaban la puerta de otro de sus compatriotas, Fernando Puig, que salió con el rostro desencajado y en calzoncillos. Le dijeron que los alemanes estaban a las puertas de la ciudad y que la guardia no iba a resistir mucho tiempo. Una hora después el Comité Central me comisionaba por telégrafo la misión de evacuar al personal médico y a los estudiantes extranjeros, y de guiarlos hasta un lugar seguro. Se me asignó una estación militar más adelante en las vías para recibir instrucciones. Las despedidas fueron tristes y apresuradas. Los estudiantes rusos deberían quedarse a defender la ciudad, a pesar de que algunos extranjeros pedían quedarse, las órdenes eran terminantes, teníamos que partir de inmediato. De Rostov trasladamos a los maestros y alumnos a Omsk, en el Suroeste de la llanura siberiana. El profesor Yatsuta, que les prodigaba un cariño especial a sus tres estudiantes españoles, les aconseja que se dirijan a Ashabad, capital de Turkmenistán, cerca de la frontera persa. Les da todo el dinero que trae consigo, un frasco lleno de miel para el viaje y regresa a Rostov. Después nos enteraríamos que el médico había muerto en la defensa de la ciudad. La tristeza se apoderó de los tres estudiantes y con las lágrimas reacias a brotar de sus ojos, observan en el diario oficial ruso el puente de Rostov sobre el Don destruido por los aviones alemanes.
Y las puertas de Alejandría se abrieron: la escuela en Ashabad.
Las lágrimas que Alikoshka refería en los ojos de los tres exiliados españoles parecían haberse trasladado a sus propios ojos. Ya en plena noche terminó aquella plática, el ex—agente del Comité de Seguridad del Estado Soviético tenía que dar una clase por la mañana en la universidad y no estaba acostumbrado a desvelarse. “Ya no más” me dijo con un guiño que no supe como interpretar. Sin embargo, prometió contarme el resto de las piezas del rompecabezas en una comida para el fin de semana. Fue una de las semanas más largas que recuerdo. A pesar de haberme reintegrado a mis actividades en la Universidad Nacional, no podía ocultar la ansiedad que me producía acabar de armar el crucigrama que representaba la vida de Ramón Álvarez—Buylla o Bulanov Roman. Me comuniqué con mi amigo en Estados Unidos para agradecerle el envío del paquete de correo y para contarle mis descubrimientos. Se mostró igual de interesado que yo en la información y me rogó que le contara cómo acababa todo. Así fue como, lentamente, llegó la tarde del sábado y la cita con Goliadkin.
Cuando llegué al departamento, pude detenerme un poco más a observar el departamento del ahora profesor universitario. Por doquier había libros de los más diversos temas: desde las obras completas de Marx hasta una colección de libros de esoterismo y ciencias ocultas. Había una pintura, muy mala por cierto, de un guerrillero que igual podía ser el Ché, Fidel, Sandino o hasta Marcos, si uno forzaba un poco la imaginación. En esta ocasión, Alikoshka me presentó a su esposa, Lina, la cual me dijo que se dedicaba a asesorar políticamente a un senador de la república famoso por sus posturas reaccionarias. La comida fue un híbrido cubano—mexicano excelente: cerdo con una salsa de plátano, aguacate y chiles manzanos, frijoles con tocino y epazote, arroz con pedazos verdes de una verdura cuya identidad no logré descifrar pero de muy buen sabor. Después de la comida, y mientras saboreaba una cerveza, Alikoshka volvió a hacer gala de su vicio nauseabundo. Mientras el humo del habano se esparcía entre nosotros como una metáfora excelente de la excursión hacia recuerdos borrosos, mi anfitrión continuó con el relato suspendido en mi anterior visita.
— Después de nuestra salida intempestiva de Omsk, acompañé al trío de españoles hasta el destino sugerido por Yatsuta: Ashabad. El nombre de la ciudad quiere decir “ciudad del amor” en árabe, nos parecía un buen presagio en medio de toda la violencia y de todo el desorden que estábamos viviendo en esos días. No les pareció tan bueno a las autoridades del Instituto Médico de la ciudad. Nos presentamos en principio con el decano Danilov, un médico que había sido alumno de Yatsuta, éste nos llevó con el director, Frenkel me parece. Total que el ambiente era bastante tenso, tomando en cuenta que la guerra estaba más cerca de lo que estaba dos años atrás. Frenkel no disimuló para nada su recelo cuando vio al grupo de supuestos estudiantes de medicina, dijo “¿quién me garantiza que ustedes no son paracaidistas lanzados por el enemigo?”, Popeye fue el primero en explotar ante aquella paranoia injustificada a juzgar por nuestro aspecto y nuestras credenciales: “¿y quién nos garantiza que usted no es un auténtico hijo de puta?” A pesar del exabrupto, todos son admitidos en la escuela. Yo regreso a Moscú para ponerme a disposición del Partido, pero durante mucho tiempo sigo la trayectoria de los nuevos inquilinos del Turkestán.
— Entonces, ¿nunca más volvió a verlo?
— Lo vi dos años más tarde, me parece que en Moscú, en una fiesta de la Universidad.
— Pero entonces, ¿qué hizo en Ashabad?
— Se graduó con honores. Verás, cuando Ramón llegó a la escuela, la situación era desesperada. Tanto económica como académicamente. Para resarcir los daños que la guerra estaba causando en el frente ruso, los cursos se habían intensificado, las vacaciones se habían suprimido y las actividades cotidianas se habían convertido en esfuerzos sobrehumanos. Durante esa época, Bulanov tiene que estudiar y trabajar al mismo tiempo que la urgencia bélica raciona la comida. En ese entonces el futuro médico llega a pesar menos de 50 kilogramos. La situación es tan mala que sus compañeros, Popeye y Puig, abandonan la ciudad en busca de mejores cosas. Él no se rinde, como le dije la vez pasada, Bulanov era de un carácter difícil de doblegar. Se gradúa el mismo día que los franceses celebran el inicio de su revolución burguesa, el 14 de julio, pero de 1943. Frenkel organiza un banquete para festejarlo, le ofrece un puesto en el Instituto...
— Y no lo acepta...
— No, no lo acepta. A finales de ese mismo año de 43 compite junto con 300 aspirantes para obtener una beca a fin de hacer el doctorado en la Academia de Ciencias Médicas.
— ¿Y obtiene la beca?
— Por supuesto. Al año siguiente ingresa al Departamento de Fisiología del Sistema Nervioso en Moscú. En esos días, la Academia estaba a cargo de Piotr Kusmich Anokhin, uno de los alumnos más aventajados de Pavlov. Los tres años que duran sus estudios, Ramón demuestra una disciplina y un talento académico fuera de lo común. Su tesis es reconocida por Anokhin a tal punto que éste redacta más de una vez diversas cartas recomendando a Bulanov con los investigadores de fisiología más importantes del momento como Gasser, Weiss, Gelhorn, Izquierdo.
— Pero, si consigue todo esto en la Unión Soviética, ¿cómo es que llega a México?
Goliadkin le dio una larga chupada a su puro. Guardó silencio por unos instantes, como tomando fuerzas para seguir recordando, y continuó con la historia de Ramón Álvarez—Buylla.
— Poco antes de que Bulanov terminara su doctorado en fisiología, la guerra estaba casi decidida. El 9 de mayo de 1945, tres meses antes de la bomba de Hiroshima, el mariscal Wilhelm Keitel, jefe supremo de las fuerzas armadas alemanas, firmó la capitulación germana en Berlín ante el general Georgij Konstantinovich Zhukov, principal artífice de la ofensiva militar rusa. Lo demás es historia. En lo que respecta a Ramón, a principios de 1946, el embajador mexicano en la URSS, don Narciso Bassols, le ofrece al aún doctorante la posibilidad de viajar a México para reencontrase con su madre. Cuando le doy la noticia creyendo que no pensará en otra cosa más que en aceptar la oferta del gobierno mexicano, se encuentra en una encrucijada: encontrarse por fin con su madre o terminar su doctorado. Opta por lo segundo con una lógica apabullante: si pudo estar lejos de su madre durante todos esos años, un poco más no representa gran sacrificio. Cuando lo termina, le notifica a su maestro Anokhin su partida, éste le da cartas de recomendación para su colega en México, el Dr. José Joaquín Izquierdo. Antes de su partida, se reúne con su amigo de Rostov, Fernando Puig y deciden realizar el viaje hacia México juntos. Se despide de mí de manera efusiva, a pesar de que nuestro trato siempre había sido un poco, digamos, burocrático. Me hace prometer que algún día lo visitaré en su nuevo hogar y nos despedimos. A mediados de noviembre de 1946, toman los dos amigos un tren en Moscú que deberá llevarlos hasta Poti, un puerto a orillas del Mar Negro. Nunca más lo volví a ver. Cuando él regresó a la URSS, específicamente al Instituto Anhokin muchos años más tarde para dar una serie de conferencias en honor del que había sido su maestro, yo estaba destacado en Sofía y no lo pude ver. Cuando llegué a México hace unos diez años intenté buscarlo por las referencias que había dejado en las agencias gubernamentales, pero nunca logré encontrarme con él. Después me enteré que había muerto, fue como un certero golpe que me sacudió por completo. Bulanov era parte de mi vida, de una parte que cada día me esfuerzo en no olvidar. De un momento en el cual creí que lo que hacía era lo correcto. Pero en fin. Eso es todo lo que recuerdo de su maestro, digo, aparte de que era un buen hombre. Espero que le haya servido de algo.
— De mucho Alikoshka, pero ¿qué pasó con usted después? ¿por qué ese tono de desacuerdo con su memoria?
— Después me enrolé en la Komited Gosudarstvennoj Bezopasnosti, la KGB, como usted debe de saber. He hecho muchas cosas de las que no me enorgullezco, pero al final espero haber tomado la decisión correcta. De todos modos, creo que no sería de gran utilidad reprocharme por todo esto. ¿No cree?
Goliadkin me miraba como esperando que mi respuesta le diera algún alivio a su alma atormentada. Asentí torpemente con la cabeza y apuré el último sorbo de cerveza que, debido al calor de mis manos y al tiempo que pasó oxidándose, me supo horrible. El reloj del Parque Hundido estaba atrasado diez minutos y yo, después de un viaje en el tiempo, había regresado a salvo.
