Ya
no representa sorpresa alguna constatar que en mis cursos de
preparatoria me encuentro con estudiantes que nunca han leído un
libro completo. Vamos, ni siquiera los materiales eclécticos y
generalmente mal planeados que conocemos como libros de texto
gratuitos. A pesar de que el programa de estudios de la
institución donde trabajo es más realista que el de otras
instituciones, peca del mismo problema: dar por sentado que el
estudiante trae un bagaje mínimo que le permitirá acceder a los
temas y preocupaciones que ocuparon a los primeros griegos o a los
encargados del mester de clerecía o a los agobiados románticos
decimonónicos.
Cada
vez que armo un curso busco la manera de conseguir que los muchachos
puedan emocionarse con algún texto en medidas similares a la emoción
que en mí despiertan esas recomendaciones que me atrevo a hacer en
forma de lecturas de trabajo. Y, sin embargo, siempre me queda la
sensación de que fracaso de manera rotunda. ¿Cómo explicarle a un
chamaco cuya máxima emoción es masacrar la mayor cantidad de
“enemigos” en la última versión del videojuego de guerra en
primera persona, el dolor que sentí cuando Dumas puso en papel la
muerte de D'Artagnan en El vizconde de Bragelonne? ¿Cómo
arrancar de su mutismo a una niña cuya mente se encuentra divagando
entre las múltiples opciones de poses para selfies
y convencerla de que la búsqueda de Pedro Páramo es
algo trascendente para ella?
Me
resisto a pensar que el libro es algo que debería pasar a mejor vida
y consagrar la enseñanza a herramientas audiovisuales, multimedia y
harto contemporáneas. Que las historias que no hablan de los temas
de moda no son interesantes. Que el ser humano sólo se puede
explicar desde su condición contemporánea y fugaz. Me niego. Y cada
vez que lo pienso me siento viejo, anacrónico, de otro mundo.
Sin
embargo, de vez en cuando sucede que alguno de estos jóvenes
descubre que hay algo más allá de la pura obligación (terrible
palabra, terrible visión) de realizar la lectura de determinado
texto. Comienzan a descubrirse a sí mismos a través de esas
experiencias impresas. Es en esos momentos en los que vuelvo a creer
que vale la pena tanta necedad. Cambiar el destino de uno solo
implica incidir en todo un mundo. El mundo en el cual ese único se
convierte en amo, arquitecto y director. Y entonces continúo. A
pesar de que las estadísticas ganen por nocaut.
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