La semana pasada estuve, por cuestiones
del azar, en la sala de espera de un hospital público. Era la sala
de urgencias y la zona de altas. Mientras esperaba a quien había
acompañado, me senté con mi libro previsto en una de esas bancas de
plástico rígido que se encuentra atornillada a un eje en donde se
ubican hasta cuatro lugares individuales para sentarse. Releía Al
cielo por asalto, la compleja
novela de Agustín Ramos, que tenía previsto comentar con mis
estudiantes de la universidad. Cuando más enfrascado estaba en la
lectura de esa máquina de metáforas y alegorías vino a sentarse a
mi lado una viejita. Se sentó y comenzó a darle indicaciones a su
nieta acerca de la necesidad de salir del nosocomio para sacar copias
de su acta de alta y de la receta que le habían dado. La chica,
quien no debía tener más de veinte años, la escuchaba con atención
y a cada afirmación susurrada por la anciana ella decía “sí,
abuelita” o “no, abuelita, esta es para ti” en relación a los
papeles que debía fotocopiar. Me llenó de curiosidad la manera
diligente, respetuosa y llena de amor con que la jovencita se dirigía
a su abuela. Salió a sacar fotocopias, regresó y la abuela la envió
a sacar una que se le había pasado. Y la chica dijo “sí,
abuelita” y salió nuevamente. Luego regresó y se dirigió a la
farmacia del hospital. Volvió con una carga infame de cajitas,
frascos e inhaladores. Según escuché, la dotación de seis meses.
La chica intentó ordenar las medicinas poniéndose en cuclillas
frente a su abuela, me pareció la imagen perfecta de la devoción.
Le cedí mi lugar y le ayudé a ordenar la dotación. Se les había
olvidado algo a los dependientes de la farmacia y hacia allá fue. Yo
me fui a comprar un café en un local que funcionaba dentro del
hospital.
La
imagen de la chica con su abuela me llevó muy lejos. A los caminos
de San Agustín Chagchaltzin, un pueblo enclavado en la Sierra Norte
de Puebla. Mi abuela había nacido y vivido ahí. Después salió
huyendo del alcoholismo del abuelo y del maltrato. Construyó una
familia con éxito. Cuando el abuelo murió, las tierras de labranza
le habían sobrevivido. Ella, durante mucho tiempo, se negó a vender
la tierra. La seguía cultivando. Y hacía sus visitas esporádicas a
fin de verificar que quienes habían sido designados por ella para el
trabajo lo estuvieran haciendo bien. Yo la acompañé varias veces.
Era una especie de paje encargado de cargar con las bolsas que se
iban llenando de las más variadas cosas. La mayoría, ofrendas que
sus conocidos y familiares le iban regalando con una generosidad que
hoy ya no es tan común: granadas, naranjas, aguacates, frijol. Al
final del ciclo de cosecha se contrataba un camión y ella vigilaba
escrupulosamente que se cargara con el producto obtenido de la tierra
(generalmente maíz). A mí me gustaba viajar encima de todos esos
costales llenos de mazorcas blancas y amarillas. Sentir en el rostro
el viento que bajaba por las cañadas húmedas de la sierra. También
me gustaba caminar al lado de mi abuela. Ayudarle con la carga y
sonrojarme cuando me presentaba como su nieto, “el mayorcito, el
que es igual a su papá”. Me gustaba escucharla contar sus
historias. Memorias de gente que yo no conocía. Pero me gustaba
oírla. Y decirle “sí, abuelita”.
2 comentarios:
Muy bello, incluso para los que no tuvimos abuelita, pero que somos adoptados por esas personas que como agradecimiento ante un favor hecho, te bendicen con familiar devoción
Gracias por escribir \(^-^ )/
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