Próxima parada, la Ítaca americana: la vida en México.
Después de mi entrevista con Goliadkin pasé algún tiempo ordenando los datos que tenía acerca de la vida de Ramón Álvarez—Buylla y de su obra científica. Algunos meses más tarde presenté una ponencia en un congreso del CONACYT en el que hacia mención de las aportaciones y geniales intuiciones del científico ovetense. Al final de la ponencia se me acercó un hombre que, sin yo esperarlo, me estrechó fuertemente la mano y me invitó una copa en el bar del hotel donde se llevaba a cabo el congreso.
— Fui un alumno de don Ramón. Además de haber sido mi maestro y guía en la investigación médica, fue un excelente amigo. Me han llenado de satisfacción todas las palabras que hoy ha pronunciado. Creo que él estaría apenado por tanto elogio.
— Dice que fue amigo de don Ramón, ¿qué tan bien llegó a conocerlo?
— Lo suficiente como para frecuentar de vez en cuando su casa y comer algún fin de semana alguna delicia cocinada por su esposa doña Elena. Lo suficiente como para ser buen amigo de sus hijos. No sé como podría medir la cercanía que tenía con don Pablo.
— ¿Sabe como vino a parar a México?
— Era una de las pláticas preferidas del doctor Álvarez. Su vida es digna de emular cualquier odisea conocida.
Parecía que el destino me preparaba nuevas sorpresas. Pedí una mesa tranquila en aquél lugar y le pedí al bienaventurado discípulo que me resolviera algunas dudas biográficas sobre don Ramón.
— Bueno, le tocó vivir la guerra civil española de manera poco afortunada, ya que en ella perdió a su padre...
— Sí, eso lo tengo claro, lo que no logro descifrar es cómo llegó a México después de haberse doctorado en la antigua Unión Soviética. ¿Sabe usted algo acerca de eso?
— Algo, sí. Sé que se embarcó con Fernando Puig en un barco llamado “Kuzma Minin” en algún puerto del Mar Negro. Este barco era un carguero que transportaba minerales de níquel y cromo hacia los Estados Unidos. Atravesaron los mares interiores europeos haciendo escalas casi en cada puerto, eran los años de la estructuración del Plan Marshall, así que los barcos americanos llevaban consigo también información acerca de las ciudades y puertos del interior. Según los relatos de don Ramón, la travesía fue angustiosa y lenta, ya que los marinos trataban de localizar a tiempo las minas marinas que habían sobrevivido a la guerra y que causaban estragos en los barcos que se atrevían a cruzar el Mediterráneo como si nada. La nostalgia invadió a los dos peregrinos al franquear el estrecho de Gibraltar y sentirse tan cerca de su patria. Los cargadores de los muelles les informan de la tragedia en la que está sumida España. El desencanto los acompaña en los poco más de cinco mil kilómetros del Atlántico hasta su llegada al puerto estadounidense en la víspera de navidad de 1946. Se separa de Puig y emprende el viaje hacia Nueva York para entregarle algunas cartas, libros y saludos de su maestro ruso, Anokhin, a Herbert Spencer Gasser, el flamante ganador del premio Nobel de medicina de 1944. Sus estudios sobre los actos reflejos era un tema que apasionaba tanto a Ramón como a su maestro ruso. Acude a algunas conferencias en la ciudad, donde conoce el enfoque analítico por el que sintió tan pocas simpatías, pero que siempre se esforzó por comprender y por tratar de obtener alguna luz para sus estudios.
— Entonces llega a México...
— Así es, en enero de 1947 se reencuentra por fin con su madre doña Blanca. A pesar de la felicidad por el reencuentro, Ramón tiene que enfrentar situaciones prácticas, como los de la supervivencia. Sin embargo, no le es difícil conseguir trabajo en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico Nacional. Ahí se reencuentra con compañeros que ya estaban colaborando como profesores e investigadores del instituto y que, como él, compartían la triste aventura del exilio. Su paso por la Escuela Nacional es memorable. En aquellos tiempos, la idea de subsidio gubernamental para investigación científica era cosa de ficción. Ramón, trayendo consigo la tradición de investigación directa de su estancia en la Unión Soviética, se convierte en un investigador independiente cobijado por las autoridades del politécnico. Lo que la falta de dinero traía consigo para sus investigaciones era resuelto con inventiva y entusiasmo. Junto con los hermanos Carlos y Juan Beckwith, construye una serie de aparatos: estimuladores, amplificadores, osciloscopios, en fin, todo un catálogo de instrumentos necesarios para sus investigaciones.
— Y desde entonces se dedica a la ciencia...
— A la ciencia y a su familia. En 1953, esto es seis años después de haber llegado, conoce a una compatriota más joven que él pero con los mismos intereses y con experiencias vitales muy cercanas. Elena Roces también había sufrido el exilio político, había estado en la Unión Soviética y era una apasionada de la fisiología. Le rendía una admiración a Ramón que éste supo capitalizar tres años más tarde, cuando le pidió matrimonio. Ramón Álvarez—Buylla había sido atrapado. De ese matrimonio nacieron sus hijos Arturo, Elena, Carmen y Blanca. Finalmente, el recuerdo de sus padres sobrevivía en sus propios hijos. Era un placer verlo pasear con ellos, andar husmeando en los charcos de los parques alguna desventurada rana que les fuera útil para desarrollar algún experimento. Ramón le inyectó a sus hijos el amor por el conocimiento y la investigación. Todos siguieron, de una u otra forma, los pasos de su padre: Arturo estudió neurología en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM; Elena, biología en la Facultad de Ciencias; Carmen, veterinaria; Blanca, medicina familiar. Todos egresados de la Universidad Nacional y todos brillantes en sus respectivos campos.
— Entonces, tuvo una vida feliz...
— Tranquila, tal vez alejado de las sacudidas que experimentó más joven, pero lleno del mismo entusiasmo por la investigación fisiológica. No fue un ser egoísta que buscara la fama como un objetivo vital. Le interesaba conocer, descubrir. Por eso fue un excelente maestro. A pesar de tener un genio del demonio, alumnos suyos como Pablo Rudomín, Mauricio Russek, Joaquín Remolina, y otros, se acercaron a él para obtener guía y conocimiento. Con ellos hizo excelentes migas y, más que sus alumnos, todos fueron sus amigos, a pesar de las diferencias que muchas veces llegaron a tener.
— ¿Y después?
— Después el reconocimiento que ya se había ganado a pulso. Después el trabajo rudo. Don Ramón trabajaba al mismo tiempo en la ENCB del Poli y, por las tardes, en el Instituto Nacional de Cardiología invitado por el Dr. Arturo Rosenblueth. Sigue cultivando dudas, certezas, discípulos, ciencia. Trabaja hombro con hombro con algunos de sus alumnos. Por ejemplo, en 1961, el año en que se funda el Cinvestav, se encuentran trabajando, en el Departamento de Fisiología y Biofísica, un equipo de lujo: Arturo Rosenblueth, el mismo don Ramón, Joaquín Remolina, Pablo Rudomín. Fue una lástima que don Ramón tuviera que dejar el centro en 1980, pero él supuso que podría hacer más cosas como jefe de la División de Investigación Básica del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias.
— Un investigador de toda la vida.
— Y un gran ser humano, eso no lo olvide. Todavía lo recuerdo entusiasmado por la noticia de su traslado al Centro Universitario de Investigaciones Biomédicas en la Universidad de Colima en 1991. Alguna vez le pregunté si no extrañaría el movimiento de la ciudad, las posibilidades de cercanía con más facilidades para su trabajo. Me miró fijamente y me dijo: “el conocimiento no escoge su lugar de nacimiento, lo escoge aquél que lo descubre”. Desde esa mañana de 1991, lo vi algunas veces, siempre con el mismo gusto. Cuando murió yo estaba en Suiza. No lo podía creer cuando me lo dijeron. Sin embargo, creo que su desaparición física no es más que una transitoriedad. Él sigue vivo en gentes que, como usted, siguen tomando en cuenta sus esfuerzos para que cada día que pasa nos sigamos dando cuenta de lo poco que sabemos. Eso le gustaría a él bastante.
El hombre se quitó las gruesas gafas y pasó el dorso de la mano sobre la humedad evidente de sus ojos. Después me sonrió y se encogió de hombros. Se puso de pie y comenzó a caminar lentamente hacia la puerta, meneando su bastón de cristal como si buscara encontrar en el aire al fantasma de don Ramón Álvarez—Buylla.
Por su conducto, algunos meses después conocí a varios de los personajes que forman parte de este relato, a su esposa Elena, a su hijo Arturo, a Pablo Rudomín y a muchas personas más que confirmaron la información que yo había obtenido en mis accidentados encuentros. Ninguno desmintió lo que ya sabía, de hecho, algunos datos que les mencionaba eran nuevas noticias acerca del doctor. Todo había ocurrido. En realidad, la Odisea de Ramón Álvarez—Buylla de Aldana era cierta y la Ítaca a la que había arribado era la memoria de todos aquellos que le recordaban.
Epilógico nostálgico.
Nunca dejé de revisar los textos de don Ramón. Hoy mismo me preparo a demostrar la participación del sistema nervioso en las funciones cardiovasculares. Lo haré a través de la preparación del nervio depresor en el gato, de la misma forma en cómo Álvarez—Buylla lo hizo. Al exponer el motivo de la clase frente a mi grupo, uno de los alumnos que se precia de ser de los más intuitivos me interrumpe:
— Pero profesor, ¿cómo pretende comprobar eso? El gato no tiene nervio depresor. Los axones que forman este nervio en otros animales, en el gato forman parte del nervio vago y, por lo tanto, es imposible distinguirlos.
Sonrío. En algún lugar, seguramente, don Ramón Álvarez—Buylla comparte el motivo de esa sonrisa.
Un mundo le es dado al hombre;
su gloria no es soportar o despreciar este mundo,
sino enriquecerlo construyendo otros universos.
