1994 fue un año crepuscular para el siglo XX. O al menos así lo concibió
mi generación. O, quizás, sólo así lo pensé yo. Fue el año cuando el Ejército
Zapatista de Liberación Nacional despertó en la conciencia del país y el mundo
la manera en cómo la desigualdad era algo con lo cual habíamos convivido
de manera cotidiana, a pesar de los cacareos que anunciaban nuestra entrada al
Primer Mundo. Fue el año de la muerte de Kurt Cobain, patrono del grunge, que había venido a revitalizar
la escena de un rock que se había estancado en los sonidos asépticos del pop y
las cabelleras prófugas de estéticas de lujo. Fue el año en donde los
festivales de rock en español, donde grupos mexicanos interpretaban desde sus posibilidades
la realidad simulada que los medios habían maquilado a placer. Y fue el año de
los asesinatos políticos. Magnicidios, dijeron los diarios. El presidente del
partido oficial y el candidato presidencial del PRI. Cuando ocurrió el último, yo era
vigilante en la Biblioteca Nacional de México. Cuidaba una puerta que nunca se
abría, a decir de uno de mis amigos. Cuando se supo de la muerte, hubo primero
incredulidad y después el escándalo de aparatos de radio y TV intentando
explicar qué había pasado. A mí los hechos ocurridos en ese 1994 me dejaron una
marca profunda. Fue el año también que decidí que estudiar Ingeniería no me
hacía feliz y me cambié a Comunicación en mi adorada UNAM. Cinco años después,
durante una crisis emocional y de la edad muy fuerte, escribí el primer
borrador de una novela que tomaba el asesinato de Luis Donaldo Colosio como el
pretexto para hablar de algunas cosas que sentía como miembro de una generación
que se concebía sin futuro. Nosotros, los X. Casi diez años después, un
tratamiento posterior de esa novela ganó el Premio Nacional de Narrativa Joven “María
Luisa Puga”. Más de veinte años después de escribirla decidí retirarla como proyecto de
publicación en una editorial porque me convencí de que quien había escrito eso
y quien soy ahora no tenemos ya mucho que ver. En fin, el pasado sábado se
cumplieron 25 años de aquel día en que la nación se cimbró a ritmo de Banda
Machos. Y yo les quiero compartir un fragmento de esa novela que ya no será;
justo el momento en el cual el candidato es asesinado.
***
[…] Dos semanas después del receso de Semana Santa, el candidato se
presentó en una de las ciudades fronterizas más importantes del país. En ese
lugar el discurso no había cambiado con respecto de lo que había ocurrido en
ocasiones anteriores. Me había cansando de repetir la misma crónica todos los
días sin que variara un ápice la estructura o el contenido de los eventos
partidistas. Lo que era sorprendente en esa ocasión era la cantidad de gente
que había concurrido. Tratándose, como se trataba, de un acto partidista en una
colonia marginada (eufemismo utilizado generalmente para no decir jodida o miserable) la cantidad de personas era enorme. Los operadores del
partido estaban haciendo muy bien su labor.
Tenía varios días pensando acerca de muchas cosas.
Mi mente se había convertido en una suerte de galimatías en el que a las ideas
les daba por mezclarse entre sí y hacer de las suyas. Pensaba en Malena que al irse aquella mañana había dejado un
vacío inmenso en alguna parte de mi vida. No sabía exactamente dónde, pero sí
tenía la seguridad y el entendimiento de que algo me faltaba. Pensaba en Basilio
Kozek. Obviamente no había creído la versión oficial del suicidio. Algo muy
oscuro se ocultaba tras la muerte del argentino. Alguien que había descubierto
y asumido su vocación por la muerte de los que no eran él, no podría haber
sentido la supuesta culpa que lo orilló a quitarse la vida. Muerto el perro se
acabó la rabia, era una forma bastante frecuente de pensar para la policía, lo
que quería decir: si se extinguió el objeto criminal, ya no hay crimen que perseguir.
Pensaba en Pedro y su padre. En cómo era posible
que dos cabrones con doctorado en chingarse a los demás pudieran tener la
confianza de que se iban a zafar fácilmente de todas las que debían. Pensaba en
Elías, otro imbécil que a diario aprendía a ser feliz creyendo que lo que hacía
era la literatura más extraordinaria del mundo. Y en cierto sentido, lo era. Un
tipo que creía que la ética tenía que ver más con un sistema de lealtades
interesadas que con una verdadera vocación, no podía tener una visión demasiado
amplia de las cosas. Elías, cabrón de mierda, créeme que no estás destinado al
olvido.
Pensaba en el Amo de la Trova, mi jefecito del
periódico. Destinado a morir de una enfermedad incomprensible pero fatal. En
una renuncia a la vida, una claudicación por adelantado. No debe existir mayor
desesperación que la de aguardar la muerte de manera consciente. Ver correr el
segundero del reloj puesto en la pared sabiendo que cada pulso significa un
avance inexorable hacia la propia extinción. Como esas fogatas que dejamos
encendidas en las noches durante los campamentos. La leña se consume
chisporroteando alegremente, y, al día siguiente, no quedan más que restos que
se esfuerzan por sobrevivir, que con cada soplo del viento parecen renacer pero
que, después, se ven consumidas sin remedio. Un montón de cenizas a las que el
propio viento que había prometido revivirlas, las arrastraba hacia un destino
para nada claro.
