Dos historiadores, Charles Chapman y Richard Morse, que plantean que los caudillos se
originaron en la época de la Conquista y los primeros años de la
vida colonial, no dudan en afirmar que esos caudillos,
Conquistadores-encomenderos, fueron el origen de los partidos
políticos en América Latina. Es decir, que la aparición de
institutos políticos que enarbolaban ciertas ideas para proyectar su
propia imagen de nación dentro de la disputa por el poder fueron, en
un inicio, la extensión organizada de los caudillos que dominaron
política, económica y culturalmente la vida de los habitantes de
los países latinoamericanos desde el siglo XIX, posterior a las
guerras de independencia y en sincronía con las guerras internas en
búsqueda de la supremacía conservadora o liberal.
La aparición de tesis posteriores, como la de William Beezley o, mejor, la
de John Lynch, se contraponen en muchos sentidos a la anterior. Una afirma
que el caudillo surge durante el periodo colonial en la manera en
cómo se establecen las relaciones entre la Corona, la tierra, los
nativbos y los señores que administraban estas tierras. John Lynch,
por su parte, ubica el nacimiento de los caudillos en las guerras de
independencia y asocia el crecimiento de su poder con la falta de
democracia y la centralización en muchos de estos países.
Pero regreso a la cuestión de los partidos políticos. Sobre todo a
raíz de los eventos llevados a cabo en México este fin de semana:
las asambleas (accidentadas ambas) del PAN y del PRD. Pareciera que
esa tesis temeraria de Morse y Chapman se confirmó de manera
contundente. Los partidos políticos actuales se encuentran insertos
en discusiones que reflejan la defensa de proyectos de nación
impulsados por personajes cuya actuación es, a todas luces,
caudillista: tienen un convenio con la élite de la cual depende su
partido, representa sus intereses particulares por tanto, y lideran a
grupos de personas poco dispuestas a cuestionar a sus líderes dentro
de los institutos. Se diferencian del PRI en tanto éste se mueve más
en una dinámica de cacicazgo (dominios locales).
La conclusión de esta analogía apresurada no es optimista: la
democracia que se “construye” actualmente funciona con dinámicas
que no se han modificado en muchos aspectos de la herencia de la
Conquista y la Colonia. El patrón, como figura arquetípica de la
política mexicana, está lejos de desaparecer.
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