Mario Bunge
Desde muy joven me han fascinado las películas de seres con trastornos mentales y asesinos psicópatas. No podía resistir observar con una atención desmesurada la forma metódica en la que estos hombres llevaban a cabo sus planes, me parecían más brillantes e inteligentes que los detectives que al final lograban atraparlos. Mi fascinación por todos esos personajes me llevó a plantearme dos opciones profesionales: por un lado podría seguir el camino de la psicología con sus teorías del comportamiento y la justificación de las acciones de los hombres a partir de la convivencia con sus semejantes; por el otro, podía intentar escudriñar los misterios del órgano rector de las emociones y del complejo sistema que daba forma a las acciones que ocurrían en la realidad, esto es, involucrarme en la fisiología médica.
Al final elegí ésta última y no tardé en darme cuenta de que la misión encomendada a esa parte de la ciencia no estaba dirigida exclusivamente a elaborar complicadas teorías dirigidas a explicar el comportamiento criminal, esto es, mi interés particular. La misión de esta particular forma de conocimiento estaba dirigida a salvar vidas y a intentar reducir o eliminar el dolor de las personas. Con el tiempo, los videos didácticos de operaciones fisiológicas y las explicaciones de maestros excepcionales, me parecieron igual de apasionantes que las cintas de detectives y los monstruos humanos retratados en pantalla. Hice de la fisiología y de la práctica médica, una auténtica vocación.
Vocación que me llevaba, a mi mediana edad, a frecuentar los congresos científicos que se realizaban acerca de nuestro campo de conocimiento con cierta regularidad. En uno de esos congresos nacionales fue donde conocí a uno de los hombres que más han modificado mi forma de ver la vida: don Ramón Álvarez—Buylla. El encuentro fue por completo fortuito y para nada carente de ese azar con el que los misteriosos manejos del universo suelen sorprendernos a menudo. Más aún, ni siquiera hubo contacto directo, esto es verbal o físico, con el genial científico, fue, como dije anteriormente, una obra maestra del azar y una evidencia de las acciones que se manifiestan en los caminos que no podemos discernir y que cruzan constantemente nuestra vida.
Caminaba por uno de los pasillos de aquél encierro que nos imponía el desarrollo del congreso, por momentos placentero y por momentos una miserable pérdida de tiempo, cuando vi a un hombre alto y con un acento intermedio entre el habla ibérica y el acento mexicano. Es decir, una forma de hablar que revelaba un origen hispano pero que también dejaba en evidencia un largo tiempo de vida en México. Discutía con otro hombre, al que había visto momentos antes en una mesa redonda y que formaba parte del comité científico gubernamental que se encargaba de elegir las opciones de financiamiento de las investigaciones en nuestro país. El miembro del comité le estaba diciendo que había sido degradado de su nivel como investigador, que de no ser por su intervención como miembro del comité, la sanción habría sido mayor.
El hombre se mostró en principio anonadado, completamente sorprendido, para después lanzarse en improperios contra aquella decisión. No podía entender cómo había ocurrido aquello y cómo el comité no había tomado en cuenta todo el trabajo de organización que había tenido que realizar a su llegada a la universidad que ahora representaba, la Universidad de Colima, ni del trabajo de orientación que estaba realizando con un grupo de jóvenes que se perfilaban como la nueva sangre de la investigación médica en el país. El miembro del comité argumentó que la reducción de nivel en el Sistema Nacional de Investigadores se debía a que tenía algún tiempo que no publicaba los avances que tenía en sus trabajos. Al oír esto, simplemente se dio vuelta y comenzó a caminar con una mujer que debía ser, sin lugar a dudas, su esposa y con otro participante del congreso.
Picado por la curiosidad decidí seguir al trío que para este momento llevaban una animada plática. El hombre aseguraba que se daría de baja en el SNI mientras su esposa y el otro hombre trataban de calmarlo y de persuadirlo de tal decisión. El científico movía la cabeza de un lado para otro y profería palabras ininteligibles desde el lugar en el que yo estaba. De repente, el hombre reparó en mi presencia y en la atención que prestaba a su plática. Pillado en mi actitud de chismoso ocasional intenté sonreír sin conseguirlo. El hombre relajó su rostro pero me lanzó una mirada que, sin lugar a dudas, quería decir algo como “¿qué chingados está mirando?” Lo vi dirigir unas cuantas palabras a su esposa y a su amigo para, acto siguiente, dirigirse al sanitario.
Me pareció excesivo en ese momento seguirlo y pedirle disculpas por mi intromisión tan poco discreta en su plática, así que regresé al auditorio en donde estaba a punto de iniciar nuevamente las conferencias. En el camino me encontré a un compañero de profesión que tenía dos años impartiendo cátedra en los Estados Unidos y le conté, intentando poner un poco de humor, la escena que recién había atestiguado. Le dije que me parecía excesiva la reacción del investigador y que no se podía justificar. En ese momento, el trío que se había quedado en el pasillo ingresaba al auditorio. Le señalé a mi amigo la figura del científico. Volteó a verme sorprendido.
— Lo degradaron de nivel ¿a él?
— Sí, ¿por qué te sorprende?
— Pero si es don Ramón Álvarez—Buylla.
Mi rostro no se inmutó, era evidente que el nombre no me era familiar. En ese momento mi amigo comenzó a enlistar una serie de frases de las que yo sólo logré atrapar palabras sueltas porque los encargados del sonido dentro de la sala hacían gala de su incapacidad. La muchedumbre que entró al auditorio al escuchar que la actividad se reiniciaba nos separó totalmente. Además de las palabras sueltas que después recordé: exilio, Asturias, URSS, Rosenblueth, entre otras, se me quedó marcada la última frase de mi amigo.
— ¿Sabes algo de la preparación del corpúsculo de Pacini?
— Por supuesto, Werner Lowenstein escribió bastante sobre eso.
— No fue Lowenstein en principio, fue él.
Mi amigo señalaba al interior de la sala en donde a duras penas se distinguía la figura del científico que momentos antes se encontraba fuera de sí al conocer la decisión del comité científico y que ahora prestaba una total atención a la exposición que se llevaba a cabo en ese instante. Su rostro mostraba una concentración total, un ansia de comprender los conceptos que los altavoces expandían sobre el público presente, a intervalos asentía con su cabeza que aún conservaba bastante cabellos y a ratos fruncía el ceño como un gesto de evidente desacuerdo. Una voz me sacó de tal observación, mi ponencia se había adelantado por la ausencia de otro investigador. Volteé a mirar nuevamente al científico que acomodaba sus gafas sobre el puente de la nariz y leía atentamente la versión escrita de la conferencia en la que se encontraba. Fue la última imagen, y la única en vida, que tuve de él. Lancé un suspiro y me dirigí a preparar mi participación.
Todo lo anterior no significaría más que una anécdota destinada a quedar sepultada en el olvido sino fuera porque algunos años después me habló mi amigo de Estados Unidos para decirme que llegaba a México y que esperaba que nos viéramos. Le dije que sería un placer hacerlo y me ofrecí a recogerlo en el aeropuerto. Al llegar y después de los abrazos y de las preguntas obligadas acerca de la familia y el destino de conocidos comunes, le pregunté del por qué de su visita tan intempestiva. Me dijo que iba a participar en un homenaje póstumo que el Ateneo Español le ofrecía a Don Ramón Álvarez—Buylla. Tuve que hacer un esfuerzo para relacionar el nombre con la imagen del científico que había conocido azarosamente en aquél congreso. En esa ocasión no perdí oportunidad de preguntarle algunas cosas acerca de la vida de tal personaje. Me sorprendió su respuesta.
—No puedo responder a todas tus dudas por completo. Tengo casi todas las referencias de sus trabajos y conozco a grandes rasgos las aportaciones que realizó en su campo de estudios. Pero de su vida privada conozco muy poco: palabras sueltas, anécdotas sin contexto, en fin. Sé que nació en España y que vivió algún tiempo en la antigua URSS. Que trabajó en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas (ENCB) del Politécnico y en el Instituto Nacional de Cardiología con el Dr. Rosenblueth. Creí que por tu trabajo de tesis acerca de la regulación de la glucosa habías consultado alguno de sus trabajos.
— Pues, de hecho, no lo hice.
— No importa, aquí traigo una copia de uno de sus textos referidos al tema. Creí que podría interesarte.
Tomé el legajo de fotostáticas que mi amigo me ofrecía y lo hojeé despreocupadamente. Dejé a mi colega en el hotel ante su negativa de acudir a mi casa. Dentro de un taxi y de camino a mi departamento comencé a leer el trabajo del maestro. A pesar del año en el que había sido publicado (1951), contenía grandiosas intuiciones y descubrimientos interesantísimos. Llegué hasta mi escritorio y devoré con deleite las páginas de apretada tipografía que iluminaban con sus razonamientos algunos huecos que yo no había podido resolver en mi tesis. La madrugada me sorprendió releyendo el texto y comparando las tesis expuestas con otros trabajos posteriores. No cabía duda, Álvarez—Buylla había sido pionero y constructor de nuevas formas de entender la manera en como el cuerpo humano reacciona. A pesar de tener mis recelos con respecto a las teorías pavlovianas, los experimentos de don Ramón me parecían de una claridad espeluznante.
Por la pasión con la que había abordado el texto, casi se me olvida que había prometido recoger a mi amigo y acompañarlo a su conferencia. Cuando pasé por él ya estaba desayunando en el restaurante del hotel y me pidió que lo acompañara. No podía ocultar mi emoción por el descubrimiento del trabajo del homenajeado. Mi amigo solamente sonreía.
— Pues si te parece interesante su trabajo como científico, más apasionante te parecerá su vida. Dicen que hay material para escribir unas cuantas novelas basadas en sus aventuras.
— ¿Y sería una buena novela?
— Sería excelente.
Salimos con el tiempo suficiente para llegar al Ateneo caminando. Mi amigo me contó que su sorpresa ante los descubrimientos de don Ramón habían sido similares.
— Lo conocí mientras tomaba mis clases de maestría en lo que hoy es el Cinvestav (Centro de Investigación y de Estudios Avanzados). Era uno de los maestros más respetado por la rigidez con la que conducía su clase y por la brillantez con que transmitía sus conocimientos. Nunca se desesperó ante una pregunta de sus alumnos ni creyó que alguna duda en nosotros se derivara de la necedad o la falta de entendimiento. Todas las dudas tenían validez, algunas podían dirigir la atención hacia elementos que no habían sido considerados. Era un cirujano sorprendente, de una limpieza en los cortes y de una inventiva capaz de transformar aparatos anodinos en herramientas capaces de convertirse en una fuente de datos impresionante. Creo que como maestro fue uno de los mejores, sino el mejor, que he tenido. Mira, hemos llegado.