Pensaba en el abuelo feliz de poder disfrutar de su
vida al lado de su nueva familia. Sin pensar en nada más que en aprovechar el
tiempo de la mejor manera. Dispuesto a dejar ganar a sus nietos sin que ello le
significara ningún remordimiento. Buceando por la vida con un esnórquel
fabricado del material más resistente: la seguridad de que la muerte es algo
inevitable. El abuelo. Desde hace dos semanas lo recuerdo con mayor intensidad.
No te la doy para que la uses, me había dicho. Pero el metal frío cada vez
cosquilleaba más en mis manos. Había sopesado el arma varias veces para
acostumbrarme a su forma, para llenarme un poco de la naturaleza metálica con
la que estaba hecha. Lo mejor del asunto es que, después de tenerla tanto
tiempo entre las manos de repente me había topado con un deseo irrefrenable de
utilizarla. De sentir la emoción de jalar del gatillo y volverme al mismo
tiempo rayo y trueno, dueño incuestionable del destino ajeno. La traía entre
mis cosas desde dos semanas atrás sabiendo que en cualquier momento podría ver
satisfecho mi deseo de usarla. De necesitarlo. Tenía la certeza de que en el
momento en que emitiera el primer disparo de mi vida, éste tendría que ser
necesario, un instante que no cabría en ninguna otra vida ni en ningún otro
lugar.
Ahora mismo, mientras el candidato lanza por los
altavoces las últimas palabras de su discurso, la pistola comienza a cobrar
vida dentro de mi maleta. Comienza a retorcerse, me llama de mil maneras
distintas. Mi mano cosquillea. El candidato baja de la improvisada tarima que
representa el templete (o sea, como un lugar de adoración devaluado y no
reconocido: un templete). Se junta con la gente. Se deja tocar. Todos gritan.
En las bocinas ya no se oye su voz. Una música popular comienza a resonar, el
suelo se mueve al ritmo de esa música. Y retiemble en tus centros la tierra.
Mis colegas se acercan al candidato. Por rutina.
Como un ballet ensayado miles de
veces. Lo retratan. Le preguntan. El candidato contesta. Alguien lo apura.
―Nos queda un evento todavía, licenciado.
El Licenciado. El Licenciadote. El Elegido. Sigue
caminando entre la multitud. En los límites la gente comienza a dispersarse.
Como una gota de aceite arrojada a un recipiente de agua caliente. Afinidades electivas.
Todos tras sus intereses. La mano me cosquillea. Un mar de gente. El candidato
sigue avanzando en medio de la turba. La gente se arremolina alrededor. Le
entregan cartas escritas con temor, reverencia, coraje, rabia. Él las toma
todas y las pasa a sus asistentes. Viene sonriendo. A pesar del jaleo, a pesar
del calor, a pesar de la música horrenda que se escucha por los altavoces.
Sonríe. Cada vez está más cerca. Ahora mismo es necesario. Este es el instante.
Me integro al cortejo del caos. Me mezclo a la carambola múltiple de los
cuerpos. Me confundo. Ahora soy Nadie. Nadie, el reportero de Nada. Calmo el
cosquilleo de la palma de mi mano. Tengo el arma apretada. La siento latir. Sé cuánto
pesa. No sé cómo se escuchará el primer disparo. El candidato sigue caminando,
y sonriendo. Está a mi alcance, saco la pistola. A mi lado una señora de mandil
comienza a gritar casi en mi oído:
―¡Tiene una pistola! ¡Lo va a matar!
El instante.
El arma va directo a un costado del candidato.
Aprieto el gatillo. El tiro hace más ruido del que esperaba. Suena como un eco
de otro disparo. El candidato se desploma. Se oyen gritos, la gente tropieza, ya
sea en la huida o en el intento por acercarse y saber qué ha ocurrido. Caigo.
En el suelo siento como pasan dos, tres personas sobre mi cuerpo. Oculto la
pistola. Con el sol debe resplandecer más que el mismo astro que ahora nos
cocina a fuego lento.
―¡Ya lo agarramos! ¡Aquí está! ¡Fue él! ¡Fue él!
Me repliego sobre mí mismo en el suelo. Espero lo
peor. Lo peor nunca llega. Un policía uniformado me toma por la pretina del
pantalón, me levanta casi en vilo. Me mira a la cara, me arroja su aliento
fétido. Su aliento de coraje ancestral y torta de milanesa. De repente baja su
vista y ve el gafete de prensa. Vuelve a mirarme a la cara y, al final, sólo al
final, me suelta. Corre hacia donde un grupo de policías y gorilas
profesionales golpean a un hombre.
―¡En la cabeza no! ¡No le peguen en la cabeza!
Todos los reporteros corren, los fotógrafos hacen
su trabajo. Placas al cadáver, placas al asesino capturado. Yo me quedo
plantado en el mismo lugar en el que el policía me ha levantado. La señora que
hace unos momentos gritaba en mi oído me está viendo. Le sostengo la mirada. Se
santigua y voltea hacia todos lados como calculando cuál será la mejor vía para
escapar. Después desaparece de mi vista. Algún piadoso quita la música que
hasta ese momento cubría como una nata desagradable todo el sitio. Queda
entonces, para mí, el silencio. Ya no hay nada que hacer. Sigo pensando en que
el disparo hizo más ruido del que debería. Pero ahora no hay más respuestas.
Sólo el silencio. Un silencio incómodo que no presagia el vuelo pausado de
ningún ángel.
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