Caigo en la cuenta
de que soy un desmemoriado. Me ocurre con muchas cosas. Lo más
vergonzoso es cuando alguien se acerca a saludarme, con una
familiaridad tal que quien observa casi apuesta que somos los mejores
amigos de la vida, y descubrir que no tengo la más remota idea de
quién es aquel que me dice: “estás igualito” o “te ves muy
jodido”. Me pasa también en las redes sociales. En donde el
martirio es más extenso. Llega un mensaje: “Hola, ¿te acuerdas de
mí?”. Hurgo en mi memoria y no, en definitiva no sé quién está
del otro lado. Voy al perfil del misterioso visitante: veo sus fotos
personales, las fotos de sus hijos (la mayoría de mis contemporáneos
ya los tienen), mascotas juguetonas y, a pesar de eso, sigo sin tener
idea. Veo quiénes son los amigos comunes. La situación se mantiene
sin cambios.
Frente a esta
situación antes intentaba adivinar: “Dame una pista”. Y el otro,
ofendido porque me había reconocido y yo a él no, comenzaba con un
juego que pronto adquiría visos de tortura medieval. Todo radica,
también, en el exceso de cortesía mexicana. En que decirle al otro
abierta y llanamente: “no tengo la más remota idea de quién seas”
ahondaría en su laberíntica soledad al saberse anulado en la
memoria de uno. He optado por no dar tantas vueltas y decir: “no me
acuerdo de quién eres, si me das referencias probablemente pueda
ubicarte”. No es soberbia, es mala memoria. Lo juro.
Podría hacer lo
contrario: fingir que en realidad sí me acuerdo y de manera natural
platicar como si hubiera sido el día anterior cuando compartimos la
mesa, la chela o la novia. Pero el temor a ser descubierto me empuja
a no hacerlo. Prefiero quedar, en la concepción del otro, como un
mamón desmemoriado que como un cretino mentiroso. Incluso he
imaginado una historia: una chica que contacta tipos sin conocerlos
fingiendo lo contrario; cuando encuentra uno que le sigue el juego lo
enreda en su simulacro y termina matándolo. Un giro sería que, en
realidad, el tipo sí la conociera y ella se diera cuenta de su error
cuando fuera demasiado tarde. Como yo, sintiéndome fatal cuando
platico con alguien a quien no recuerdo y éste se va con la peor
impresión. Y entonces la sinapsis ocurre y recuerdo, pero es
demasiado tarde. Y sólo repito para mí: “¿cómo pude haberla
olvidado? La vida sin ella no habría sido la misma” o “estúpido
que soy, si convivimos por más de un año”. Así he perdido,
seguro, oportunidades laborales, profesionales, amistosas y amorosas.
Las afinidades electivas de la pesada memoria.
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