La vista del edificio era magnífica en ese día. Sería por la cantidad de gente que se juntaba, se reconocía, se recordaba mutuamente. El evento resultó una serie de reconocimientos sinceros hacia la obra del maestro muerto hacía poco tiempo y de la recuperación de los recuerdos que le garantizaban al singular científico un lugar en el corazón de los ahí reunidos. Pasear por los pasillos y las escaleras del edificio, era estar expuesto a una cantidad de elogios que, por el tono y la vehemencia con que eran expresados, no podían ser gratuitos o fingidos. Los fragmentos de las conversaciones quedaban retumbando en la cabeza el tiempo suficiente como para que no pareciera distinta de la que le seguía:
— Era un hombre con una visión enorme, que igual podía poner atención a un problema en conjunto que detenerse en los detalles que cuestionaban las observaciones generales. Era lo que podría decirse, un descubridor, es decir, no un continuador redundante de campos ya estudiados, sino un impulsor de nuevas soluciones a problemas planteados...
— Es una pena todo esto. Ramón siempre fue un buscador incansable de la verdad y un generador y transmisor de conocimiento. Siempre creyó que los logros científicos individuales no eran más que aportaciones al saber colectivo. Nunca se pensó a sí mismo como un ser egoísta cerrado a exponer opiniones o a contradecir supuestos. Mostraba sin recelo los avances que había logrado en sus estudios, no importándole que después esas intuiciones le fueran arteramente plagiadas...
—Amaba su historia, sus orígenes, su identidad. Probablemente hubiera alcanzado la fama si no hubiera dado preponderancia a las revistas en las que publicó sus trabajos. Revistas latinoamericanas por sobre las solicitudes de revistas extranjeras que le pedían los avances de sus investigaciones. En ese sentido, siempre fue un hombre orgulloso del conocimiento generado en esta tierra...
— Es cierto que tenía su carácter, quién lo puede negar. Pero sin ese carácter y esa disciplina impuesta a sí mismo para realizar sus experimentos científicos, tal vez no hubiera obtenido los resultados que obtuvo. A pesar de su genio, nunca perdía la oportunidad de establecer una buena conversación con quien estuviera interesado en sostenerla, igual con sus colegas que con el vendedor de periódicos o con el conserje del instituto. Nada le parecía insignificante, ni indigno de atención...
— No se le conoció militancia política. Siempre se andaba riendo de las tarugadas que los políticos hacían en nombre del bien común, risa que se transformaba en coraje porque la candidez de los funcionarios se transformaba la mayoría de las veces en cinismo expreso. Sin embargo, nadie le puede colgar ninguna etiqueta más allá que la de hombre cabal, sin militancias, sin compromisos más que con el conocimiento...
— Fue un buen padre y un buen marido, atento, amoroso. Mucho más que eso, o por eso mismo, fue más que un maestro y científico genial, un excelente ser humano...
La voz me parecía conocida, al volver el rostro miré a la mujer que años atrás acompañaba al científico en el mencionado congreso. Era su esposa, Elena Roces. Parecía haberse llenado con la vitalidad de su marido, atendía a todos y para todos tenía alguna palabra o algún gesto que delataba el afecto que las personas que la saludaban habían tenido para su esposo y para la familia en general. Parecía como si desde el fondo de la mirada serena de Elena, don Ramón mandara parabienes a todos los que aún lo recordaban.
Estaba en estos pensamientos cuando la mano de mi amigo sobre el hombro me avisó que nos teníamos que marchar. El camino hacia su hotel fue un apasionante diálogo acerca de los temas médicos que Álvarez—Buylla había tratado. Además de su trabajo sobre la regulación de la glucosa en el cuerpo había trabajado con el corpúsculo de Pacini, un mecanorreceptor encapsulado, mismo que don Ramón había ubicado en el mesenterio del gato; pero lo que más le impresionaba a mi interlocutor era el trabajo desarrollado por el maestro para sustituir la hipófisis por glándula salival, un logro que no le fue reconocido sino después de mucho tiempo y que, aún así, era visto con recelo a pesar de las demostraciones contundentes.
Conversando animadamente llegamos a la puerta del hotel y nos despedimos. Un fuerte abrazo y deseos sinceros sellaron nuestro encuentro en aquél nuevo descubrimiento para mí. Él prometió enviarme todo el material que tuviera de don Ramón y yo le prometí tener una correspondencia continua para informarle de las nuevas que ocurrían en este país. No le aseguré buenas noticias, pero si le aseguré que lo mantendría al tanto. Lo vi subir al ascensor para llegar a su cuarto, las puertas corredizas se sellaron y yo metí mis manos en el saco que en ese momento era inútil ante el frío inclemente de la noche. Me introduje en el mismo taxi que nos había traído y desaparecimos al doblar la esquina en el intrincado laberinto de la ciudad de México.
En busca del pasado perdido: los primeros años.
Algunos meses después del homenaje a don Ramón ya había devorado toda la literatura que sus trabajos sobre fisiología me habían ofrecido. Mi amigo había cumplido su promesa y ahora tenía sobre mi escritorio una cantidad de textos esparcidos, subrayados y releídos que habían salido mágicamente de un paquete de correo. Mi colega tenía razón, sus investigaciones médicas me habían impresionado y dejado un agradable sabor de boca y una refrescante contribución al cerebro. Lo que me intrigaba ahora, eran otras cosas. ¿Cómo era posible que un hombre cosechara tantos buenos recuerdos y elogios en personas tan dispares? ¿Quién había sido ese hombre que ocasionaba que hombres duros en apariencia se les quebrara la voz al hablar de él? ¿Cómo había sido la vida del hombre, más que del científico?
Todas las preguntas rebotaban en mi cabeza y la curiosidad crecía a cada momento. Decidí investigar por mi cuenta con resultados desastrosos: no pude encontrar más que fichas técnicas donde se mencionaba los lugares en los que había trabajado en México, algunos de sus textos publicados y, cuando más, su fecha de nacimiento. Me parecía una pérdida de tiempo todo aquello. Tal vez el pasado de aquél hombre estaba condenado a quedar para siempre oculto. Entonces tuve una idea. Sabía que don Ramón había llegado a México procedente del extranjero. En alguna oficina gubernamental tenían que existir datos de aquél arribo. Me comuniqué con un amigo que tenía en Migración para pedir si podía revisar sus archivos en busca del nombre que le pedía. Me dijo que tal vez le llevaría algún tiempo. Esperé con impaciencia durante tres días y, cuando pensaba que todo había sido en vano, el teléfono sonó y escuché la voz de mi contacto decirme que había encontrado las referencias que le pedía pero que estaban en los archivos viejos, esto es, que no estaban en el sistema electrónico, por lo que tendría que consultar el expediente en papel. Salí casi corriendo hacia las oficinas en las que estaban los libros, saludé con impaciencia a mi amigo a pesar de no haberlo visto en mucho tiempo y con manos temblorosas tomé el fólder viejo de cartulina amarillenta y hojas escritas a máquina y con olor a rancio. Mi amigo me pidió un café y me dejó su oficina en lo que revisaba el expediente. El expediente constaba de dos hojas con información miserable. De lo rescatable, decía que había nacido el 22 de junio de 1919 en Oviedo, Asturias, donde había recibido el nombre de Ramón Álvarez—Buylla de Aldana. Los nombres de sus padres: Arturo Álvarez—Buylla Godino y Blanca de Aldana. Llegó a América a través de Baltimore y Nueva York en los Estados Unidos. Asimismo, solicitaba radicar en México por cuestiones políticas. La fecha del documento, además, estaba borrosa, marcaba algún día de enero de 1947, esto es, tiempo después de haber finalizado la Segunda Guerra.
Le di vueltas al documento intentando encontrar alguna cosa más. Mi insistencia se vio recompensada con un nombre y una dirección. En el espacio que señalaba “Persona conocida en el país”, estaba el nombre de un tal Pablo E., un número telefónico de cinco cifras y una dirección en la colonia Roma. Anoté sin gran convicción la dirección esperanzado de que Pablo E. continuara vivo. Salí de la oficina dejando el fólder sobre el escritorio de mi amigo y avisándole a su secretaria que no lo podía esperar. Salí del edificio federal con menos entusiasmo que con el que había entrado.
Tenía toda esa tarde libre, así que decidí darme una vuelta por la dirección de 1947 de Pablo E. como una forma de confirmar que era imposible que siguiera habitando el mismo sitio. La vida le reserva a uno sorpresas, al llegar a la casa enunciada en la dirección, pude ver que estaba lo suficientemente vieja y descuidada como para que tuviera más de cincuenta años. Jalé la campanilla y esperé, después de casi diez minutos, volví a mover el cordón. Justo cuando me disponía a retirarme convencido de la inutilidad de tal espera, los goznes de la puerta rechinaron y le abrieron paso a un anciano que entrecerrando los ojos por la luz que le pegaba de frente trataba de ver quién estaba en el quicio de su puerta. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la luz de la calle, se atrevió a preguntar.
— ¿Quién es?
Me pareció inútil decirle mi nombre.
— Un amigo de don Ramón Álvarez—Buylla.
El viejo pareció desconcertarse un momento, después siguió avanzando hacia la puerta exterior y fijó sus ojos cafés en mi persona.
— Eres muy joven para ser amigo de Ramón.
— En realidad, soy un estudiante de fisiología y estoy haciendo un trabajo sobre el doctor y creí que usted podría ayudarme.
— No soy médico, además, tiene muchos colegas que podrían explicarte mejor lo que quieres saber.
— Es que no es sobre su trabajo, sino sobre su vida.
— Y qué voy a saber yo de su vida. Pregúntale a él.
— No puedo. Ha muerto.
Hasta ese momento me di cuenta de lo que había hecho. Aquél anciano creía que su amigo (si es que lo era) seguía vivo y le estaba fastidiando la merienda. Cuando escuchó la noticia emitida con tan poca diplomacia, pareció estremecerse para después sólo abrir la puerta y darse la vuelta. Me quedé parado sin saber qué hacer.
— ¿Vas a pasar o te vas a quedar allí como idiota?
La respuesta era obvia. En el interior de la casa flotaba un olor a rancio, como si la luz del sol no hubiera entrado ahí hacía mucho tiempo. Traté de ubicar la presencia de alguna otra persona en aquella casa pero parecía que aquél hombre vivía solo. Me señaló un sillón de diseño antiguo que se conservaba bastante bien. Desapareció tras de una puerta y regresó trayendo en sus manos una botella de anís y dos vasos. Mientras tanto, yo husmeaba con mi vista todos los rincones del cuarto, en la penumbra pude distinguir un bodegón que colgaba sobre un comedor que parecía no había sido utilizado en mucho tiempo; más allá un altar con dos veladoras prendidas cuyo humo había llenado el techo de un negro que se veía imposible de desaparecer; fotografías que no decían nada hasta que mi vista topó con una que parecía haber salido de algún libro de texto: Francisco Franco Bahamonde mirando a la cámara desde un punto indefinible en el tiempo y abrazando al que parecía un cadete recién graduado de la academia. El viejo miraba divertido mi curiosidad.
— Es mi padre.
Mis ojos se fijaron estupefactos sobre su rostro surcado de arrugas. El acento era inconfundiblemente ibérico.
— Franco no, el que está a su lado. Se llamaba Rubén Etchegaray. Pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Cómo supo dónde vivía o qué le hace creer que yo sé algo de la vida de Ramón?
— Porque cuando el doctor llegó a México dio su dirección como referencia personal. Está en los archivos de Migración.
— Debí suponerlo, a esos cabrones no se les escapa nada. Está bien. ¿Qué quiere saber sobre Ramón?
¿Qué quería saber sobre Ramón Álvarez? Era una pregunta que me había hecho muchas veces pero que nunca había podido contestar a cabalidad. Quería saber cómo había sido su niñez, cuál era la razón por la que salió de España, cómo llegó a México. En fin, todo lo que pudiera averiguar.
— No lo sé a ciencia cierta. Tal vez podríamos empezar por cómo lo conoció.
El viejo lanzó un suspiro hondo, como si se dispusiera a hacer un largo viaje hacia lugares en el tiempo de los cuales había decidido desterrarse voluntariamente.
— Conocí a Ramón en Oviedo. Cuando niños. Los niños de la escuela le hacíamos burla porque era hijo único y sus padres lo consentían bastante. Don Arturo, su padre, me estimaba aunque no tuviera las mismas ideas que el mío. Nuestros padres eran amigos aunque la política los distanció durante algún tiempo. El padre de Ramón abrazó la causa equivocada en ese momento. A Ramón le gustaba mucho el fútbol ¿sabe?, era buen jugador y se enorgullecía de eso. El caso es que sólo pudimos convivir durante poco tiempo, ya que sus padres se mudaron, primero a Madrid y después a Tetúan, en el África. Don Arturo era un hombre liberal que se había unido al proyecto de la República, su compromiso era tal que estuvo como alto comisario en Marruecos. Mientras tanto, Ramón crecía de manera normal, como cualquier chico español. Estudios en colegios católicos. Cuando terminó la preparatoria aseguraba que ingresaría a la facultad de medicina en Madrid. Sin embargo, siempre tenía tiempo para regresar a su tierrina. Volvía a Asturias como si la tierra le enviara un mensaje cifrado en el viento que él siempre atendía. Era un buen país, una buena tierra llena de buena gente. Sin aquello, todo habría sido distinto para nosotros.
— ¿Sin aquello?
— La guerra, muchacho, siempre la maldita guerra. A Ramón le sorprendió la guerra civil en Tetúan junto con su familia. El Tercio, franquistas por supuesto, los pusieron presos a mediados del 36. Los franquistas, que sabían del valor de don Arturo, le ofrecieron colaborar con ellos. Obviamente se negó. Así que lo encarcelaron en la prisión del Monte Hacho, en Ceuta y a doña Blanca la recluyeron en un convento. Todo esto lo supimos porque mi padre intentó que su amigo no corriera con tan mala suerte.
— ¿Lo logró?
— No, a don Arturo lo fusilaron casi un año después de su aprehensión, el 16 de marzo de 1937. Allí mismo en la cárcel.
— ¿Cómo es que recuerda la fecha?
— Fue un día antes del día de San Patricio... un día antes de que mi padre muriera en las trincheras de la ciudad.
Guardé silencio ante la revelación, don Pablo le dio un trago grueso a su anís y levantó la vista. No pude evitar la pregunta.
— ¿Y doña Blanca?
— Corrió una suerte diferente. Gracias a la intermediación de la Cruz Roja Internacional logró ser canjeada por otros prisioneras y llegar a México.
— Con Ramón.
— No, Ramón logró escapar antes a Tánger, una ciudad con estatuto de puerto internacional desde 1923. No se sabe cómo llega a España y se enrola en la columna de Galán, la leyenda del Quinto Regimiento. Sin embargo, no permanece en el frente mucho tiempo, a pesar de sus deseos. Los amigos de su padre, saldando la deuda de su pérdida, lo retiran del campo de batalla.
— ¿Y ya no combatió?
— Era difícil imponerle algo a aquél muchacho. Entonces tenía solamente 17 años. Se unió al grupo de adiestramiento para aviación, quería seguir los pasos de su padre. Miente sobre su edad al médico a cargo, don Dionisio Nieto, que también estuvo en México, para ser aceptado en el grupo. Como así ocurre, pasa un tiempo en Sabadell en Cataluña aprendiendo a pilotear aviones soviéticos con maestros soviéticos. Debió ser difícil para él tener todas esas responsabilidades a tan corta edad.
— ¿Y después?
— ¿Después? Después nada. No volví a saber de él hasta que llegó a México. De hecho aquí nunca nos vimos. Supongo que por una decisión acertada. Sabíamos que si nos volvíamos a ver tendríamos el impulso de reprocharnos mutuamente lo que había sucedido, y sin razón. Nadie tenía la capacidad de parar aquella locura desde el momento en que se desató. Ni nosotros, ni nuestros padres, nadie.
El anciano guardó silencio por un momento y después apuró lo que restaba del anís que se calentaba en sus manos. Sacó un reloj reluciente del bolsillo de su chaleco de lana y volteó a mirarme. Era tiempo de irme. Le agradecí todo lo que me había dicho y le estreché la mano. Estaba fría, como la de un muerto.
— Espera —me dijo mientras se introducía a uno de los cuartos de la casa y se oía que abría un cajón— si quieres saber qué es lo que pasó con Ramón después, esta persona te puede ayudar. Vino hace algunos años a preguntar cosas sobre Ramón, igual que tú. Aunque supongo que con distintas razones.
Me extendió una tarjeta amarillenta en la que se veía un nombre impronunciable junto a un teléfono, sin ninguna dirección.
— Y ten cuidado muchacho. Si persigues fantasmas, ten bien claro qué hacer cuando los encuentres.
Volví a agradecerle a don Pablo y salí de su casa. El airecillo helado hizo que un escalofrío recorriera toda mi espina dorsal enervando los poros de mi piel. Al llegar a la primera lámpara con luz decente volví a sacar la tarjeta y a intentar leer el nombre: Alikoshka Goliadkin. Era un buen nombre para cualquier fantasma.
Como no ser comunista y no morir en el intento: los años en Rusia.
De regreso en casa, y después de una noche de sueño inquieto, decidí revisar lo que había en el teléfono de la tarjeta que don Pablo me había entregado, pero cada vez que lo marcaba, una voz femenina indicaba en una grabación que el número estaba mal marcado o no existía. Decidí recurrir nuevamente a mi contacto en Migración. Después de disculparme por la salida violenta de la vez anterior y una vez asegurándome de que podía pedirle un nuevo favor, le planteé el asunto que me llevaba a llamarlo por segunda vez en tan corto tiempo. Había un tipo, ruso seguramente, que vivía o había vivido en México. Necesitaba saber cómo contactarlo. Mi amigo me pidió el nombre, se lo di y dijo que me llamaría en cuanto tuviera alguna información. Le agradecí y me dispuse a esperar otros cuantos días en lo que se encontraba alguna información.
Grande fue mi sorpresa cuando escuché que el teléfono sonaba a los veinte minutos y escuché la voz de mi cómplice en aquella búsqueda desenfrenada.
— Lo tengo. Este fue más fácil. Es un pez grande al que hemos estado vigilando lo menos desde hace unos quince años. Llegó después de lo de Gorvachov y lo de la independencia de las repúblicas que formaban la URSS. Por mucho tiempo hemos sospechado que realiza tareas de espionaje con los ciudadanos ex—soviéticos asilados en nuestro país. Tiene buenas referencias como agente de la KGB antes de que se disolviera en 1991. Aquí trabaja como traductor en la embajada rusa y como profesor de historia contemporánea en la Universidad Hispanoamericana. Tengo aquí su dirección y su número telefónico. ¿Los quieres?
— Por supuesto.
El hombre que podía seguir desentrañando los misterios de la vida de Álvarez—Buylla, vivía acompañado de una chica cubana en un departamento amplio de la colonia del Valle. Cuando le solicité la cita, lo traté como maestro, a fin de que creyera, sin que yo tuviera necesidad de aclarárselo, que el asunto era académico. Nos vimos una viernes por la tarde en un edificio desde el cual podíamos ver el reloj del Parque Hundido, los corredores acompañados de sus perros y los besos furtivos de los novios que se creían a salvo de miradas indiscretas.
— Y ¿cuál es el asunto acerca del cual desea consultarme?
— Acerca de la vida en la Unión Soviética del doctor Ramón Álvarez—Buylla.
— ¿Perdón?
— Un exiliado español que llegó a México en 1947, al cual su país entrenó como piloto de guerra, pero que terminó como médico. ¿Paradójico verdad? En fin, un hombre al que ustedes siguieron vigilando durante su estancia en este país.
El hombre de constitución gruesa, ojos café claros, cabello inexistente y dueño de un acento inconfundible, me miró de arriba abajo por un momento y después se puso de pie, mientras encendía un puro cuyo olor siempre me ha parecido nauseabundo.
— Discúlpeme señor. Mi campo es el de la historia contemporánea, no el de las novelas de espionaje. Ahora, si su visita no tiene nada que ver con algún requerimiento académico, le pediré que se retire de mi casa. No recuerdo el nombre que menciona, porque, de hecho, no tendría porque recordarlo.
No sería fácil hacer hablar a aquél tipo. En lo que diplomáticamente me echaba de su casa, seguramente había catalogado y explorado todas las posibilidades acerca de mi identidad. Decidí ser un poco más abierto, sólo un poco más.
— Discúlpeme profesor Goliadkin, no quise molestarlo de esa manera. Verá, soy un estudiante de doctorado en fisiología de la UNAM. El doctor que le he mencionado es uno de los científicos más brillantes en lo que se refiere a mi área. He decidido hacer una investigación biográfica acerca de él. Como pasó algún tiempo en la antigua URSS, creí que una persona como usted, esto es, un observador crítico de la historia contemporánea podría ayudarme.
— ¿Y quién le dijo que yo era la persona adecuada?
— Su embajada nos lo recomendó ampliamente, según ellos es usted un excelente historiador y uno de los mejores traductores con que cuentan.
Sonreí, era mejor parar con los elogios antes de que sonaran falsos e interesados. Alikoshka me miró con curiosidad disimulada, su esposa estaba en el marco de la puerta y lo veía, él le hizo una señal y ella desapareció.
— ¿Cómo dijo que se llamaba este hombre?
— Álvarez—Buylla. Perdón, Ramón Álvarez—Buylla de Aldana.
— Bulanov Roman.
— ¿Qué?
— En Rusia su nombre era Bulanov Roman. Después de que tuvimos que salir de España, los camaradas ahí destacados llevamos con nosotros a un grupo de jóvenes que estaban aprendiendo a pilotar aviones. Bulanov estaba con ellos. En ese entonces era asistente de un instructor de vuelo, era joven pero recuerdo todo lo que sucedió. Fue una de las experiencias más agobiantes que conozco. Para franquear las fronteras, los españoles tenían que declarar un nombre ruso y mantener la boca cerrada a fin de que todos pudiéramos estar a salvo. Salimos de Sabadell en España secretamente e iniciamos un recorrido para nada turístico por todo el este europeo. Llegamos a El Havre, en la desembocadura del Sena, de esos astilleros nos embarcamos hacia Leningrado, hoy San Petersburgo. Para llegar hasta ahí cruzamos los gélidos mares del norte de Europa. Pero no era nuestro destino final, de Leningrado recorrimos en ferrocarril, toda la llanura del Don hasta llegar a Rostov, otro puerto en el Mar Negro. De Rostov, recorrimos por tierra hasta el puerto de Majachkala y de ahí, a Bakú, en las playas del Mar Caspio. De Bakú nos movimos hacia Kirovabad, hoy Vjatka, donde nos establecimos permanentemente. El pueblo de Kirov era sumamente pintoresco, no parecía para nada un campo de entrenamiento. La naturaleza lo rodeaba todo, montañas, llanuras, vegetación, todo parecía ser perfecto. Sin embargo, la disciplina del cuartel era rígida: levantarse a las cuatro de la mañana para estar dos horas después en los campos de entrenamiento. Bulanov, o Ramón si lo prefiere, llegó a volar en aviones de combate. Pero era demasiado tarde para él y para su causa. En ese año, 1938, la guerra civil en su patria ya se había decidido, por desgracia en contra de sus ideales. Los 150 nuevos pilotos que la república soviética había entrenado ya no tenía fines prácticos que perseguir. Al menos no en el frente de batalla español.
— ¿Qué pasó entonces? ¿Regresó a España?
— No, no lo hizo. Por su mente pasaron varias posibilidades, entre ellas alcanzar a su madre aquí en México. Pero si regresar a España era bastante difícil, llegar a México en medio de la situación en la que se encontraba, resultaba todavía peor. No sólo se necesitaba dinero, las imposibilidades tenían que ver con fines más prácticos como el férreo control de los puertos y las ciudades.
— Entonces su gobierno lo mandó a estudiar medicina.
— No exactamente. Al ver que el entrenamiento ofrecido a estos jóvenes entusiastas no tiene un fin inmediato, los altos mandos militares deciden integrar a este grupo con entrenamiento previo a un grupo de investigación y reacción revolucionaria.
— ¿Qué era eso?
— Básicamente academias de espionaje y sabotaje militar. Sin tomar en cuenta la opinión de los muchachos y, peor aún, sin avisarles, son transportados repentina y secretamente hasta la ciudad de Jarkovo en plena estepa siberiana. Disfrazados de técnicos mineros, los llevan a campos de entrenamiento militar.
— Debe haber sido algo sumamente emocionante.
— Para Bulanov no lo fue. Al darse cuenta de lo que tramaban aquellos militares se rebela y enfrenta al comandante en jefe del escuadrón de nuevos reclutas. Fue una suerte que aquél veterano de la lucha revolucionaria no tuviera conocimiento cabal de los insultos castellanos. Como a duras penas entendía algunas palabras españolas no hizo más que retirar a Ramón del grupo y enviarlo, como castigo, a laborar en una fábrica de camiones en las estepas del Don. Es decir, de regreso a Rostov.
— No entiendo, ¿por qué motivo decidió salir de ese ambiente? Más aún, ¿por qué aceptó recluirse en una fábrica automotriz?
— Bulanov era un hombre de ideales. Algo que usted, en estos cínicos tiempos, tal vez no entienda. Él había decidido tomar el entrenamiento militar para rescatar a su patria de lo que a él le parecía una tragedia inminente. Toda el tiempo dentro de los entrenamientos se mostró como un hombre decidido a luchar frente a frente, esto es en igualdad de condiciones, con el enemigo. Él creía en lo que su padre había creído y por lo que había muerto. Bulanov estaba decidido a morir por esos ideales. Y eso no era atribuible solamente a su juventud, tenía que ver con sentimientos profundos, con una fortaleza de carácter que no cualquiera puede presumir. Formar parte de un grupo dedicado a la hipocresía y la simulación como forma de vida no representaba ninguna opción.
— ¿Qué pasó entonces?
— Pues llegó hasta la desembocadura del Don, a las orillas del mar de Azov y se dedicó a trabajar con ahínco. Entre rusos y ucranianos principalmente, pero reunido también con compañeros españoles que después de sufrir la derrota de la república se encontraban reunidos en ese lugar, trabaja como conductor de pruebas, como repartidor, hasta como cargador. Transportaba su carácter a todas las actividades que desempeñaba, así fue como recibió el nombramiento de primer estajanovista, esto es, de trabajador sobresaliente.
— Pero entonces, ¿cómo fue que estudió medicina?
— Eso ocurrió después. Dentro del tedio que suponía la cotidianeidad de la fábrica, Bulanov encontraba otras distracciones. Esas distracciones consistían, básicamente, en enamorar a las lugareñas. Claro que para lograr ese cometido tenía que tener tiempo libre, y el único que encontró fue aquél que estaba destinado al estudio del ruso y a la revisión de los textos marxistas. Sus constantes ausencias y sus cuestionamientos continuos, hicieron que sus compañeros del colectivo lo acusen de contrarrevolucionario. En asamblea se decide mandar una notificación al Partido Comunista Español.
— ¿En esas condiciones tenía alguna influencia el PCE? Se suponía que estaban dispersos.
— Gran parte de los integrantes se encontraban en Moscú y se encargaban de regular las actividades y de observar a los refugiados españoles. Lo que hacen es enviar inspectores desde Moscú a fin de vigilar a este tipo que prefiere pasearse con las chicas a tener un compromiso férreo con el Partido. No hubieran conseguido tal cosa, Bulanov nunca se afilió a ningún partido. Era una convicción que mantendría durante toda su vida, o al menos durante el tiempo que conviví con él. Decía que no le debía nada a ningún partido, entonces no tenía porque afiliarse a algo en lo que no creía. Los inspectores llegan a Rostov y comienzan a investigar las acciones del renegado.
— Debieron de castigarlo severamente.
— De ninguna manera. De hecho parecía que su destino ya había sido trazado de antemano, y ese destino no era recibir un reconocimiento de treinta años como ejemplo obrero de manos de José Stalin. Bulanov se hace amigo de uno de los inspectores de PCE, un tipo jovial que se llamaba Antonio Montero, pero que todo el mundo conocía como “Popeye”. Cuando los inspectores revisan el historial y los antecedentes académicos de Bulanov, deciden que si éste no está dispuesto a ser un difusor de los ideales del comunismo, debería de tener un sitio desde el cual ayudar a la causa. Lo mandan a estudiar medicina al Instituto Médico de Rostov. Tal vez por la naciente amistad o porque el partido le encarga que vigile de cerca al rebelde, Popeye se inscribe en los mismos cursos. Probablemente, los inspectores creían que, una vez dentro de la escuela y en espera de un fracaso inminente, aquél jovenzuelo volvería al buen camino de la ortodoxia y el compromiso político.
— ¿Y no fue así?
— Pos supuesto que no. Los profesores del Instituto, entre los que se encontraban gente como el anatomista Yatsuta, el histólogo Laurov y el fisiólogo Rashanski, se admiran de que el exiliado español se matricula en la escuela con calificaciones de honor en todas las asignaturas. Era un excelente estudiante y un tipo comprometido con el conocimiento. Además era una persona que sabía agradecer lo que recibía. Siempre predicó la ayuda que mi país le brindó y se admiró de que los sindicatos soviéticos, en una práctica común, le otorgaban el doble de recursos a los estudiantes extranjeros con respecto de los estudiantes de la Unión.
— Entonces fue en ese lugar donde obtuvo su doctorado en Fisiología.
— No, eso fue varios años más tarde en Moscú. En Rostov no pudimos permanecer más que unos cuantos meses en paz.
— ¿Pudimos?
— En ese momento, yo era delegado estudiantil del partido en la ciudad. Por eso sé todo lo que le estoy contando. Tuvimos que salir de las llanuras del Don.
— ¿Por qué?
— Porque la historia no perdona ni a los médicos, mi estimado. El 22 de junio de 1941, Vjacheslav Mihailovich Skrjabin, mejor conocido como el canciller Molotov, anunciaba en la radio que por la madrugada los nazis estaban avanzando sobre las ciudades soviéticas y habían comenzado los bombardeos. Fue una conmoción en toda la ciudad, pero aún así, los alemanes no arribaron a Rostov sino hasta el 16 de octubre. Ese día, alrededor de las tres de la mañana, escuché los gritos de Bulanov y de Popeye, a unas puertas de mi dormitorio en los aposentos estudiantiles. Golpeaban la puerta de otro de sus compatriotas, Fernando Puig, que salió con el rostro desencajado y en calzoncillos. Le dijeron que los alemanes estaban a las puertas de la ciudad y que la guardia no iba a resistir mucho tiempo. Una hora después el Comité Central me comisionaba por telégrafo la misión de evacuar al personal médico y a los estudiantes extranjeros, y de guiarlos hasta un lugar seguro. Se me asignó una estación militar más adelante en las vías para recibir instrucciones. Las despedidas fueron tristes y apresuradas. Los estudiantes rusos deberían quedarse a defender la ciudad, a pesar de que algunos extranjeros pedían quedarse, las órdenes eran terminantes, teníamos que partir de inmediato. De Rostov trasladamos a los maestros y alumnos a Omsk, en el Suroeste de la llanura siberiana. El profesor Yatsuta, que les prodigaba un cariño especial a sus tres estudiantes españoles, les aconseja que se dirijan a Ashabad, capital de Turkmenistán, cerca de la frontera persa. Les da todo el dinero que trae consigo, un frasco lleno de miel para el viaje y regresa a Rostov. Después nos enteraríamos que el médico había muerto en la defensa de la ciudad. La tristeza se apoderó de los tres estudiantes y con las lágrimas reacias a brotar de sus ojos, observan en el diario oficial ruso el puente de Rostov sobre el Don destruido por los aviones alemanes.
Y las puertas de Alejandría se abrieron: la escuela en Ashabad.
Las lágrimas que Alikoshka refería en los ojos de los tres exiliados españoles parecían haberse trasladado a sus propios ojos. Ya en plena noche terminó aquella plática, el ex—agente del Comité de Seguridad del Estado Soviético tenía que dar una clase por la mañana en la universidad y no estaba acostumbrado a desvelarse. “Ya no más” me dijo con un guiño que no supe como interpretar. Sin embargo, prometió contarme el resto de las piezas del rompecabezas en una comida para el fin de semana. Fue una de las semanas más largas que recuerdo. A pesar de haberme reintegrado a mis actividades en la Universidad Nacional, no podía ocultar la ansiedad que me producía acabar de armar el crucigrama que representaba la vida de Ramón Álvarez—Buylla o Bulanov Roman. Me comuniqué con mi amigo en Estados Unidos para agradecerle el envío del paquete de correo y para contarle mis descubrimientos. Se mostró igual de interesado que yo en la información y me rogó que le contara cómo acababa todo. Así fue como, lentamente, llegó la tarde del sábado y la cita con Goliadkin.
Cuando llegué al departamento, pude detenerme un poco más a observar el departamento del ahora profesor universitario. Por doquier había libros de los más diversos temas: desde las obras completas de Marx hasta una colección de libros de esoterismo y ciencias ocultas. Había una pintura, muy mala por cierto, de un guerrillero que igual podía ser el Ché, Fidel, Sandino o hasta Marcos, si uno forzaba un poco la imaginación. En esta ocasión, Alikoshka me presentó a su esposa, Lina, la cual me dijo que se dedicaba a asesorar políticamente a un senador de la república famoso por sus posturas reaccionarias. La comida fue un híbrido cubano—mexicano excelente: cerdo con una salsa de plátano, aguacate y chiles manzanos, frijoles con tocino y epazote, arroz con pedazos verdes de una verdura cuya identidad no logré descifrar pero de muy buen sabor. Después de la comida, y mientras saboreaba una cerveza, Alikoshka volvió a hacer gala de su vicio nauseabundo. Mientras el humo del habano se esparcía entre nosotros como una metáfora excelente de la excursión hacia recuerdos borrosos, mi anfitrión continuó con el relato suspendido en mi anterior visita.
— Después de nuestra salida intempestiva de Omsk, acompañé al trío de españoles hasta el destino sugerido por Yatsuta: Ashabad. El nombre de la ciudad quiere decir “ciudad del amor” en árabe, nos parecía un buen presagio en medio de toda la violencia y de todo el desorden que estábamos viviendo en esos días. No les pareció tan bueno a las autoridades del Instituto Médico de la ciudad. Nos presentamos en principio con el decano Danilov, un médico que había sido alumno de Yatsuta, éste nos llevó con el director, Frenkel me parece. Total que el ambiente era bastante tenso, tomando en cuenta que la guerra estaba más cerca de lo que estaba dos años atrás. Frenkel no disimuló para nada su recelo cuando vio al grupo de supuestos estudiantes de medicina, dijo “¿quién me garantiza que ustedes no son paracaidistas lanzados por el enemigo?”, Popeye fue el primero en explotar ante aquella paranoia injustificada a juzgar por nuestro aspecto y nuestras credenciales: “¿y quién nos garantiza que usted no es un auténtico hijo de puta?” A pesar del exabrupto, todos son admitidos en la escuela. Yo regreso a Moscú para ponerme a disposición del Partido, pero durante mucho tiempo sigo la trayectoria de los nuevos inquilinos del Turkestán.
— Entonces, ¿nunca más volvió a verlo?
— Lo vi dos años más tarde, me parece que en Moscú, en una fiesta de la Universidad.
— Pero entonces, ¿qué hizo en Ashabad?
— Se graduó con honores. Verás, cuando Ramón llegó a la escuela, la situación era desesperada. Tanto económica como académicamente. Para resarcir los daños que la guerra estaba causando en el frente ruso, los cursos se habían intensificado, las vacaciones se habían suprimido y las actividades cotidianas se habían convertido en esfuerzos sobrehumanos. Durante esa época, Bulanov tiene que estudiar y trabajar al mismo tiempo que la urgencia bélica raciona la comida. En ese entonces el futuro médico llega a pesar menos de 50 kilogramos. La situación es tan mala que sus compañeros, Popeye y Puig, abandonan la ciudad en busca de mejores cosas. Él no se rinde, como le dije la vez pasada, Bulanov era de un carácter difícil de doblegar. Se gradúa el mismo día que los franceses celebran el inicio de su revolución burguesa, el 14 de julio, pero de 1943. Frenkel organiza un banquete para festejarlo, le ofrece un puesto en el Instituto...
— Y no lo acepta...
— No, no lo acepta. A finales de ese mismo año de 43 compite junto con 300 aspirantes para obtener una beca a fin de hacer el doctorado en la Academia de Ciencias Médicas.
— ¿Y obtiene la beca?
— Por supuesto. Al año siguiente ingresa al Departamento de Fisiología del Sistema Nervioso en Moscú. En esos días, la Academia estaba a cargo de Piotr Kusmich Anokhin, uno de los alumnos más aventajados de Pavlov. Los tres años que duran sus estudios, Ramón demuestra una disciplina y un talento académico fuera de lo común. Su tesis es reconocida por Anokhin a tal punto que éste redacta más de una vez diversas cartas recomendando a Bulanov con los investigadores de fisiología más importantes del momento como Gasser, Weiss, Gelhorn, Izquierdo.
— Pero, si consigue todo esto en la Unión Soviética, ¿cómo es que llega a México?
Goliadkin le dio una larga chupada a su puro. Guardó silencio por unos instantes, como tomando fuerzas para seguir recordando, y continuó con la historia de Ramón Álvarez—Buylla.
— Poco antes de que Bulanov terminara su doctorado en fisiología, la guerra estaba casi decidida. El 9 de mayo de 1945, tres meses antes de la bomba de Hiroshima, el mariscal Wilhelm Keitel, jefe supremo de las fuerzas armadas alemanas, firmó la capitulación germana en Berlín ante el general Georgij Konstantinovich Zhukov, principal artífice de la ofensiva militar rusa. Lo demás es historia. En lo que respecta a Ramón, a principios de 1946, el embajador mexicano en la URSS, don Narciso Bassols, le ofrece al aún doctorante la posibilidad de viajar a México para reencontrase con su madre. Cuando le doy la noticia creyendo que no pensará en otra cosa más que en aceptar la oferta del gobierno mexicano, se encuentra en una encrucijada: encontrarse por fin con su madre o terminar su doctorado. Opta por lo segundo con una lógica apabullante: si pudo estar lejos de su madre durante todos esos años, un poco más no representa gran sacrificio. Cuando lo termina, le notifica a su maestro Anokhin su partida, éste le da cartas de recomendación para su colega en México, el Dr. José Joaquín Izquierdo. Antes de su partida, se reúne con su amigo de Rostov, Fernando Puig y deciden realizar el viaje hacia México juntos. Se despide de mí de manera efusiva, a pesar de que nuestro trato siempre había sido un poco, digamos, burocrático. Me hace prometer que algún día lo visitaré en su nuevo hogar y nos despedimos. A mediados de noviembre de 1946, toman los dos amigos un tren en Moscú que deberá llevarlos hasta Poti, un puerto a orillas del Mar Negro. Nunca más lo volví a ver. Cuando él regresó a la URSS, específicamente al Instituto Anhokin muchos años más tarde para dar una serie de conferencias en honor del que había sido su maestro, yo estaba destacado en Sofía y no lo pude ver. Cuando llegué a México hace unos diez años intenté buscarlo por las referencias que había dejado en las agencias gubernamentales, pero nunca logré encontrarme con él. Después me enteré que había muerto, fue como un certero golpe que me sacudió por completo. Bulanov era parte de mi vida, de una parte que cada día me esfuerzo en no olvidar. De un momento en el cual creí que lo que hacía era lo correcto. Pero en fin. Eso es todo lo que recuerdo de su maestro, digo, aparte de que era un buen hombre. Espero que le haya servido de algo.
— De mucho Alikoshka, pero ¿qué pasó con usted después? ¿por qué ese tono de desacuerdo con su memoria?
— Después me enrolé en la Komited Gosudarstvennoj Bezopasnosti, la KGB, como usted debe de saber. He hecho muchas cosas de las que no me enorgullezco, pero al final espero haber tomado la decisión correcta. De todos modos, creo que no sería de gran utilidad reprocharme por todo esto. ¿No cree?
Goliadkin me miraba como esperando que mi respuesta le diera algún alivio a su alma atormentada. Asentí torpemente con la cabeza y apuré el último sorbo de cerveza que, debido al calor de mis manos y al tiempo que pasó oxidándose, me supo horrible. El reloj del Parque Hundido estaba atrasado diez minutos y yo, después de un viaje en el tiempo, había regresado a salvo.
Próxima parada, la Ítaca americana: la vida en México.
Después de mi entrevista con Goliadkin pasé algún tiempo ordenando los datos que tenía acerca de la vida de Ramón Álvarez—Buylla y de su obra científica. Algunos meses más tarde presenté una ponencia en un congreso del CONACYT en el que hacia mención de las aportaciones y geniales intuiciones del científico ovetense. Al final de la ponencia se me acercó un hombre que, sin yo esperarlo, me estrechó fuertemente la mano y me invitó una copa en el bar del hotel donde se llevaba a cabo el congreso.
— Fui un alumno de don Ramón. Además de haber sido mi maestro y guía en la investigación médica, fue un excelente amigo. Me han llenado de satisfacción todas las palabras que hoy ha pronunciado. Creo que él estaría apenado por tanto elogio.
— Dice que fue amigo de don Ramón, ¿qué tan bien llegó a conocerlo?
— Lo suficiente como para frecuentar de vez en cuando su casa y comer algún fin de semana alguna delicia cocinada por su esposa doña Elena. Lo suficiente como para ser buen amigo de sus hijos. No sé como podría medir la cercanía que tenía con don Pablo.
— ¿Sabe como vino a parar a México?
— Era una de las pláticas preferidas del doctor Álvarez. Su vida es digna de emular cualquier odisea conocida.
Parecía que el destino me preparaba nuevas sorpresas. Pedí una mesa tranquila en aquél lugar y le pedí al bienaventurado discípulo que me resolviera algunas dudas biográficas sobre don Ramón.
— Bueno, le tocó vivir la guerra civil española de manera poco afortunada, ya que en ella perdió a su padre...
— Sí, eso lo tengo claro, lo que no logro descifrar es cómo llegó a México después de haberse doctorado en la antigua Unión Soviética. ¿Sabe usted algo acerca de eso?
— Algo, sí. Sé que se embarcó con Fernando Puig en un barco llamado “Kuzma Minin” en algún puerto del Mar Negro. Este barco era un carguero que transportaba minerales de níquel y cromo hacia los Estados Unidos. Atravesaron los mares interiores europeos haciendo escalas casi en cada puerto, eran los años de la estructuración del Plan Marshall, así que los barcos americanos llevaban consigo también información acerca de las ciudades y puertos del interior. Según los relatos de don Ramón, la travesía fue angustiosa y lenta, ya que los marinos trataban de localizar a tiempo las minas marinas que habían sobrevivido a la guerra y que causaban estragos en los barcos que se atrevían a cruzar el Mediterráneo como si nada. La nostalgia invadió a los dos peregrinos al franquear el estrecho de Gibraltar y sentirse tan cerca de su patria. Los cargadores de los muelles les informan de la tragedia en la que está sumida España. El desencanto los acompaña en los poco más de cinco mil kilómetros del Atlántico hasta su llegada al puerto estadounidense en la víspera de navidad de 1946. Se separa de Puig y emprende el viaje hacia Nueva York para entregarle algunas cartas, libros y saludos de su maestro ruso, Anokhin, a Herbert Spencer Gasser, el flamante ganador del premio Nobel de medicina de 1944. Sus estudios sobre los actos reflejos era un tema que apasionaba tanto a Ramón como a su maestro ruso. Acude a algunas conferencias en la ciudad, donde conoce el enfoque analítico por el que sintió tan pocas simpatías, pero que siempre se esforzó por comprender y por tratar de obtener alguna luz para sus estudios.
— Entonces llega a México...
— Así es, en enero de 1947 se reencuentra por fin con su madre doña Blanca. A pesar de la felicidad por el reencuentro, Ramón tiene que enfrentar situaciones prácticas, como los de la supervivencia. Sin embargo, no le es difícil conseguir trabajo en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico Nacional. Ahí se reencuentra con compañeros que ya estaban colaborando como profesores e investigadores del instituto y que, como él, compartían la triste aventura del exilio. Su paso por la Escuela Nacional es memorable. En aquellos tiempos, la idea de subsidio gubernamental para investigación científica era cosa de ficción. Ramón, trayendo consigo la tradición de investigación directa de su estancia en la Unión Soviética, se convierte en un investigador independiente cobijado por las autoridades del politécnico. Lo que la falta de dinero traía consigo para sus investigaciones era resuelto con inventiva y entusiasmo. Junto con los hermanos Carlos y Juan Beckwith, construye una serie de aparatos: estimuladores, amplificadores, osciloscopios, en fin, todo un catálogo de instrumentos necesarios para sus investigaciones.
— Y desde entonces se dedica a la ciencia...
— A la ciencia y a su familia. En 1953, esto es seis años después de haber llegado, conoce a una compatriota más joven que él pero con los mismos intereses y con experiencias vitales muy cercanas. Elena Roces también había sufrido el exilio político, había estado en la Unión Soviética y era una apasionada de la fisiología. Le rendía una admiración a Ramón que éste supo capitalizar tres años más tarde, cuando le pidió matrimonio. Ramón Álvarez—Buylla había sido atrapado. De ese matrimonio nacieron sus hijos Arturo, Elena, Carmen y Blanca. Finalmente, el recuerdo de sus padres sobrevivía en sus propios hijos. Era un placer verlo pasear con ellos, andar husmeando en los charcos de los parques alguna desventurada rana que les fuera útil para desarrollar algún experimento. Ramón le inyectó a sus hijos el amor por el conocimiento y la investigación. Todos siguieron, de una u otra forma, los pasos de su padre: Arturo estudió neurología en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM; Elena, biología en la Facultad de Ciencias; Carmen, veterinaria; Blanca, medicina familiar. Todos egresados de la Universidad Nacional y todos brillantes en sus respectivos campos.
— Entonces, tuvo una vida feliz...
— Tranquila, tal vez alejado de las sacudidas que experimentó más joven, pero lleno del mismo entusiasmo por la investigación fisiológica. No fue un ser egoísta que buscara la fama como un objetivo vital. Le interesaba conocer, descubrir. Por eso fue un excelente maestro. A pesar de tener un genio del demonio, alumnos suyos como Pablo Rudomín, Mauricio Russek, Joaquín Remolina, y otros, se acercaron a él para obtener guía y conocimiento. Con ellos hizo excelentes migas y, más que sus alumnos, todos fueron sus amigos, a pesar de las diferencias que muchas veces llegaron a tener.
— ¿Y después?
— Después el reconocimiento que ya se había ganado a pulso. Después el trabajo rudo. Don Ramón trabajaba al mismo tiempo en la ENCB del Poli y, por las tardes, en el Instituto Nacional de Cardiología invitado por el Dr. Arturo Rosenblueth. Sigue cultivando dudas, certezas, discípulos, ciencia. Trabaja hombro con hombro con algunos de sus alumnos. Por ejemplo, en 1961, el año en que se funda el Cinvestav, se encuentran trabajando, en el Departamento de Fisiología y Biofísica, un equipo de lujo: Arturo Rosenblueth, el mismo don Ramón, Joaquín Remolina, Pablo Rudomín. Fue una lástima que don Ramón tuviera que dejar el centro en 1980, pero él supuso que podría hacer más cosas como jefe de la División de Investigación Básica del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias.
— Un investigador de toda la vida.
— Y un gran ser humano, eso no lo olvide. Todavía lo recuerdo entusiasmado por la noticia de su traslado al Centro Universitario de Investigaciones Biomédicas en la Universidad de Colima en 1991. Alguna vez le pregunté si no extrañaría el movimiento de la ciudad, las posibilidades de cercanía con más facilidades para su trabajo. Me miró fijamente y me dijo: “el conocimiento no escoge su lugar de nacimiento, lo escoge aquél que lo descubre”. Desde esa mañana de 1991, lo vi algunas veces, siempre con el mismo gusto. Cuando murió yo estaba en Suiza. No lo podía creer cuando me lo dijeron. Sin embargo, creo que su desaparición física no es más que una transitoriedad. Él sigue vivo en gentes que, como usted, siguen tomando en cuenta sus esfuerzos para que cada día que pasa nos sigamos dando cuenta de lo poco que sabemos. Eso le gustaría a él bastante.
El hombre se quitó las gruesas gafas y pasó el dorso de la mano sobre la humedad evidente de sus ojos. Después me sonrió y se encogió de hombros. Se puso de pie y comenzó a caminar lentamente hacia la puerta, meneando su bastón de cristal como si buscara encontrar en el aire al fantasma de don Ramón Álvarez—Buylla.
Por su conducto, algunos meses después conocí a varios de los personajes que forman parte de este relato, a su esposa Elena, a su hijo Arturo, a Pablo Rudomín y a muchas personas más que confirmaron la información que yo había obtenido en mis accidentados encuentros. Ninguno desmintió lo que ya sabía, de hecho, algunos datos que les mencionaba eran nuevas noticias acerca del doctor. Todo había ocurrido. En realidad, la Odisea de Ramón Álvarez—Buylla de Aldana era cierta y la Ítaca a la que había arribado era la memoria de todos aquellos que le recordaban.
Epilógico nostálgico.
Nunca dejé de revisar los textos de don Ramón. Hoy mismo me preparo a demostrar la participación del sistema nervioso en las funciones cardiovasculares. Lo haré a través de la preparación del nervio depresor en el gato, de la misma forma en cómo Álvarez—Buylla lo hizo. Al exponer el motivo de la clase frente a mi grupo, uno de los alumnos que se precia de ser de los más intuitivos me interrumpe:
— Pero profesor, ¿cómo pretende comprobar eso? El gato no tiene nervio depresor. Los axones que forman este nervio en otros animales, en el gato forman parte del nervio vago y, por lo tanto, es imposible distinguirlos.
Sonrío. En algún lugar, seguramente, don Ramón Álvarez—Buylla comparte el motivo de esa sonrisa.
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